En los diccionarios ingleses, hospitality se define como la actitud y el conjunto de prácticas que buscan que la persona que llega –huésped, visitante, paciente…– se sienta bienvenida, cómoda, cuidada y atendida, como si estuviera en casa, mediante un servicio de calidad.
Como si estuviéramos en casa. Pocas comparaciones más necesarias en una aldea global, digital, hiperconectada, pero separada; y en un clima de tensión crónica, incluso más allá de lo que hiperventilan los telediarios.
Mamen Guitart (Madrid, 1962) se acaba de estrenar como directora del Servicio de Hospitalidad de la Clínica Universidad de Navarra. Se trata de un departamento esencial en los pilares de este hospital que cuenta entre su personal propio con profesionales que se dedican a una medicina diferente: cultivar el arte de que los pacientes y los profesionales se sientan en casa, porque cada detalle –la comida, la limpieza, las sábanas, los uniformes, la sonrisa…– forma parte del cuidado, y no como fuente de negocio, sino como propósito institucional.
Especialista en convertir en hogar todo lo que toca, Guitart ha hecho de las ciencias domésticas una profesión con cabeza, corazón y procesos, un horizonte, un reto y un principio activo sanador.
Una sonrisa profunda, y eso que viene de un turno de noche de limpieza, porque la mejor manera de arrastrar es dirigir con las botas puestas y en equipo. A medio camino entre Madrid y Pamplona. Junto a una selección de profesionales de primera línea, tanto en el área de Dietas, como en la de Limpieza y Ropa, en un hospital que sabe a estrellas Michelin y huele a limpio con alma.
La maestra de la hospitalidad viste bata blanca. Tiene porte de cirujana decidida, médico de familia cercano, oftalmóloga que ve más allá, obstetra que da a luz la vida, especialista de los paliativos durante el camino y de la estética del pormenor, supervisora del cuidado del resto del hospital y gobernanta de los intangibles del espíritu de una institución con 63 años de historia que quiere curar, investigar, cuidar y compartir salud sin fronteras. Welcome home.
Mientras se quema media España, los bandos se posicionan en las redes sociales y en el Parlamento, humean las guerras y despierta el nuevo curso, estrenamos septiembre hablando de cuidar, de acoger, de ir por la vida con los abrazos abiertos. El mundo es un hospital de campaña del que se bajan los cobardes, pero lo transforman las personas con motor que dan alas.
— El Papa Francisco insistía en que “el verdadero poder es el servicio”. Servir no es humillarse, es elevar al otro. ¿Qué significa hospitalidad en 2025 en un hospital universitario?
— Es importante empezar aclarando un malentendido bastante extendido en la opinión pública: servir no es servilismo. Un ingeniero sirve a la sociedad con su trabajo y nadie lo ve como algo degradante. En cambio, a menudo se asocia el cuidado con una actitud de sumisión, y eso es injusto. La hospitalidad es mucho más: significa acoger a la persona en su vulnerabilidad, recibirla como lo harías en tu casa, con respeto y con afecto. En un hospital, donde los pacientes llegan en un momento delicado, esa acogida se convierte en una forma de dignificar su experiencia. Atenderles con los brazos abiertos es un reto grande y, al mismo tiempo, un privilegio.
— Servir cuidando lleva consigo un componente de disfrute.
— Totalmente. Yo lo he experimentado y lo he visto en las caras de felicidad de muchas personas que han aprendido a convertir su desempeño diario en una manera de querer. Cuidar bien se disfruta de verdad. Muchas de las personas con las que trabajo se sienten orgullosas de dar tiempo, de escuchar, de estar pendientes de lo que a veces no se pide con palabras.
“Cuidar es una actitud de desvelo para conservar lo que amas porque es importante”
— ¿Cuál es su definición de cuidado: tarea, virtud, profesión, cultura…?
