El coste de la transición energética

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El coste de la transición energética

En la reciente conferencia de Glasgow, el mundo se ha propuesto frenar el cambio climático reduciendo a cero las emisiones netas de gases de efecto invernadero hacia mediados de siglo. ¿Cuánto estamos dispuestos a pagar para “salvar el planeta”? Los ciudadanos hemos de saber que la descarbonización saldrá cara. La presente crisis energética parece un anuncio de lo que se avecina.

En los últimos seis meses, el precio del gas natural se ha triplicado, lo que ha arrastrado al mercado eléctrico. Ha habido apagones en China e India. El Reino Unido ha tenido que reactivar centrales de carbón que tenía apagadas para no usar el combustible fósil más contaminante; además, 14 comercializadoras de energía han quebrado, al no poder satisfacer las tarifas reguladas o las fijas contratadas por sus clientes (unos 2 millones entre todas). En España y Portugal, el precio del megavatio-hora se ha multiplicado casi por 4 desde mayo.

Es importante saber si estamos ante un fenómeno ocasional –aunque ya muy prolongado– o ante “el primer gran shock energético de la era verde”, como lo describió The Economist (16-10-2021). Para eso hay que procurar distinguir las causas coyunturales de las estructurales.

Gas muy caro

El primer factor, el fuerte encarecimiento de los carburantes, principalmente el gas, parece un caso del mismo problema de suministros visible en otros sectores, que está llevando la inflación a tasas no vistas desde los años noventa del siglo pasado (6,2% en EE.UU., por ejemplo). Tras el parón provocado por el covid-19 en 2020, la rápida recuperación de la demanda, sobre todo en China, llega con existencias por debajo de lo normal y falta de inversiones y de mantenimiento en las cadenas de producción y distribución. Lo que se teme que ocurra con los productos navideños es ya real con el gas.

Además, el aumento de la demanda ha hecho subir el precio del carbono en los mercados de emisiones. En Europa ha llegado a 70 euros la tonelada, el triple de hace un año. Esto repercute en los costos de generación eléctrica de las centrales que queman combustibles fósiles y, por tanto, en la factura de la luz.

Dejar en cero las emisiones netas en 2050 exigiría un aumento de inversiones anuales equivalente al 1-2% del PIB mundial

Con esto se combinan causas políticas. China demanda mucho más gas para su reactivación, también por su reciente enemistad con Australia, incitada por la polémica sobre el origen del covid-19 y por la creación del AUKUS, y ya no quiere comprarle carbón. España tiene problemas con el gas, porque su principal proveedora, Argelia, ha rehusado renovar el contrato de suministro –que venció en octubre– por el gasoducto que atraviesa Marruecos, a causa de su conflicto con este país. El gas llegará por otras vías, pero los acuerdos negociados en condiciones de urgencia y precios altos son más gravosos.

Las renovables no bastan

Pero hay también factores que no son episódicos. Uno que ha empezado a ser objeto de discusión es el mercado eléctrico “marginalista” que rige en la UE. La subasta diaria entre productores y compradores fija el precio de cada hora por el de la última fuente de energía que hace su oferta. Primero entra la nuclear, luego la solar y la eólica, y lo que falta para satisfacer la demanda total se va cubriendo con las otras fuentes. Las últimas son las centrales de combustibles fósiles y las hidráulicas, que pueden regular fácilmente su producción; con ellas se casa la oferta y la demanda, y el precio que alcanzan es el que se pagará por toda la electricidad, cualquiera que sea su origen.

Es claro que de esa forma, cuando el gas está caro, las renovables reciben un premio y la factura de la luz se encarece de forma desproporcionada en países menos dependientes del gas, como España, Portugal, Francia o Italia. Por eso el gobierno español, apoyado por el francés, pidió el mes pasado a la Comisión Europea (CE) acogerse a una suspensión temporal del sistema en circunstancias excepcionales como las de ahora. Quiere que el precio dependa también del coste de producción de cada fuente.

