Erika Bachiochi: “Los errores del feminismo moderno han abierto espacio para una visión más auténtica de la mujer”

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Erika Bachiochi
Foto: cortesía de la entrevistada

El currículum de Erika Bachiochi es de los que no se pueden leer en una sola página y resulta, cuanto menos, variopinto. Bachiochi es una feminista que puede convencerte de por qué el aborto es lo menos feminista del mundo; una mujer que no compra que la revolución sexual sea la solución que buscaban las primeras feministas; una pensadora que considera que su vida intelectual se ve enriquecida, y no coartada, por la fe.

Y es, también, una madre de siete hijos de edades comprendidas entre los 23 y los 6 años, que lleva más de veinte años felizmente casada y que sabe lo cara que sale la factura de no darle a la familia el valor que tiene. Hija de una madre que se divorció tres veces, Bachiochi vivió dos suicidios cercanos durante su adolescencia y puso un pie en Alcohólicos Anónimos por primera vez con diecisiete años.

Durante la universidad, se sintió muy atraída por los emergentes estudios sobre la mujer, participó en una campaña del socialista Bernie Sanders y abanderó todos los postulados del feminismo moderno.

En un momento dado, Bachiochi comenzó a leer Aristóteles y Platón, y descubrió una riqueza en los filósofos antiguos que ofrecía respuestas más amplias a sus preguntas. Esa tradición filosófica la conectó con la herencia cristiana occidental, y Bachiochi, que había aprendido a rezar en las reuniones de Alcohólicos Anónimos, sintió que todas sus dudas encontraban explicación en el catolicismo.

Con el tiempo, Bachiochi cambió sus estudios sobre la mujer por otros en Ciencias Políticas, se licenció en Derecho y realizó un máster en Teología. Actualmente, es profesora titular en la School of Civic and Economic Thought and Leadership de la Universidad Estatal de Arizona (ASU), donde imparte cursos sobre la historia del pensamiento político y dirige la Mercy Otis Warren Initiative for Women in Civic Life and Thought.

Bachiochi también es miembro del Ethics and Public Policy Center en Washington D.C. y del Abigail Adams Institute en Cambridge, donde fundó el Wollstonecraft Project, desde el que busca fomentar una reflexión filosófica y ética sobre la igualdad sexual y la libertad.

La constante en su trabajo es una preocupación por las mujeres, por los problemas concretos a los que se enfrentan y por cómo las propuestas de la modernidad empeoran o alivian esos problemas.

De hecho, el pensamiento de Bachiochi ha sido clave para cuestionar las bases legales y filosóficas del aborto en Estados Unidos. La jurista ha dedicado la mayor parte de su trabajo a intentar mostrar que aceptar que el aborto es un requisito indispensable para garantizar la participación de la mujer en la vida pública es una forma de violencia hacia las propias mujeres.

“Para mi itinerario religioso e intelectual fue determinante ver el daño que han causado ciertas prácticas derivadas de la liberación sexual”

Hay toda una estela de mujeres que acompañan el pensamiento y la vida de Erika Bachiochi. Mary Ann Glendon es su mentora, su referente, la que ha anclado su visión en un paradigma católico que prioriza la dignidad de la vida humana, la centralidad de la familia y la integración de la ética con la ley natural.

El pensamiento de Mary Wollstonecraft es el núcleo de su libro, Recuperar una visión perdida. Los derechos de las mujeres en Estados Unidos (recién publicado en España por Eunsa), en el que Bachiochi recupera una tradición olvidada del feminismo occidental. Inspirada en esta filósofa, Bachiochi plantea que el fundamento de la lucha por los derechos de las mujeres y su igualdad con los hombres radica en la capacidad de vivir virtuosamente y de contribuir al bien común.

Bajo el paraguas de Fairer Disputations, Bachiochi también lidera toda una comunidad internacional de académicos, intelectuales, periodistas y activistas que tiene como objetivo promover un feminismo realista desde el punto de vista sexual.

En el discurso de Bachiochi hay una incansable búsqueda de la verdad con toda la complejidad que esta suele entrañar. Rechaza los dogmas que encierran a hombres y mujeres en roles rígidos y aboga más por hablar de vocación y responsabilidad compartidas hacia lo que considera que debería ser la prioridad principal de cualquier ser humano: la familia y el servicio al bien común.

Tampoco es amiga de la modernidad líquida, que destruye cualquier sentido de identidad recibida y reivindica una autodeterminación permanente, sin asideros y sin raíces, despojando a las personas del marco moral que permite la buena vida.

