El auge de los niños “influencers”: un lucrativo negocio familiar con muchas sombras

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Escena del documental "Born to Be Viral", de Disney+

En torno a los 2010, las redes sociales abrieron una puerta que muchas familias cruzaron con decisión: retransmitir a través de las redes sociales la crianza de sus hijos. Pronto descubrieron los beneficios que reportaba, ya que compartir la vida de los niños atraía muchas visitas y, por tanto, mucho dinero.

La sociedad que menos hijos tenía desde hace décadas estaba deseando “consumir” a los niños ajenos. Sus primeras palabras, el primer día de colegio, sus momentos más divertidos, los fracasos escolares, las primeras amistades… todo era susceptible de convertirse en contenido viral.

Este fenómeno ha creado la primera generación de niños influencers que, a la manera en la que lo fueron Shirley Temple y Jackie Coogan en su momento para Hollywood, son pequeñas estrellas idolatradas en el mundo online.

Para ellos se abre un mundo de posibilidades en la industria del entretenimiento. Sus cuentas en redes sociales, creadas antes incluso de que ellos supieran balbucear su propio nombre, amasan cientos de miles de seguidores. Las empresas cuentan con ellos para publicitar sus productos. Algunos tienen su propia línea de juguetes sin haber cumplido todavía los diez años.

Los beneficios están claros, pero dos documentales estrenados este año abordan también las sombras de este negocio. Por un lado, Bad Influence: The Dark Side of Kidfluencing, de Netflix, revela los casos de abuso y explotación que denunciaron los jóvenes integrantes del grupo de influencers adolescentes «The Squad», liderado por la youtuber infantil Piper Rockelle y gestionado por su madre, Tiffany Smith. A través de testimonios de exmiembros y sus familias, la serie expone un entorno de manipulación y presiones extremas. En Disney+, Born to Be Viral: The Real Lives of Kidfluencers sigue a las familias de pequeñas estrellas virales durante cinco años y muestra cómo sus padres gestionan la creación de contenido y las implicaciones emocionales y financieras de compartir la infancia de sus hijos.

Los motivos para empezar son muchos; para quedarse, solo uno

Jersey McClure celebró su segundo cumpleaños rodeado de desconocidos que habían sido convocados por redes sociales. El canal de Youtube de la familia contaba en aquel momento con cerca de 1,5 millones de suscriptores gracias al éxito viral de sus hermanas mayores gemelas, Ava y Alexis, que alcanzaron notoriedad por los vídeos que sus padres publicaban de ellas con apenas tres años.

Como los McClure, cada familia tiene sus propios motivos para empezar a compartir su vida. Para algunas era una manera de completar ingresos en una situación precaria; para otras, una forma de apoyar a un niño que mostraba inclinación hacia la industria del entretenimiento; otras alegan que es el trabajo que les permitía estar en casa cuidando de su familia, en vez de tener que ganar dinero de una manera más convencional y con un horario menos conciliador.

Una vez se consolida el éxito, los ingresos aseguran la economía familiar, pero también cargan a los menores con la responsabilidad de mantenerse en el ruedo

Sin embargo, una vez entra el primer cheque en casa, solo hay un motivo para seguir haciendo lo que hacen: el dinero. Las familias dejan sus trabajos y se dedican por completo a la creación de contenido. Así lo admiten todas: no hay empleo que pague como pagan las redes.

“Hay días que con lo que gano podría pagar una carrera universitaria completa”, reconoce Kyler Fisher, que comparte su vida familiar como padre de cinco hijos junto a su mujer Madison en su canal de YouTube, The Fishfam, con casi cinco millones de suscriptores.

Son esos números los que atraen a las marcas, que se ven seducidas por una audiencia masiva y por la posibilidad de que sean niños, la gallina de los huevos de oro de la publicidad, los que enseñen sus productos.

“Los paquetes empezaron a llegar y ya nunca pararon. Ropa para niños. Juguetes. Ropa para ella. Cuatrocientos dólares en trajes de baño infantiles, cada año. Zapatos caros para niños que cuestan ochenta dólares cada uno. Hoteles gratis en Disney World, donde sus hijos podían correr por el parque como si hubieran ganado algún tipo de concurso. Cuando Shannon estaba embarazada de uno de sus hijos, le llegaron a su casa ocho sillas de bebé nuevas, de diferentes marcas. La habitación de su hija menor, London, estaba completamente amueblada de forma gratuita. Shannon lo eligió todo y luego posó para las fotos cuando llegó en grandes camiones”, describe la periodista Stephanie Mcneal en su libro Swipe Up for More!: Inside the Unfiltered Lives of Influencers, en el que recoge el caso de Shannon Bird y su familia.

Y así es como se cría a la primera generación de niños online, que lidian con la presión de ser la fuente de ingresos de la familia. La ahora adulta Piper Rockelle lleva financiando el lujoso estilo de vida de ella y de su madre soltera desde que tiene nueve años. Los compañeros que este año denunciaron el ambiente de trabajo en el que su madre y manager les hacía trabajar lo dejan claro: sin el contenido de Rockelle no se podía ni pagar la hipoteca.

Porque lo cierto es que, aunque los padres aseguran que ellos hacen todo el trabajo, sin los niños no hay audiencia. Lo han experimentado así los canales familiares cuyos hijos se han ido haciendo mayores, y lo han vivido también los que decidieron dejar de exponer a sus hijos en redes.

Grant Khanbalinov amasó un público de millones en sus redes sociales, pero perdió el interés de la publicidad en cuanto dejó de mostrar a los niños en ellas: “Cuando sacábamos a nuestros hijos, las marcas se nos echaron encima: empresas de ropa, aplicaciones, fabricantes de papel de cocina, marcas de alimentación… Todas querían que colaboráramos con ellas. Cuando les retiramos de las redes, el 99 % de ellas se echó atrás porque querían que los niños promocionaran sus productos”.