La propuesta no parece que vaya a prosperar. Para los países del norte no tiene interés. Además, la CE es muy contraria por razones de principio. Como ha replicado la comisaria de Energía, Kadri Simson, cambiar el sistema actual estorbaría la transición energética. El mercado marginalista la estimula, al favorecer la viabilidad de las fuentes renovables –que de otro modo no se sostendrían económicamente–, y garantiza el suministro.

En efecto, aparte de las perturbaciones en el mercado del gas, sufrimos una subida de la electricidad porque las energías verdes no son capaces de satisfacer toda la demanda y su producción es intermitente y estacional. Y eso no es un problema coyuntural, sino de la misma transición energética. En España, las fuentes renovables aportan la mitad de la generación eléctrica en los días buenos de viento y sol; la mayor parte del tiempo se quedan bastante por debajo. El progresivo abandono de la energía atómica dificulta adicionalmente prescindir de los combustibles fósiles; por eso, aunque pocos son partidarios de construir nuevas centrales nucleares –por la enorme inversión inicial y el coste de gestionar los residuos–, son más quienes proponen prolongar la vida de las existentes, para apoyar la transición energética.

Sumado todo, estamos muy lejos de las emisiones netas nulas, y no por el actual episodio del gas. Los combustibles fósiles siguen aportando el 83% de la energía primaria que necesita el mundo. La descarbonización exige grandes inversiones en fuentes de energía renovables; pero hasta que se consume, habrá que invertir también en las otras a fin de evitar desajustes que propician crisis.

Billones de dólares

Entonces, ¿cuánto costará la transición energética? En realidad, nadie lo sabe a ciencia cierta. La estimación oficial para la Energiewende alemana es de “al menos” 160.000 millones de euros en el quinquenio 2013-2017; y si para el gasto realizado no hay cifras exactas, menos se puede esperarlas para el gasto futuro. (Un dato cierto es que en 2020, el precio de la electricidad en Alemania fue un 40% más alto que la media de la UE.)

Un cálculo autorizado es el publicado en octubre por la Agencia Internacional de la Energía (AIE): para alcanzar cero emisiones netas en 2050, entre 2026 y 2030 el mundo tendría que invertir 4 billones de dólares anuales en energías limpias, eficiencia energética y captura de carbono. Con ese dinero se podrían encargar todos los años 300 portaaviones último modelo, como el norteamericano USS Ford.

Sin embargo, puesta en el contexto adecuado, esa cantidad “no es tanto dinero”, dice Brian Moynihan, presidente ejecutivo del Bank of America (su análisis viene recogido por Greg Ip en The Wall Street Journal, 4-11-2021). Equivale más o menos a entre el 2% y el 3% del PIB mundial. Y si se descuenta lo que ya se invierte y lo que se dejará de invertir en combustibles fósiles, el dinero nuevo se reduce a la mitad. Estados y empresas ya invierten por todos los conceptos el equivalente del 17% del PIB mundial, de modo que el 1-2% adicional no supone un aumento tan gigantesco como a simple vista parece.

Además, señala Moynihan, ese 1-2% del PIB no es gasto, sino inversión. Dará beneficios a las entidades financieras y a la economía en general. Si se logra la descarbonización, cree Moynihan, a mitad de siglo el gasto total en energía habrá bajado un 2% y el de cada hogar será unos mil dólares anuales menos (en los países desarrollados).

Si se logra… Pues esa feliz previsión supone que alcancen la madurez tecnologías que ahora están en pañales, como la captura de carbón o la producción y el empleo seguro de hidrógeno como combustible. De ahí que Bjørn Lomborg, conocido como el “ecologista escéptico”, presidente del Consenso de Copenhague, ponga la prioridad en la investigación para lograr inventos que solucionen el problema. Porque ni bastan las subvenciones a las actuales energías verdes (195.000 millones de dólares anuales), ni los países en desarrollo pueden retrasar su crecimiento económico y la lucha contra la pobreza renunciando a las fuentes de energía más económicas y disponibles.

