Una anciana se cae en casa, se golpea la columna y la ingresan en el hospital. Cuando sane, la enviarán de vuelta a su hogar; o quizás no, porque allí no hay nadie. ¿Quién le cocinará, le lavará la ropa, la aseará…? Es un caso real: se llama Genevieve y vive en Vancouver (Canadá). Los del hospital, decía ella a una cadena local, “no saben dónde van a colocarme. No quieren mantenerme aquí, pero no pueden mandarme a casa porque no puedo manejarme autónomamente”.
La situación narrada puede ser bastante más común en los países desarrollados de Occidente que en los de menos riqueza y/o trasfondo cultural diferente. R. Margolis et al. (2019) aporta algunas estadísticas de finales de la pasada década: el equipo examinó en 34 países la situación de las personas mayores de 50 años (si vivían solas o acompañadas de cónyuges o hijos), y constató “una gran variación en los niveles de soledad: de ser más del 10% (…) en Canadá, Irlanda, Países Bajos y Suiza, a estar por debajo del 2% en China y Corea del Sur”.
Pasa también unos pocos kilómetros al sur de casa de Genevieve: “Casi un millón de estadounidenses no tienen familiares cercanos que los asistan, y se espera que el número crezca”, resumía un reciente artículo del New York Times.
Según el diario, el 6,6% de los norteamericanos mayores de 55 años está en una situación como la descrita. Las que más, las mujeres mayores de 75 años (el 3% de ellas están solas; unas 370.000). Factores como la menor tendencia de los babyboomers –en comparación con sus padres– a contraer matrimonio y a tener descendencia, así como su mayor tasa de divorcio, inciden en esta soledad sobrevenida.
Quienes viven con sus cónyuges y con sus hijos suelen exhibir mayor sobrevivencia que quienes viven solos
El fenómeno, además de traducirse en aburrimiento y hastío, lo hace en que no hay nadie que les recuerde “¿ya te tomaste la pastilla?, ¿para cuándo es tu cita con el cardiólogo?”, por lo que no solo quedan más al margen de unos buenos cuidados del final de la vida –un informe danés de este mismo año documenta el problema–, sino que los ancianos solos mueren más tempranamente que los que viven acompañados.
Sobre este punto, Margolis (2020) refiere que 10 años después de una primera entrevista con una muestra de personas mayores, el grupo de aquellos que vivían con su cónyuge y sus hijos tenía un 82,4% de supervivencia; los que vivían con su pareja, pero no con hijos, un 68,4%, y los que no tenían ni lo uno ni lo otro, apenas un 60,3%.
¿Solución para quienes necesitan apoyo y no tienen familiares, o para quienes, teniéndolos, no se espera que asomen la cabeza? Acudir a los amigos, a los vecinos… A veces funciona (aunque dentro de unos límites).
Los amigos, al rescate
En su investigación “¿Alternativas al envejecimiento en solitario? La ausencia de la familia y la importancia de los amigos en Europa”, la estadounidense C. Mair cruzó estadísticas de dos sondeos realizados por instituciones europeas en 17 países del continente, y observó que los mayores de 50 años que no tenían parientes que los apoyaran contaban con una red de amigos más sólida que la de quienes sí tenían familia.
Mair, del departamento de Sociología de la Universidad de Maryland, sugiere que el debilitamiento de los lazos familiares no dejaría un vacío en el que el anciano se quedaría solo y colgado de la brocha, sino que ese repliegue motiva que se amplíen las opciones de apoyo e interacción no familiares, y que cobre fuerza el papel de los amigos.
“Los adultos mayores sin descendientes tienen más apoyo por parte de amigos y ‘familia extendida’ que aquellos que sí tienen hijos, pero estos no viven cerca”
La experta tira de varios estudios y apunta que, en algunos casos, el apoyo emocional que se recibe de los amigos puede ser más eficaz que el de los parientes para aliviar la soledad y el dolor emocional resultantes de la pérdida de la pareja. Además, refiere que en comparación con la diversidad de esta red de apoyo, factores como el nivel económico o educativo que haya alcanzado el que experimenta aislamiento tienen menos relevancia.
Según su perspectiva de análisis, tener hijos tampoco le daría automáticamente a alguien una ventaja de bienestar sobre quien no los tiene. “Los adultos mayores sin descendientes –subraya Mair– tienen más apoyo por parte de amigos y ‘familia extendida’ que aquellos que sí tienen hijos, pero no viven cerca”.
