“Compórtese usted cívicamente”. ¿Quién se opondría, de entrada, a este mandato? Solo los ácratas o los cínicos, podríamos pensar. Sin embargo, la práctica del civismo no es tan fácil como pueda parecer. Para empezar, porque se trata de una tarea a la vez personal y comunitaria, cuya práctica se ve dificultada –en los dos ámbitos– por arraigadas corrientes culturales y sociales.
En primer lugar, conviene aclarar que el sentido más profundo del término civismo va mucho más allá de los buenos modales; según el diccionario de la Real Academia Española, el civismo exige un verdadero “celo por las instituciones e intereses de la patria”. Pero, claro, para que esta actitud sea exigible es necesario, o al menos muy conveniente, un determinado contexto social (político, económico, mediático) que no depende del individuo, y una base de creencias (por ejemplo, qué es el bien común y en qué medida obliga al individuo) que no están exentas de matices.
Por eso, se puede decir que la práctica del civismo no es solo una cuestión de virtudes personales. Las condiciones “ambientales” y los marcos de ideas que configuran una sociedad pueden facilitar o dificultar mucho la tarea.
El “perfecto ciudadano” y sus enemigos
Si tuviéramos que definir al ciudadano modelo, diríamos que ha de ser una persona preocupada por los asuntos políticos y sociales (es decir, lo contrario de un idiota, como llamaban los griegos a quien no participaba o se desentendía de las cuestiones públicas), con una visión altruista de la vida (no un egoísta), amable en sus formas (no crispado ni burdo), con juicio crítico y cultura suficiente para poder formarse sus propias y razonadas opiniones (no un simple), y al mismo tiempo abierta a modificarlas en el diálogo con las propuestas de los demás (no un fanático).
¿Y cuáles son los enemigos de este “perfecto ciudadano”? Muchos, realmente. Se podrían dividir en tres bloques: los que tienen que ver principalmente con la mala educación –en el sentido de falta de virtudes– del individuo particular; los que derivan del clima social y mediático (factores que muchas veces influyen decisivamente en las conductas incívicas personales), y los que proceden de un ambiente político viciado.
El incívico maleducado
Conductas prototípicas del primer grupo podrían ser, por ejemplo, las de personas que ensucian desconsideradamente el espacio público, contravienen o dificultan las disposiciones de las autoridades legítimas, o no guardan las normas mínimas del buen gusto en el trato social. La falta de virtudes individuales explica, en buena parte, estos comportamientos.
La descortesía, la polarización ideológica y la distracción frívola, amplificadas en el mundo virtual, dificultan el comportamiento cívico
Pero también es cierto que ciertas dinámicas sociales no ayudan. En particular, algunas relacionadas con el ecosistema digital en el que, según explicaba un artículo publicado el año pasado en The Atlantic, vivimos “inmersos”.
Para la autora, Megan Garber, los medios de comunicación, y especialmente las redes sociales, generan usos cada vez más inmersivos: más que productos que se consumen, se convierten para muchas personas en lugares donde “se vive”, que aíslan de la realidad y la suplantan, hasta borrar las fronteras entre ambos mundos. Así, dos características frecuentes en estos entornos digitales, la primacía del entretenimiento y la despersonalización del otro (convertido en mero objeto de burla, admiración o ira), se acaban reproduciendo en la vida real.
Otra forma en que las redes sociales pueden contribuir –y contribuyen, de hecho– al incivismo es el fenómeno de los troles: personas que utilizan sus perfiles para increpar a otros, habitualmente famosos, con constantes y desconsiderados ataques ad hominem. No es difícil ver la relación entre este tipo de comportamientos online y lo que se conoce como “cultura de la cancelación” en la vida real. También el llamado “discurso del odio” encuentra en las redes una tierra fértil.
Ciertamente, se podría alegar que este tipo de actitudes incívicas siempre han existido, pero también es verdad que las redes sociales les han proporcionado un altavoz, y que la “inmersividad” de la que habla Garber –favorecida por los propios algoritmos de estas empresas– dificulta a muchos usuarios percibir el daño que suponen; para ellos, para la víctima, y para el clima social en general.