“Si el mundo consiguiera –dice Lomborg en Le Monde (7-11-2021)– una energía verde menos cara que la de los combustibles fósiles, el problema del cambio climático quedaría resuelto”. En cambio, “mientras la reducción de emisiones sea gravosa, los dirigentes mundiales hablarán mucho pero harán poco”. Dos botones de muestra: la revuelta de los “chalecos amarillos” en Francia cuando el gobierno quiso aumentar los impuestos a los carburantes para estimular la reducción de emisiones (ver El Sónar, 12-12-2018); las protestas en Ecuador cuando se intentó suprimir las subvenciones a la gasolina (ver Aceprensa, 15-10-2019). En los dos casos, las autoridades tuvieron que renunciar a sus planes.

El Consenso de Copenhague estima que haría falta aumentar el gasto destinado a I+D en energía en la suma relativamente modesta de 70.000 millones de dólares anuales. Claro que eso, además de una estimación, es inevitablemente una esperanza: los frutos de la investigación no son previsibles.

Los necesarios estímulos

Para que las energías limpias sean económicamente factibles, es necesario que se cumpla una condición más. Frente al carbón, el petróleo o el gas, que tienen una demanda y una rentabilidad consolidadas, tras muchos años –hasta más de un siglo– de inversiones en eficiencia y en redes de distribución, las renovables no pueden rivalizar por sí solas. Necesitan un estímulo, y de hecho lo reciben mediante subvenciones, cuotas de uso obligatorias o, como propone Lomborg, incentivos a la innovación.

“Si el mundo consiguiera una energía verde menos cara que la de los combustibles fósiles, el problema del cambio climático quedaría resuelto” (Bjørn Lomborg)

Moynihan pone el ejemplo del carburante sostenible para aviones (conocido por las iniciales de su nombre inglés: SAF). Hecho a partir de residuos vegetales, despide mucho menos CO2 que el queroseno. Pero hoy por hoy, es el triple de caro, por lo que la demanda es diminuta, lo que a su vez frena las inversiones, lo que a su vez impide que aumente la demanda. Así no es posible que se creen economías de escala, y el SAF entretanto seguirá sin ser competitivo. El remedio, señala Moynihan, es un incentivo que obligue a las compañías aéreas a usar un porcentaje de SAF, primero pequeño, luego mayor. La demanda artificialmente creada atraerá inversiones, que bajarán los costos, lo que estimulará la demanda: de esa forma, el SAF podrá ir sustituyendo poco a poco al queroseno, y al final no harán falta “empujones”.

O eso se espera. Ahora bien, hasta que una nueva fuente o tecnología energética alcance la rentabilidad suficiente para sostenerse sola, los estímulos constituyen una sobrecarga importante para los presupuestos públicos y privados. La generalización del SAF sería a la postre un buen avance. Pero las emisiones de la aviación son solo el 2% del total. Más importante –y más factible– sería reducir, incluso a cero, las del transporte por carretera, que representan el 12%. Y en este caso ya se vislumbra que la transición saldría realmente cara.

Inconvenientes del coche eléctrico

Noruega, país ecologista como pocos –aunque, paradójicamente, su riqueza venga principalmente del petróleo–, aprobó generosas subvenciones a la compra de coches eléctricos, a la vez que ponía fecha final (el año 2025) a la venta de vehículos con motor de explosión. En consecuencia, la demanda creció y los costes de producción bajaron. Más de dos tercios de los nuevos vehículos adquiridos en Noruega en lo que va de año son eléctricos, un récord muy superior a la media mundial, que no llega al 5%.

Pero en marzo pasado, el Parlamento noruego decidió suspender las subvenciones, porque el éxito ecológico supone un serio problema fiscal. Desde 2013, la recaudación por impuestos a la gasolina y al gasóleo ha bajado un 40%. Es imperiosa la necesidad de sustituirlos por otros que graven el uso del automóvil: peajes en las ciudades y las carreteras más usadas, o una tasa general por la distancia recorrida según la hora del día (lo que exigiría que el fisco tuviera registrados mediante GPS todos los movimientos de los conductores, cosa que suscita dudas por motivos de privacidad).

El caso noruego es una advertencia a países como los de la UE o el Reino Unido, que planean prohibir los vehículos alimentados con combustibles fósiles en la siguiente década. Los británicos ya han hecho las cuentas: la recaudación perdida será de unos 40.000 millones de libras (47.500 millones de euros) al año.