El entretenimiento siempre pide más

“Internet no quiere ver niños aprendiendo a montar en bici; quiere ver niños cayéndose de la bici”, reconoce Kyler Fisher en el documental de Disney+.

El youtuber hace referencia a una tendencia que ha puesto en jaque a los creadores de contenido en redes sociales: la dictadura absoluta de algoritmos que, en los últimos años, favorecen el contenido cada vez más extremo.

En el caso de los niños influencers, esto se traduce en que los vídeos más virales son aquellos en los que los padres engañan a los niños diciéndoles que se van a divorciar, solo para captar su reacción ante las cámaras. Entre los creadores más adolescentes se fomenta la creación de contenido sobre noviazgos precoces, peleas entre amistades por un chico o incluso falsos arrestos policiales.

Los McClure grabaron un vídeo de broma fingiendo una pelea matrimonial y jamás llegaron a publicarlo por el impacto que tuvo en sus hijas. Todas las familias reconocen que el algoritmo se acaba imponiendo y que terminan grabando el contenido que la plataforma va a favorecer, aunque les salga caro.

Las inocentes fotos del primer día de colegio acaban transformándose en vídeos sobre la primera menstruación de las adolescentes, sobre las enfermedades que sufren, los problemas emocionales que atraviesan o las discusiones familiares. Una huella digital imborrable que les perseguirá hasta la vida adulta.

En la balanza entre pros y contras, a muchas familias les acaba inclinando la idea de asegurar el futuro de sus hijos, dejándoles como legado una audiencia leal y lucrativa

A veces, la atención del público ha sido positiva, por ejemplo, para denunciar casos de abuso de menores en las familias. Sin embargo, la mayoría de las veces implica que niños muy pequeños tienen foros dedicados exclusivamente a criticarlos, a ridiculizar sus comportamientos más inocentes e incluso a compartir fotos de ellos en posturas que los depredadores sexuales pueden considerar excitantes.

Quizá lo más sorprendente del documental de Disney+ es la indiferencia de las familias cuando son preguntadas por esta realidad innegable: que los pederastas nadan felizmente entre el contenido de los menores publicados por sus padres. “Hay mucha gente mala en el mundo, pero eso no nos va a condicionar”, responden varias.

¿Qué pasa cuando los niños crecen? Empieza el “show”

¿Qué hacer cuando los niños se hacen mayores y pierden su atractivo comercial? Varias familias –como la de los Fisher, cuyas hijas mayores tienen ocho años ahora mismo– se preparan para el impacto lanzando sus propias empresas, merchandising o marcas de alimentación. Es decir, aprovechan la audiencia que han construido para promocionar sus propios productos y poder retirarse poco a poco de la tiranía de tener que compartir la propia vida constantemente.

Pero lo cierto es que el verdadero sueño es que los niños hayan conseguido la suficiente atención como para convertirse en estrellas por derecho propio. Muchos de ellos consiguen oportunidades en series, películas, vídeos musicales, publicidad o libros.

Así es como las familias youtubers crean adolescentes youtubers. De hecho, algunas consideran la creación del contenido como una inversión en el futuro de sus hijos, que alcanzarán la adolescencia con una gran cantidad de dinero en el banco (siempre que sus padres lo hayan guardado) y con una audiencia leal que les ha visto crecer y está deseando saber cómo les va de adultos. En el mundo online, donde la marca personal lo es todo y donde rige un “capitalismo de la atención”, estos padres consideran la fama de sus hijos como heredar un piso en el centro de la gran ciudad: un seguro de vida.

Y lo cierto es que la primera generación de esos niños ya ha podido decidir qué hacer con ese legado. Avia Butler tenía tan solo tres años cuando su padre lanzó el que sería el canal pionero de contenido familiar. Las cámaras han captado sus reacciones ante todo, incluso la infidelidad de su padre. Y ahora vive en Los Ángeles gracias a su propio canal de YouTube y sus redes sociales, mientras intenta convertirse en actriz.

“Siento que otros no hayan tenido esa experiencia, pero para mí ha sido la mejor infancia posible”, asegura Butler. Similar es la narrativa de Emma Marie, que comenzó en el canal familiar de pequeña y ahora es una influencer con más de cinco millones de seguidores en sus cuentas personales. Según ella, su madre aseguró su futuro al mostrarla en redes sociales.

Sin embargo, otras personalidades, como Karli Reese o Shari Franke, desaparecieron de YouTube en cuanto su mayoría de edad se lo permitió, y aseguran que el hecho de haber convertido su vida personal en una fuente de ingresos fue perjudicial para su desarrollo.

Los menores que trabajaban con Piper Rockelle hablan de la dificultad de distinguir entre la vida real y los vídeos online, del miedo a compartir problemas por temor a que se convirtieran en parte del show o a poner en peligro los ingresos familiares, y de la desconfianza que impera ahora en unas vidas en las que siempre se les ha pedido estar listos para actuar ante las cámaras.

Aunque hay cada vez más legislación para intentar proteger a los niños que se ganan la vida online, lo cierto es que todos reconocen la dificultad de poner coto a una actividad en la que la línea entre trabajo y vida familiar no está clara. Y ese es precisamente el problema.

No deja de ser interesante que, incluso las youtubers que afirman que grabar su infancia y adolescencia fue lo mejor que pudo pasarles, aseguran que, cuando les llegue a ellas el turno de tomar la decisión, no mostrarán a sus futuros hijos en las redes sociales.

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