— Cuidar es conservar lo que amas. Y el amor, cuando es verdadero, se expresa en gestos pequeños, en detalles, en una atención que va más allá de lo obligatorio. Para mí, el cuidado es ese compromiso de velar por la persona con un cariño que sostiene. Cuidar es tarea, virtud, profesión, cultura, solicitud, diligencia…, pero, sobre todo, es una actitud de desvelo. Se cuida lo que es importante porque es importante. Cuidar es una actitud que, lamentablemente, no tiene el prestigio social que debería.
— ¿Por qué? No valorar a quienes nos cuidan es una injusticia.
— Es una realidad y un lastre. No ser capaces de valorar lo que es esencial y necesario evidencia que algo profundo está roto. Un hijo que no aprecia la atención de sus padres expresa un daño interior hondo, tanto intelectual como en el corazón. Con la pandemia del covid fuimos muy conscientes de la importancia de los cuidados, pero luego nos hemos ido despegando de ese redescubrimiento, y esa distancia expone una cierta esquizofrenia social. Una sociedad que desprecia o minusvalora el trabajo de las personas que nos cuidan es dura e injusta.
Me he pasado buena parte de mi vida trabajando por la profesionalización de este colectivo de personas que cuidan y pensando en cómo avanzar en su prestigio social. Quizá haya que empezar impulsando la cualificación de muchos profesionales de este ámbito, mejorando sus prestaciones sociales, pactando salarios más justos… La tecnología puede y debe ayudarnos en estas tareas, pero hay expresiones del cuidado de las personas que nunca podrá llevar a cabo un robot o la inteligencia artificial. La expresión del cariño a través del cuidado es una actitud exclusivamente humana.
“Una sociedad mejor debe procurar educar personas capaces de cuidar. Eso sería una bomba atómica contra el individualismo”
— ¿Cómo mediría que un paciente se siente bien cuidado y no solo atendido?
— Normalmente, se ve en la sonrisa con la que responde o en cómo se le ilumina el rostro cuando se le acerca una persona que lo cuida. No es fácil medir respuestas emocionales, pero son muy gráficas cuando se le proporciona aquello que necesita de una manera amable, sin condescendencia, con el deseo genuino de acertar.
— ¿El cuidado es un asunto privado o un bien común?
— Sólo las personas saben cuidar, y todos aprendemos a cuidar cuando somos cuidados. Sale natural dar lo que has recibido, y es lógico que esa atención no se limite al ámbito privado de una casa o de una institución. La cultura del cuidado se difunde en cascada, y por eso termina repercutiendo en toda la sociedad. Una sociedad mejor debería procurar educar personas capaces de cuidar. Eso supondría una bomba atómica contra el individualismo. La cultura del cuidado es tan elemental, tan importante y tan humanizante que debería formar parte de las líneas estratégicas de cualquier sociedad que aspire al verdadero progreso.
Por supuesto, no planteo la extensión de sociedades paternalistas que cuiden en vertical. Hablo de personas que se cuidan y de la progresión geométrica de esa forma excelsa de entendimiento. Cuidar en genérico es imposible. Todo lo realista empieza con quienes tenemos más cerca, pero con una visión de bien común que trasciende las cuatro paredes más próximas.
La pasión por cuidar no tiene fronteras y transforma verdaderamente la sociedad. Todos hemos sido cuidados por nuestros padres, nuestros maestros, nuestros amigos, incluso por personas desconocidas. Esas relaciones de cuidados constituyen una cadena en forma de responsabilidad social.
“Se impone reconquistar la épica de quienes deciden aventurarse a los cuidados. Valorar lo bueno mueve al bien”
— En la opinión pública se habla mucho de autocuidado y menos de cuidarnos entre todos.
— Nos dura poco lo que hemos vivido este verano con los incendios, lo que vimos con la dana o lo que experimentamos durante la pandemia. Sabemos volcarnos unos con otros en los momentos críticos, pero resulta que esas manifestaciones generales de cuidado se convierten en escenarios extraordinarios. En esas circunstancias excepcionales, a todos nos sale dar, compartir, cuidar a quien más lo necesita.