No es una nostálgica que eche de menos las épocas pasadas, sino que busca entre los pensadores premodernos respuestas que puedan servir para vivir mejor el momento presente. Se identifica con la etiqueta de feminista, está convencida de que la doctrina católica es la respuesta a todas las inquietudes de nuestro tiempo y sostiene que la verdadera igualdad de las mujeres no se logra promoviendo la autonomía individual sin límites, sino que se encuentra en cultivar la virtud, comprender la propia vocación y asumir responsabilidades compartidas en la vida familiar y social.

— Derecho, mujeres y catolicismo: una intersección curiosa. ¿Cómo llegas aquí?

—Cuando era universitaria, estaba especialmente interesada en lo que aquí llamamos estudios sobre mujeres (women’s studies). En ese momento yo era marcadamente antirreligiosa. Vengo de una familia bastante rota: mi madre se casó y divorció tres veces. Tuve dos amigos que se suicidaron y yo acabé en Alcohólicos Anónimos a los 17 años. Eso me llevó a estar muy interesada en temas espirituales, pero desde una perspectiva feminista, contraria al cristianismo.

Fue a través de caminos paralelos, intelectuales, espirituales y religiosos, que empecé a ampliar la mirada, a salir del enfoque de la modernidad. Primero, a través de la filosofía: leyendo a Aristóteles, a Platón y a los pensadores cristianos sobre teoría política.

Sí que rezaba mucho, así que, con el tiempo, filosofía y vida de oración se unieron y así me convertí al catolicismo. Aunque en realidad diría que es una “reversión”, porque ya estaba bautizada en la Iglesia y llegué a hacer la primera comunión, pero no crecí en la fe.

También fue determinante algo que luego ha sido central en mi trabajo, que es ver el daño que han causado ciertas prácticas derivadas de la liberación sexual en mi propia experiencia y en la de las mujeres y hombres a mi alrededor. Eso me hizo abrirme a una tradición filosófica que ve el sexo de manera diferente. Me sentí muy atraída por el pensamiento católico sobre la visión moderna de las mujeres.

Erika Bachiochi
Erika Bachiochi (foto: cortesía de la entrevistada)

— Ya dice Abigail Favale en La génesis del género que si la ideología de género ganó terreno en su momento, fue porque ofrecía soluciones a problemas que estaban sin resolver ¿A ti qué te atrajo en un primer momento de los estudios sobre la mujer que fueron un boom en aquel momento?

— Es difícil decirlo, pero uno de los motivos fue que parecía hablar de la vida real. Sé que suena raro, porque ahora el lenguaje y las teorías feministas pueden parecer extrañas y abstractas, pero cuando yo estudiaba, lo que había era un feminismo marxista que sí mostraba una preocupación muy real por los problemas cotidianos de las mujeres.

Consideraban el daño concreto que se hacía a mujeres y a los más pobres. O cosas que me ayudaban a entender mis propias experiencias familiares, como los divorcios. Pero también la vulnerabilidad de las mujeres frente a explotación o abuso sexual. Me interesaba comprender esto y relacionarlo con la vida real, no solo la teoría. Es que cuando yo estudiaba se sabía, por ejemplo, de un profesor que invitaba a las alumnas más jóvenes a su despacho y les pedía determinados favores. El feminismo hablaba de cosas que no nos eran ajenas, que veíamos.

Luego, eso fue lo mismo que me gustó de la filosofía antigua. Cuando empecé a leer literatura patrística, comprobé que trataba de forma muy real, muy concreta, cómo vivimos la vida, qué significa ser humano, cómo vivimos juntos. No era psicología, no abordaba solo problemas abstractos, sino interacciones reales y lo que nos debemos unos a otros.

Y eso sigue siendo lo que más me interesa. Creo que el problema de la filosofía moderna es que es a veces tan analítica que se pierde la realidad.

— Y entre todos los filósofos del pasado que descubriste, ¿por qué elegir a Mary Wollstonecraft como guía?

— La pregunta inicial que yo me hice para el libro fue: ¿por qué se ha convertido el derecho al aborto en la pieza central del feminismo? Como constitucionalista, intenté mostrar, basándome tanto en las leyes constitucionales como en la realidad vivida de los seres humanos y nuestros cuerpos sexualmente dimórficos, que ha sido un gran error pensar que la igualdad de las mujeres requería el aborto.

