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“Post-millennials”: claves intelectuales y éticas

publicado
DURACIÓN LECTURA: 15min.

Los jóvenes nacidos en torno al cambio de milenio, que forman la primera generación de “digitales nativos”, no son como sus predecesores. Están hiperconectados, pero solos en los momentos decisivos. Tienen ideales, pero fácilmente les paraliza el miedo a fracasar. Muestran una actitud inicial de sospecha, pero están abiertos a quienes les inspiran confianza. Son más receptivos a las experiencias que a los argumentos. Son la Generación Z.

El término millennial se usa para referirse al modo de pensar y comportarse de las nuevas generaciones. Habitualmente se considera millennials a los menores de cuarenta años. En realidad, siguiendo la clasificación del Pew Research Center, lo correcto es restringir el término a quienes tienen entre 23 y 38 años. Por su parte, los nacidos a partir de 1996 pertenecen a una generación distinta, para la que hay varios nombres: “post-millennials”, “iGeneration” o “generación Z”. Aunque comparten numerosos rasgos con quienes les preceden, poseen también algunos aspectos diferenciales.

La experiencia de lo bello en el arte, la naturaleza y –sobre todo– en la vida de las personas, ofrece motivos de esperanza

Un estudio riguroso es el de Jean M. Twenge, iGen: Why Today’s Super-Connected Kids Are Growing Up Less Rebellious, More Tolerant, Less Happy. La autora explica que la tendencia a la rebeldía ante lo establecido y el deseo de autonomía frente a la familia y la sociedad, característicos de la juventud en los últimos cincuenta años, está cambiando. Ahora se valora también la protección y seguridad que proporciona el hogar; se interactúa con el mundo a través del smartphone desde la propia habitación; y las redes sociales han transformado radicalmente las relaciones personales. Algunos estudios que tienen en cuenta el contexto español son el de Guido Stein, Líderes y “millennials”, y el de Núria Villalonga e Iñaki Ortega, Generación Z.

Los análisis generacionales explican cómo los aspectos estructurales (de tipo económico, tecnológico y social) influyen en el desarrollo vital de las personas configurando su modo de ver el mundo. Teniendo en cuenta esos aspectos, este artículo propone algunas reflexiones antropológicas y éticas, que habitualmente no aparecen en ese tipo de trabajos.

Libertad y sospecha como actitud

Actualmente, libertad e igualdad son los dos principios básicos y comúnmente aceptados de la vida de las personas y las sociedades en Occidente. Por la libertad, cada uno puede elegir su camino en la vida, tal y como aseguran los derechos fundamentales. Por la igualdad, se considera que todas las personas tienen los mismos derechos y merecen igual trato. De estos valores se siguen algunas actitudes básicas como el respeto a los demás y el rechazo de la discriminación; o, también, la importancia de llevar una existencia “auténtica”, en la que uno sienta que es autor de su vida y dueño de sus decisiones, como bien explica Ricardo Yepes.

Sin embargo, en los últimos decenios, han ido desapareciendo los referentes o criterios admitidos por la mayoría social. Ahora cada uno debe encontrar su propio camino. Este contexto –con sus aspectos positivos– presenta varios problemas a los más jóvenes. El principal es la inseguridad a la hora de tomar decisiones vitales y establecer relaciones amorosas o de amistad. Todo joven busca modelos en los que inspirarse, pero actualmente es difícil encontrarlos, pues el tejido familiar se ha fracturado y los vínculos personales son débiles o líquidos. Cuesta encontrar en quién confiar. Por eso, en la misma persona puede convivir la ilusión propia de la juventud con una sensación de pesimismo o malestar, fruto del miedo a equivocarse o verse defraudado. En este sentido, y aunque no sea la norma, es significativo el aumento de casos de ansiedad y depresión que se ha producido en estas edades. La principal queja es que, a pesar de estar hiperconectados, en los momentos decisivos pueden llegar a sentirse solos. Con frecuencia tratan de paliar esa soledad mediante comportamientos de tipo consumista o hedonista, pero, a pesar de la momentánea satisfacción, a la larga empeoran el problema.