Parece que nuestra sociedad está diseñada sobre pilares un tanto egoístas y a duras penas sabe reconocer y premiar la generosidad, la gratuidad. La sociedad no facilita que se mantenga en el tiempo la actitud de darse. Urge recolocar socialmente a las personas que hacen el bien, y eso va mucho más allá de premiar el supuesto éxito profesional. Se impone reconquistar la épica de quienes deciden aventurarse a los cuidados, porque detrás de ese empeño hay un catalizador hacia el bien moral de toda la sociedad. Valorar la hazaña heroica de quienes sirven a diario con una visión trascendente ayudaría a que la buena voluntad no se agoste a mitad de camino. Valorar lo bueno mueve al bien.
— ¿Qué aprende la sociedad cuando un hospital convierte la hospitalidad en política institucional?
Es urgente que las personas estemos de verdad en el centro de la vida de las organizaciones. El reto de rehumanizarnos con iniciativas reales es una manera de expresar con rotundidad que cada persona es importante: en este caso, tanto pacientes como profesionales.
El cuidado no lo merecen sólo las personas vulnerables. Si pensamos que se dispensa exclusivamente ante una situación límite, acabaremos convirtiéndolo en un afán extraordinario y discontinuo. Cuidar sólo en momentos puntuales es un error. Todos necesitamos ser cuidados constantemente, cada uno a su manera. Es la idea que trabaja maravillosamente Alasdair MacIntyre cuando describe al ser humano como “un animal racional y dependiente”.
Que un hospital se plantee que la hospitalidad sea una línea estratégica prioritaria puede servir para que la sociedad entienda que es bueno generar a nuestro alrededor círculos de cuidados solidarios que nos fortalezcan. Si en vez de eso, priorizamos descartar a los más débiles o a los más vulnerables, después no podemos llevarnos las manos a la cabeza. Las tendencias que influyen son determinantes, también para las próximas generaciones.
— ¿Cómo se traduce la cultura del cuidado en procesos, y no sólo en eslóganes de presentaciones corporativas y posters de comunicación interna?
— Primero, explicando bien el porqué y transmitiendo que la hospitalidad no es una palabra bonita, sino una necesidad para el paciente y para el equipo. Eso implica comunicar formalmente la misión y el propósito, que en las organizaciones que se dedican al cuidado deben ser muy poderosos. Y después, difundiendo esos principios con ejemplaridad, viviéndolos en lo concreto, empezando por la alta dirección.
He visto a personas con competencias directivas agacharse a recoger un papel, colocar una persiana torcida o dejar sus despachos impolutos para facilitar el trabajo de las personas que limpian. Eso enseña más que cualquier curso. Si quienes forman parte de la dirección de una institución dan ejemplos no impostados porque han interiorizado el fondo de la cuestión, los demás asimilarán mejor esa realidad verdadera. La cultura del cuidado se transmite con gestos sencillos que se vuelven contagiosos. Antes y después de esa cultura viva hay procesos de excelencia que se mejoran progresivamente, pero muy pocos procesos puramente teóricos sobreviven al ostracismo.
“Llegará un momento en el que valoraremos la salud moral personal y social, que tiene que ver con hacer lo correcto, aunque nadie lo exija”
— Se habla de salud física y mental. ¿Habrá que hablar de salud moral?
— Estoy convencida de que sí. Las personas somos capaces de modificar el entorno y la realidad, ajustando la manera de vivir con nuestra tendencia innata a mejorar lo que nos rodea. Lo hacemos constantemente descubriendo cuestiones que exceden lo estrictamente necesario. Empezamos viviendo en cuevas, después en chozas, luego en casas sencillas y ahora en edificios increíbles dotados de domótica.