Así que esa fue la manera básica en la que entré en la esfera pública: con estos argumentos, que son lo que llamaríamos argumentos feministas provida, pero yo los estaba haciendo desde la perspectiva de la ley constitucional. Descubrí que existía una especie de escuela de pensamiento feminista provida que reivindicaba a las anteriores luchadoras por los derechos de las mujeres, diciendo: “no siempre hemos pensado sobre el aborto de esta manera”.

Inicialmente, puse a Ruth Bader Ginsburg, arquitecta principal de la idea de que el aborto es necesario para la igualdad, en conversación con mi mentora Mary Ann Glendon, que tenía una visión totalmente diferente y profundamente católica sobre la igualdad y la dignidad de los sexos. Ambas eran pensadoras jurídicas muy prominentes y quería ponerlas en conversación.

Una persona me dijo que a nadie le importaría mi libro si me centraba solo en Glendon y no en Ginsburg, así que eso me ayudó a pensar que tenía que ir mucho más atrás. Así que empecé a profundizar en los orígenes de los argumentos, la base filosófica de Glendon y Ginsburg. Entonces recordé que había leído a Mary Wollstonecraft en mis clases de estudios sobre la mujer, pero solo fragmentos, como generalmente se lee en el colegio, como si ella fuera solo una defensora de la educación femenina.

Pero cuando leí Vindicación de los derechos de la mujer por primera vez me di cuenta de que es una figura que ha sido malinterpretada incluso después de su muerte. Ahora hay estudios serios que la revisitan y leen sus textos en conjunto, y me dije: “Dios mío, aquí hay una pensadora que tiene sentido, y sus opiniones eran mucho más filosóficas de lo que yo creía”.

Ella nos ofrece una base para saber dónde nos hemos equivocado, dónde nos hemos desviado del camino.

— ¿Cuál es la visión perdida entonces? ¿Qué se ha quedado por el camino?

— Todos los defensores de los derechos de las mujeres coinciden en que las mujeres deben ser libres de la dominación masculina. Eso es básico y parte central del argumento de Wollstonecraft: la liberación de la dominación.

Lo que Wollstonecraft hace de manera diferente, y que también vemos en los defensores anteriores y en mi trabajo, es que ella concibe la libertad de manera similar a la comprensión aristotélica. No entiende la libertad solo como “estar libre de”, sino como un “ser libre para”.

“El movimiento MeToo tiene que ver con la castidad masculina, aunque no sepan que es así”

Allí donde el feminismo más radical decidió que la solución a la dominación masculina era, por ejemplo, el lesbianismo político, como si no pudiéramos quitarnos de encima la opresión de los hombres de ninguna otra manera, Wollstonecraft dice: todos podemos mejorar, podemos convertirnos en virtuosos, y eso es lo que debemos a los demás.

La solución que Wollestonecraft propone, que es la misma para hombres y mujeres, es la virtud: sustituir el dominio sobre el otro por el dominio sobre uno mismo. Ella consigue hacer esta síntesis entre lo moderno y lo antiguo. Wollstonecraft veía que las mujeres han sido socializadas para ser objetos para los hombres, sin asumir obligaciones y deberes. Ella lucha por la educación de las mujeres para que puedan asumir obligaciones privadas y públicas, porque creía que esas obligaciones realmente nos centraban y estructuraban la vida diaria, algo que la modernidad no ve: las obligaciones no son restricciones, sino que ayudan a dar sentido y conexión a nuestras vidas.

— Sin embargo, la respuesta del mundo moderno a estas inquietudes es la de la revolución sexual, que ha traído sus propios desafíos. Ahora bien, la reivindicación de Mary Wollstonecraft sobre la castidad masculina recuerda a algunos reclamos del MeToo. ¿Puede su pensamiento responder a necesidades actuales?

— Sí, es interesante porque el movimiento MeToo tiene que ver con la castidad masculina, aunque no sepan que es así.

Wollstonecraft también habla de cómo la prostitución desmantela la cultura sexual porque esa disponibilidad sexual permite que los hombres tengan un deseo fácil que luego destruye la experiencia del sexo para todos los demás. Si habláramos de la pornografía del siglo XXI, ella diría algo similar. Hay mucho conocimiento en Wollstonecraft que es útil hoy.

Esto es porque entendió muy bien que para que el ser humano, sea hombre o mujer, esté completamente integrado, necesita de las virtudes.