El incívico atontado
El abusón, el trol, el maleducado: todos estos “personajes” son moneda corriente en las redes. Pero existen otras formas menos estruendosas y desagradables –y por ello, quizás más desapercibidas– en que los medios digitales contribuyen a barbarizar al ciudadano, es decir, a “des-civilizarlo”. Por ejemplo, distrayéndole de las cuestiones públicas por medio de una avalancha de reclamos insustanciales o frívolos.
Cuando se habla del daño que producen las pantallas, se tiende a apuntar a la polarización ideológica que resulta de las “burbujas de opinión” típicas de las redes. Pero lo cierto es que el mero atontamiento frívolo que sirven en abundancia otros medios (por ejemplo, las televisiones) es igual de nocivo: tanto daño se produce al “perfecto ciudadano” haciendo de él en un pelele frívolo sin inquietudes políticas o culturales, como convirtiéndolo en un fanático de la “guerra cultural”.
Quizás el caso más llamativo es el del grupo Mediaset, fundado por el fallecido político italiano Silvio Berlusconi a finales de los años 70, y que llegó a España a través de Telecinco en 1989; un gigante televisivo que desde el principio apostó por un tipo de entretenimiento poco sofisticado, con querencia por lo grosero o burdo.
En 2019, un estudio realizado por tres investigadores sobre la influencia de esta empresa en la sociedad italiana concluyó que los colectivos que más consumieron sus contenidos votaron en masa por el partido de Berlusconi, primero, y después por el Movimiento 5 Estrellas del cómico Beppe Grillo. Esto indicaría, según los autores, que Mediaset “ha creado un terreno fértil para el éxito de líderes con retórica populista” en Italia. El estudio también señalaba otro fenómeno elocuente: los jóvenes que crecieron viendo estos canales presentaban “un impacto negativo en sus habilidades cognitivas y bajos niveles de compromiso civil”. Sin que se haya demostrado algo similar para España, no es descabellado imaginar que los efectos producidos por programas como Sálvame, epítome de la “telebasura” en la parrilla nacional, sean muy similares.
El incívico fanatizado
Mientras que la saturación de contenidos frívolos y populistas puede afectar al compromiso cívico “por defecto” (disuadiendo de participar en la discusión pública), existe otro riesgo “por exceso” de civismo: la polarización.
Conviene decir, antes de nada, que polarización en las posturas y crispación en el tono no tienen por qué ir unidas (aunque suelen irlo), y que a veces se acusa a personas o partidos de “extremos” y de polarizadores, descalificándolos para el debate público, simplemente porque sus opiniones desafían un statu quo que ha devenido intocable. En realidad, la polarización solo es intrínsecamente dañina para el tejido civil cuando implica una enmienda a la totalidad del oponente, una oposición personal, bronca y a priori, donde lo de menos ya son los temas discutidos.
Medios de comunicación y políticos supuestamente “centristas” no han hecho mucho por evitar la polarización; más bien al contrario
Y en esto, hay que decirlo, los medios de comunicación “centristas” no se han comportado de manera muy diferente de los “extremos”, a quienes habitualmente se carga el sambenito de la polarización. Los ideales de objetividad y neutralidad en la información (que no equivalen a equidistancia) se defienden cada vez con la boca más pequeña en las grandes cabeceras; como mucho, se reivindica la transparencia (en cuanto a las fuentes de financiación, por ejemplo); pero conviene recordar que se puede ser transparente y parcial, o sesgar los contenidos sin falsificar los hechos, simplemente dando relevancia a la información que favorece una postura y escondiendo debajo de la alfombra la que la daña. Se podría debatir si la polarización de los medios únicamente responde a la de sus lectores, o es más bien al revés. Lo que está claro es que aquellos no están haciendo mucho por evitarla.
Ideales blandos, liderazgos “fuertes”
Algo similar se puede decir de los políticos, que suelen ser los principales acusados cuando se habla de polarización. La pregunta es si la están favoreciendo por un exceso de ideología o más bien por falta de convicciones sólidas.