De esta misma manera, vamos progresando en nuestro estilo de vida. Igual que hoy nadie duda de la importancia de cuidarse haciendo ejercicio, velando por una alimentación sana o esmerándonos en la atención a la salud psíquica, llegará un momento en que valoremos la salud moral personal y social. Poco a poco, nos damos cuenta de que somos capaces de mejorarnos a nosotros mismos y hacer mejores las realidades que nos circundan. La salud moral tiene que ver con hacer lo correcto, aunque nadie lo exija.
— En una sociedad donde cuidar se percibe todavía como una carga eminentemente femenina, ¿cómo puede aflorar el cuidado como una capacidad humana compartida?
— El cuidado es una capacidad estrictamente humana. Cuando un hombre no cuida, se pierde una parte esencial de lo que significa ser persona. Es verdad que muchas mujeres suelen tener más facilidad para ciertos aspectos del cuidado por su predisposición a la intuición, al detalle o a la ternura. Pero eso no debe usarse para crear divisiones. El avance real es promover el cuidado entre hombres y mujeres, cada cual con sus cualidades, y en equipo. Necesitamos hombres y mujeres que cuiden juntos, cada uno con su estilo y sin complejos.
— ¿Cómo responder a la crítica de que el cuidado “perpetúa roles”?
— Muchas veces somos las propias mujeres quienes perpetuamos ese rol, porque queremos cuidar a nuestra manera y no dejamos espacio para que otros lo hagan de manera diferente. La hospitalidad también significa ceder espacio y abrir la puerta para que otros se estrenen en esa tarea. En la vida siempre hay alguien que hace de motor. Los artistas son motores de belleza; los buenos políticos, del bien común. Las personas que son motores no perpetúan roles, sino que los comparten, los delegan, los contagian y los trasladan, siendo el origen de una revolución positiva.
— ¿Qué aporta la tradición cristiana a la cultura del cuidado?
— Aporta una mirada distinta, más integral, que pivota sobre la centralidad de la dignidad de las personas. En un hospital, por ejemplo, el cristianismo nos enseña que la persona no es un caso clínico, sino un ser completo con cuerpo, alma, espíritu y relaciones. La hospitalidad se inspira en la parábola del buen samaritano: no es un extra, es la esencia del encuentro humano.
— En la “sociedad del cansancio” de la que habla Byung-Chul Han, ¿qué prácticas de hospitalidad descomprimen al paciente y a su familia?
— La hospitalidad nunca debe incomodar. Es fácil que un invitado a casa se sienta comprimido e incómodo cuando se encuentra con atenciones forzadas, impostadas y exageradas. En un hospital sucede lo mismo con un paciente y su familia. La sencillez de la hospitalidad descomprime y logra que todos percibamos ante ella que nuestra presencia es bienvenida, discreta, fácil y gustosa.
— En tiempos de “capitalismo emocional”, ¿cómo evitar que la empatía se convierta en performance?
— La empatía de cartón piedra se detecta enseguida. Es un valor que no se puede simular sin evidenciar una mentira. Puedes enarbolar la bandera de la empatía mil veces, pero si no es real, se nota al instante. El cuidado auténtico no se puede fingir: o sale de dentro o no existe.
— ¿Qué le diría la cultura del cuidado a la cultura del descarte sobre el valor del último tramo de la vida?
— Cuidar a mi padre con ELA hace ya unos cuantos años fue muy duro, pero ni yo ni ninguno de mis hermanos cambiaríamos un solo segundo de aquellos momentos, aunque fueran realmente adversos. En aquella etapa descubrimos que lo más gratificante no es recibir, sino dar. Quien descarta a las personas en esa etapa esencial se pierde enseñanzas fundamentales y vivencias que duelen, pero que reconfortan.
“Propagar la cultura de la hospitalidad es un arma contundente para hacer frente a la crispación, a la polarización y al individualismo”
— Tecnología, progreso, pero con humanidad. ¿La inteligencia artificial puede ayudar a liberar tiempo para cuidar?