Ser náufrago, mal negocio
“¿Quién es tu hermano? Tu vecino más cercano”, suele decirse en el Caribe, donde los vecinos del anciano viudo desfilan todo el día por su casa para llevarle un postre, comentarle la actualidad, ofrecerse para hacerle la compra…
En los países del Norte –sobre todo en sus grandes centros urbanos–, la privacidad del individuo, el celo por “su” espacio, juega en otra liga. Pero la vida dicta el cambio, y empiezan los vecinos a interesar, quizás porque hay cada vez más ancianos solos y las noticias sobre los que mueren sin que nadie note su ausencia, nos pegan una bofetada moral. Solo en España, los mayores de 65 años que en 2013 no convivían con nadie eran 1,8 millones, mientras que en 2020 ya sobrepasaban los 2,1 millones (ellas, las que más: 1,5 millones; ellos, unos 620.000).
Iniciativas sociales, como la de Grandes Amigos, una ONG con presencia en Madrid, Vigo, San Sebastián y otras ciudades, así como en pequeños pueblos vascos, extremeños y cántabros, pretenden que las “islas” de adultos mayores dejen de serlo, pues ir de náufragos distanciados tiene para ellos un efecto letal física y mentalmente. Los voluntarios de Grandes Amigos van al encuentro de quienes están involuntariamente solos, para ayudarlos a restablecer sus lazos sociales y convencerlos de que son valiosos, de que le importan a alguien.
¿El mecanismo? Trabajadores sociales y centros de salud pueden detectar los casos concretos y conectarlos con la ONG (también porteros de edificios, comerciantes del barrio y, en fin, quienes tienen más roce diario con los mayores, pueden facilitar el vínculo). Según José Ángel Palacios, coordinador de Comunicación de la organización, “cuando observan que a esa persona mayor le vendría bien socializar, estar en compañía (a veces ella misma lo verbaliza), entonces se le pregunta si quiere que nos pongamos en contacto. Si es afirmativo, un profesional de nuestro equipo (hay trabajadores sociales, educadores, psicólogos) acude a verla para conocer su situación, sus necesidades afectivas, su historia de vida, sus expectativas, y con esa información buscamos a un voluntario afín y que viva cerca. Con ella va a quedar para tomar el café, para dar un paseo, para charlar…, en fin, lo que harían dos amigos, pues de eso se trata”.
“Además –prosigue–, invitamos a la persona a las actividades de apoyo y socialización que organizamos en su barrio (meriendas, encuentros vecinales, visitas culturales, talleres), de manera que al final, además de cultivar esa amistad, conocerá a más personas y vivirá experiencias estimulantes, significativas. Es un programa de acompañamiento afectivo”.
Y están, por supuesto, los vecinos. Palacios explica que una línea de acción pasa por crearle, al adulto mayor que mantiene más autonomía, una red de cuatro o cinco vecinos con los que puede quedar de manera flexible en su entorno. La intención es que salgan juntos a hacer gestiones, participen en actividades sociales o culturales, conversen por teléfono regularmente… “La idea es generar una socialización, y posteriormente vincular ese grupo a otros más”.
Cuando, tras ese compartir, el anciano vuelve a casa y cierra la puerta, puede dar otro día por realmente vivido.
“Contigo a tope… hasta aquí”
Con experiencias así, el problema de la soledad queda bastante atenuado, pero no desaparece. Persiste el límite de la intimidad, la frontera que toda persona tiene en derredor y que solo los familiares suelen traspasar para cuidar de su ser querido.
La persona sola tiene necesidades más allá de las afectivas, urgencias relacionadas con la higiene o el propio acto de preparar la ropa y vestirse. Según recuerda Margolis al New York Times, “los amigos y los vecinos pueden echarte una mano con las comidas y recogerte los medicamentos en la farmacia, pero no te van a ayudar en la ducha”.
Tampoco lo hacen los programas de socialización. Si bien es impagable el afecto y la amistad que atesora y se lleva a casa el beneficiario, no se atienden las necesidades mencionadas. Estas, nos recuerda Palacios, “las cubren las administraciones públicas o servicios privados”, aunque, por norma, el trabajador social no está 24 horas con el anciano, ni todos los mayores –o sus familiares– pueden contratar los servicios de un asistente interno.
Por supuesto, quedar para un helado, para ir al correo o para charlar se agradece. Pero si una mano está dispuesta a ayudar y mojarse a cualquier hora y en cualquier contexto, suele ser aquella que comparte la misma sangre del ayudado. Volvemos, pues, invariablemente al núcleo, a la necesidad de la familia…
Normal que, de allí donde falte, la prensa saque de vez en cuando titulares tristes.