En El retorno de los chamanes, Víctor Lapuente, politólogo, catedrático de la Universidad de Gotemburgo y columnista, apunta más bien a lo primero. Según él, existen dos formas de hacer política: la de los “chamanes”, que piensan que el suyo es el “lado bueno de la historia” y caen en el dogmatismo, y la de los “exploradores”, caracterizada por el pragmatismo. Nuestra época –se lamenta Lapuente– se distingue por un ascenso de los primeros en detrimento de los segundos.
Sin embargo, no solo es el exceso de celo ideológico lo que crea polarización. También la ausencia de convicciones fuertes (ya sea por una mentalidad relativista o como estrategia para pescar votos de distintos caladeros) puede crear “chamanes”. De hecho, en ocasiones es precisamente la vacuidad de planteamientos lo que provoca el encanallamiento de la política, hábitat natural de los líderes carismáticos: cuando no se pueden confrontar idearios –porque se ha renunciado a ellos en aras del “pragmatismo”–, la política cae en el enfrentamiento personal. Y cuando esto ocurre, la sociedad se contagia y la práctica del civismo se vuelve más difícil: ¿cómo comprometerse con la idea de bien común si se ve el mundo en clave de enfrentamiento entre “nosotros” y “ellos”?
Algunos intelectuales conservadores (no todos) piensan que la polarización no es más que el corolario lógico del liberalismo político, una teoría que por su falta de proyecto antropológico termina por atomizar la sociedad en individuos desvinculados, sin proyecto común. Una sociedad atomizada, piensan estos intelectuales, es más dependiente del Estado. Y también más proclive –podría añadirse– a las seducciones de los “hombres fuertes” que les prometen defender sus derechos frente al “enemigo”.
De vuelta a la responsabilidad personal
No obstante, al igual que al hablar de los medios de comunicación, cabe preguntarse si la polarización que se achaca a la política no puede ser, más que la causa, un reflejo de la falta de conciencia cívica de los ciudadanos; o, al menos, si la influencia no se produce en las dos direcciones.
Además de purificar el ambiente digital, mediático y político, urge recuperar el sentido ético y personal del civismo
En su último libro, Decálogo del buen ciudadano (Península, 2021), Lapuente devuelve la pelota del civismo al tejado de la responsabilidad personal. Aunque reconoce que el contexto cultural no ayuda (el autor denuncia, en concreto, el narcisismo de nuestra cultura), propone a sus lectores diez normas para recuperar el civismo. Todas tienen un indisimulado carácter ético (“practica las siete virtudes capitales”, “agradece”, “ama a un dios por encima de todas las cosas”, “busca al enemigo dentro de ti”, “ponte en la cabeza de tu adversario”), que en su fondo estoico y reacio a la autoindulgencia recuerda en algunos momentos a 12 reglas para vivir, de Jordan Peterson, aunque con mucho más énfasis en el compromiso social.
Para Lapuente, “los ciudadanos que contribuyen a la buena salud de una sociedad son aquellos que dudan sobre su bondad individual y se esfuerzan por perfeccionarse”. Esa tensión ética que caracteriza al comportamiento cívico recuerda a la definición del “noble” que daba José Ortega y Gasset en La rebelión de las masas, y que no tiene nada que ver con el poderío social o económico: “Nobleza es sinónimo de vida esforzada, puesta siempre a superarse a sí misma, a trascender de lo que es a lo que se propone como deber y exigencia”. En ambas definiciones, lo que caracteriza al ciudadano cabal es, por un lado, un ascetismo interno, y, por otro, el servicio a una causa que trasciende a uno mismo, por contraposición a la “psicología del niño mimado”, encerrado en sus propios intereses y con tendencia a la queja, tal y como Ortega identifica al “hombre-masa”. En este sentido se entiende el lamento de Lapuente de que “la derecha (se refiere al liberalismo) ha matado a Dios y la izquierda a la patria”.
¿Somos entonces cada uno de nosotros nuestro peor enemigo en el empeño por conducirnos con civismo? Cabe decir que los obstáculos externos influyen, y mucho: la falta de modales en el mundo digital, el atontamiento frívolo que sirven muchos medios de comunicación, la polarización que alientan los políticos…, todo esto dificulta la tarea; pero descargar la responsabilidad sobre los demás solo hace más fuertes las corrientes negativas, y más difícil la solución.