— Sin ninguna duda.
— ¿Qué tareas nunca debería delegar un humano a una máquina en el cuidado?
— Las que requieren amor y gratuidad. Las que suponen exceder lo necesario, lo no pedido, lo no esperado.
— ¿Qué indicadores invisibles relacionados con el cuidado te alertan más que un KPI?
— Por parte de quien cuida: el cumplimiento estricto del deber, la falta de flexibilidad, la rigidez en los protocolos, la falta de alegría en el trabajo de cuidar… Por parte de la persona que recibe esos cuidados, la cara es siempre un referente. Se nota perfectamente cuando alguien se retrae o, por el contrario, te busca, te sonríe, te agradece.
— ¿La mirada cura, incluso más allá de un hospital?
— No sé si cura, pero sí sé que sin mirar no se cura. La presencia es fundamental para cuidar bien.
— ¿Cómo cuida su propio sentido vital para no convertir la vocación profesional en fuente permanente de agotamiento?
— Buscando equilibrios e integrando todos los ámbitos, porque, efectivamente, cuidar desgasta y es conveniente prevenir el agotamiento. Intento profesionalizar todo lo que tiene que ver con el trabajo, respetando unos horarios justos, delegando cuando es necesario, usando la tecnología para ganar tiempo.
Además, trato de enfatizar los descansos proporcionales, hacer ejercicio y contrarrestar el esfuerzo físico y psíquico con actividades que enriquecen la esfera espiritual de nuestras vidas: la contemplación, la belleza, la música, el arte, la naturaleza. A mí me sirve mucho desarrollar el hábito de la lectura con novelas, ensayos y libros de poesía que nutren la cabeza y el corazón.
Las personas responsables de dirigir y gestionar equipos deben ser las primeras en proteger ese equilibrio en el trabajo de quienes cuidan. Es muy fácil pedir más y, sin embargo, es esencial no abusar de la buena disposición y convertir en habitual algo que termine quemando. Desde fuera es más fácil objetivar y racionalizar la dedicación al cuidado, evitando que el afán de servir se convierta en una sentencia de constante extenuación.
— ¿Qué autores pueden ayudar a profundizar en la ética del cuidado e impulsar esta revolución constructiva más social que política?
— Entre las obras de carácter antropológico, destaco a Luigina Mortari (Filosofía del cuidado), Higino Marín (Humano, todavía humano y Mundus), Alasdair MacIntyre (Animales racionales y dependientes), Agustín Domingo Moratalla (Homo curans y El arte de cuidar), y la revista Trasfondos familia y hogar, editada por María Jesús Soto-Bruna para el Centro de Estudios e Investigación de Ciencias Domésticas (Ceicid).
Algunos ensayos o libros autobiográficos que me han resultado muy interesantes son Cuidarnos, de Isabel Sánchez; Hospitalidad irracional, de Will Guidara y Host. La importancia de un buen servicio de sala, de Abel Valverde.
En el ámbito de la ficción, recomiendo vivamente Las gratitudes, de Delphine de Vigan, y Los siguientes, de Pedro Simón.
— ¿La hospitalidad puede ser la mejor medicina para un mundo calcinado por la polarización?
— Sí, estoy convencida. La hospitalidad une. Eso, en la cultura mediterránea es una realidad evidente. Hay quien augura que en 2050 dejarán de existir cocinas en las casas. Espero que no. Es difícil encontrar más posibilidades de unión que reunirnos en torno al fuego de una cocina en familia o entre amigos. La hospitalidad salvará al mundo. La hospitalidad, la belleza y la dieta mediterránea comparten muchas claves de la reconciliación. Ir a contracorriente y propagar la cultura de la hospitalidad es un arma contundente para hacer frente a la crispación, a la polarización y al individualismo.
Álvaro Sánchez León
@asanleo