Evitar un estallido social

A los posibles apuros fiscales se suma el impacto en los costes de las empresas y, en último término, en los bolsillos de los ciudadanos. La CE prevé crear un fondo social para proteger a la población más vulnerable del encarecimiento de bienes y servicios que traerá la transición energética, pues de otro modo es de temer un estallido social. Es una de las medidas previstas en el paquete legislativo “Fit for 55” que presentó en julio pasado.

La meta es la fijada en el “Pacto Verde” elaborado hace dos años: que las emisiones netas en 2030 sean un 55% menos que las de 1990. No será fácil, pues hasta ahora, la UE lleva menos de la mitad de la reducción deseada: el 24%.

Para lograrlo, la CE propone medios que repercutirán claramente en las economías domésticas. Uno es el establecimiento de un mercado de emisiones específico para el trasporte por carretera y para las calefacciones de edificios. Los proveedores tendrían que comprar cuotas de carbono y pasar el gasto extra a los usuarios y consumidores. También el gobierno británico, en su plan de descarbonización publicado en octubre pasado, quiere que las viviendas reemplacen las calderas de gas o fuel por bombas de calor, eléctricas o geotérmicas, más eficientes y no contaminantes. Habrá ayudas –aún por concretar–, pero el cambio costará dinero a los particulares.

Primero, vencer la pobreza

Nada de eso obliga a descartar la transición energética. Sus costes son, en principio, temporales: serán compensados en el futuro con una energía más barata, y se amortizarán las enormes inversiones que requiere; mientras que no hacerla amenaza causar pérdidas mucho mayores por los trastornos climáticos. Pero al principio, advierte por ejemplo en un informe el banco de inversiones Natixis, es previsible que se mantenga el encarecimiento de la energía y que se contraiga el PIB por el retroceso de los sectores dependientes de combustibles fósiles. Las inversiones verdes alternativas tendrían que suplir los empleos perdidos.

La UE prevé crear un fondo social para proteger a la población más vulnerable del encarecimiento de bienes y servicios que traerá la transición energética

Ahora bien, estamos hablando principalmente de los países desarrollados. Pero del dinero que requiere la transición energética, según la AIE, el 70% se necesita en los países en desarrollo. ¿Es razonable pretender que se vuelvan ecológicos antes de ser desarrollados? Para ellos, el coste de la transición es mucho mayor: en términos absolutos, porque les falta mucho más camino por recorrer; en términos relativos, porque les supone una parte más grande de sus recursos. Su prioridad es lograr el desarrollo para vencer la pobreza, lo que apenas es posible sin energía contaminante pero barata en países donde la electricidad aún no llega a toda la población (ver El Sónar, 17-11-2021). De modo que el esfuerzo necesario para financiar la transición en ellos sería colosal y tendría que venir en gran parte de los sectores público y privado de los países desarrollados.

Por ejemplo, el Banco Asiático de Desarrollo estudia un posible “mecanismo de transición energética” para sustituir las centrales de carbón, todavía muy numerosas en el continente, por otras de fuentes renovables. Eso exige financiación externa, pues los países en desarrollo no pueden permitirse el lujo de cambiar sus centrales contaminantes antes de que lleguen al final de su vida útil.

El mundo rico, por su parte, ha de ser consciente de que la transición energética saldrá cara, y no solo a los erarios públicos o a las empresas. Estamos acostumbrados a que los activistas del clima protesten ruidosamente ante los dirigentes del G20 y ante las multinacionales. Se acerca el momento de experimentar que el gran ideal de “salvar el planeta” tiene para todos costes personales.

Un comentario

  1. Creo que la energía nuclear es el remedio a corto y medio plazo. Es la energía mas verde y barata, y la que crearía muchísimos puestos de trabajo si se hacen nuevas centrales o se rejuvenecen las existentes. EL ejemplo a seguir es Francia. EL problema de los residuos tendrá solución en cuanto la energía de fusión (ITER) este en marcha. Los residuos ocupan un lugar muy pequeño, y representan un problema ecológico menor que el de los residuos orgánicos, por ejemplo

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