A día de hoy, las mujeres tienen cada vez más dificultades para entenderse como personas integradas. Nos convertimos en seres integrados a través de las virtudes, no solo persiguiendo roles como “mujer bonita y sensual que atrapa hombres”. Tenemos estos roles performativos que desempeñamos para los demás, pero hay un deseo, que duele, de ser reales y auténticos, y no sabemos cómo llegar allí. Los antiguos filósofos ofrecen guía para eso.

— ¿Así es cómo lees movimientos como las tradwives, las modelos de Only Fans, las “solo soy una chica”, las girlboss? ¿Desde la fragmentación?

— Sí, son formas en las que las mujeres intentan desempeñar su papel. Hay mucha performatividad porque no tenemos un concepto definido de quién somos; somos un conjunto de deseos, talentos y formas de pensar sobre el mundo.

— Tú reivindicas el papel central de la familia en las sociedades y también en la vocación peculiar de cada persona. ¿Cómo hacer para que esto no signifique automáticamente que el rol de la mujer es exclusivamente el de cuidar de la familia? De hecho, hablas mucho de la necesidad de una paternidad activa.

— Yo hablo del efecto humanizador del trabajo doméstico para todos, porque es donde se cultiva la virtud. No nos hacemos solos; observamos a otros, aprendemos hábitos buenos desde jóvenes. Es la base para la confianza, la amistad y el trabajo fuera del hogar. Mis hijos ahora salen a recorrer su propio camino, pero todo empieza en casa. Yo puedo hacer lo que hago porque tengo una familia; mi marido valora nuestro trabajo con los hijos como lo más importante, aunque él sea un gran directivo en una multinacional.

He tenido mucha suerte, porque siempre he estado rodeada de personas que el estatus que más valoraban era el de la familia, y eso me ha permitido no preocuparme por otro tipo de estatus. El trabajo de ayudar a un niño, un esposo o un amigo a tomar buenas decisiones y ser más humano es, para mí, un trabajo central.

Mi hija mayor, por ejemplo, a partir de ver esta experiencia en casa, llegó a la conclusión de que el único trabajo que existe, sea doméstico o profesional, es el que sirve para convertirse en mejor persona y ayudar a otros a ser mejores. Todo está integrado.

“Los mejores hombres que conozco se someten a sí mismos, no a otros, porque entienden que Dios no domina, y siguen ese ejemplo”

— ¿Cuáles piensas que son las mayores amenazas para las mujeres hoy?

— Hay amenazas perennes: vulnerabilidad física, enfermedad, presión asimétrica sobre la reproducción, violencia sexual, responsabilidad sobre los hijos. Todo esto hace que las mujeres sean perennemente vulnerables.

Además, la sociedad actual, muy explotadora y consumista, transforma nuestros cuerpos en objetos de consumo. La pornografía, la prostitución y la gestación subrogada son manifestaciones de ello.

— ¿Por qué, a pesar de todo tu recorrido y de las críticas que haces al feminismo moderno, te sigues identificando como feminista?

— La respuesta está vinculada a la anterior: porque hay amenazas perennes a las mujeres, el feminismo es necesario.

Yo, personalmente, me identifico más como católica, porque la enseñanza social católica moderna ofrece respuestas sobre la virtud y la gracia como herramientas que curan.

Los mejores hombres que conozco se someten a sí mismos, no dominan a otros, porque entienden que Dios no domina, y siguen ese ejemplo. Es un modelo de entrega cristiana, contrario a la obsesión por el poder, y creo que necesitamos más de eso.

No creo que todo el mundo que esté interesado en esto tenga que usar la palabra feminismo. Pero hay dos motivos por lo que yo sigo haciéndolo.

En primer lugar, creo que es un atajo para llegar a las personas que, precisamente porque soy provida, tienen dudas de cuál es mi postura hacia las mujeres. Hay mucho ruido ahora mismo, especialmente en el espacio político de la derecha de mi país, de voces que son claramente antimujer. Por eso me parece útil afirmar que realmente creo en la dignidad y la igualdad de los sexos.

Al mismo tiempo, creo que, en nuestro momento, los errores del feminismo moderno –que se ha devorado a sí mismo– han abierto espacio para una visión más auténtica de cómo tomar en serio las necesidades e intereses de las mujeres, tanto social como políticamente. Creo que algo tiene que llenar ese espacio y que el trabajo que he estado haciendo en los últimos veinticinco años está alineado con esa necesidad. Por eso siento que debo seguir este camino desde el feminismo.

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