La gran libertad social de la que disponemos ha tenido como efecto paradójico que haya más inseguridad y desorientación. De hecho, un rasgo característico de los Z es lo que cabría llamar la “sospecha como actitud”. La falta de confianza, por un lado, y la multitud de información de la que disponen, por otro, les lleva a preguntarse “¿qué hay detrás?”. Por ejemplo, como explica Jeroen Boschma en Generación Einstein. Más listos, más rápidos y más sociables, al ver un anuncio o una serie, buscan de modo casi automático la estrategia que está utilizando para convencerles.

En general, se desconfía de lo institucional (el Estado, las empresas, la Iglesia), pero también de cuáles son las intenciones de los demás e incluso llegan a dudar de sí mismos: “¿Qué es lo que en el fondo me mueve?”. No es raro que, al preguntarles por acciones claramente positivas como el voluntariado, reconozcan haber dudado de si lo que les movía era ayudar al prójimo o simplemente quedar bien o tener la conciencia tranquila. Lo novedoso es que esta sospecha no es fruto de una sana precaución, sino que se ha convertido en algo habitual, casi instintivo. Es la actitud inicial en su relación con el mundo.

Tener capacidad crítica es muy positivo, pero también necesitamos poder confiar en los demás, precisamente para encontrar nuestro camino en la vida y recorrerlo junto a ellos. Es característico de los Z que, al ver que no se puede vivir sospechando, estén más abiertos que otras generaciones ante quien se muestre digno de su confianza. La curiosidad natural de quien comienza la vida, potenciada por las posibilidades de internet, también se manifiesta en una disposición para atender a quienes tengan algo relevante que decirles, ya sea en una clase, en YouTube o en un encuentro personal. Por así decir, es una generación que lleva las antenas desplegadas.

Experiencia más que argumentos

Una de las principales causas de la desorientación mencionada es el relativismo, es decir, la idea de que la razón no es capaz de alcanzar la verdad, especialmente en temas éticos o existenciales. Esta idea, dominante en la cultura de los últimos decenios, parece ser un requisito de cualquier sociedad democrática. Asegurar la libertad de todos sería incompatible con la existencia de una única verdad. En esto es confunde el pluralismo social con el relativismo ético.

Lo más relevante aquí es que el relativismo ha generado una visión emotivista de la moral. Emotivismo no es lo mismo que sentimentalismo. Ambos se refieren al lugar de la razón en la vida. En la persona sentimental prima lo afectivo y es voluble, pero también es empática y creativa. Por su parte, el emotivismo –presentado por Alasdair MacIntyre en Tras la virtud– es una actitud que basa las valoraciones éticas en los sentimientos, no en la razón. Al actuar, lo decisivo no serían los principios teóricos que una persona conozca, sino la reacción que experimenta ante la situación a la que se enfrenta. Y esta reacción es, por así decir, visceral, sin un respaldo racional.

En una clase de ética con los Z se pueden oír afirmaciones como: “Es verdad lo que dices, pero no estoy de acuerdo”

Si para generaciones anteriores la razón tenía un peso relevante, actualmente los argumentos racionales no son suficientes –por sí mismos– para convencer. Por ejemplo, en una clase de ética con los Z se pueden oír afirmaciones como: “Es verdad lo que dices, pero no estoy de acuerdo”. Esta expresión contradictoria muestra la tensión entre lo que la razón les dice y lo que sienten y experimentan.

Se trata de un arma de doble filo. Del lado negativo, existe el riesgo de guiar la vida por la percepción subjetiva de la realidad. Aunque parezca que esto asegura una existencia libre y auténtica, sabemos por experiencia que lo que nos hace sentir bien no siempre coincide con lo correcto, y viceversa. Del lado positivo, ese tipo de contradicciones recuerda a los educadores un principio ya enunciado por Aristóteles: la ética no puede quedarse en el nivel teórico, sino que tiene su foco en la experiencia de la vida. Propiamente, el bien se conoce haciéndolo. Seguir este principio no es solo muy recomendable en un contexto emotivista, donde la experiencia tiene más peso que la razón, sino que es una ocasión para ofrecer una educación ética más completa, que incluya la afectividad y el carácter.

En este sentido, son de interés las iniciativas del Jubilee Centre for Character & Virtues, los planteamientos de Alexandre Havard en Liderazgo virtuoso o el libro de Alfonso Aguiló Educar los sentimientos. Lo que se aprende mediante la experiencia cala en el fondo de la persona y vacuna frente a las incoherencias o fracturas vitales tan características de otras generaciones. Lo ideal sería conseguir recuperar el valor de la razón partiendo de la experiencia de la vida.

Ausencia del padre y fragilidad

La ausencia de la figura paterna ha influido claramente en los post-millennials. Con frecuencia ha sido una ausencia real, por el dramático aumento de las rupturas familiares. Pero también es relevante la crisis de identidad de la paternidad, es decir, del rol que le corresponde a esta en la familia. El padre es necesario tanto para el desarrollo de los varones como de las mujeres, por el modo en que interviene en la relación originaria que todo hijo tiene con su madre. En la figura paterna el niño encuentra –entre otros muchos aspectos– límites a sus deseos, seguridad ante los peligros y confianza en sus capacidades y aptitudes. Algunas publicaciones recientes que lo explican son De tal palo. Una mirada desde el corazón del hijo, de Javier Schlatter y Masculino. Fuerza, eros, ternura, de Mariolina Ceriotti Migliarese. Y, al margen de polémicas, el fenómeno mediático de Jordan Peterson, con sus millones de seguidores y el libro 12 reglas para vivir, parece confirmar el anhelo de muchos jóvenes por reencontrar los valores paternos.

Una consecuencia de esa ausencia sería un tipo de fragilidad característico de los Z. Fragilidad no es aquí sinónimo de debilidad de carácter, porque es compatible con ser un joven activo y con ambiciones. Se trata de una fragilidad interior que se manifiesta, por ejemplo, en grandes frustraciones al no alcanzar un objetivo o al descubrir que no se está a la altura de lo que –supuestamente– los demás esperan. Es ilustrativo que algunas universidades empiecen a ofrecer cursos para aprender a “fracasar”.

Como buenos jóvenes, los Z son idealistas, pero al comprobar la distancia entre sus sueños y la realidad de su vida, en vez de tomarlo como “tengo un reto por el que luchar”, no es raro que surja un desánimo que les lleve a “tirar la toalla”. Es consecuencia de verse solos, como si no tuvieran personas en las que apoyarse.

Otra manifestación de esta peculiar fragilidad es la exigencia de ser protegidos por la familia, la institución educativa o el Estado. Aparece de modo paradigmático en los debates sobre los lugares seguros (“ safe spaces”) y la libertad de expresión en universidades de América y Europa. Lo analizan con gran tino Greg Lukianoff y Jonathan Haidt en The Coddling of the American Mind (2018). Lo novedoso es que los estudiantes exigen no sentirse “agredidos” por ideas que difieren de las propias. En vez de criticar esas ideas o discutirlas con quienes las sostienen, lo que piden es ser protegidos, prohibiendo la presencia del otro en el campus o, incluso, expurgando los programas de las asignaturas. Estas formas de fragilidad deben tenerse muy en cuenta en la tarea educativa, pero la solución no es la “hiperprotección”, pues les haría más frágiles. Lo necesario es facilitar que cada uno piense por sí mismo.

Por último, esta fragilidad aparece también en la educación ética. La moral les parece inicialmente algo incómodo, porque enseguida personalizan y les parece que se trata de juzgar a las personas. Además, el deseo de respetar a todos les hace reacios ante los conceptos de bueno y malo, que serían demasiado “duros”. En realidad, como explica Alejandro Llano en La vida lograda, hay formas de vivir mejores y peores, pero esto no implica condenar ni situarse por encima de nadie. Es necesario recordar que la vida es dinámica y que la persona nunca queda atrapada en sus actos. Incluso una acción claramente mala (como el odio o la traición) no nos determina. Siempre se puede rectificar y aprender. Hoy más que nunca la enseñanza moral debe subrayar la esperanza.

Es lógico que los Z sintonicen fácilmente con personas que encarnen el “rol paterno”: un familiar, un profesor o profesora, un sacerdote. En ellos, o ellas, encuentran respuesta a las carencias mencionadas. Lo que no se puede es presuponer, ni mucho menos exigir, el reconocimiento de algún tipo de autoridad especial por la edad, experiencia o posición. La autoridad y la confianza es preciso ganárselas en cada caso.

Cultivar el mundo interior

Desde el libro de Nicholas Carr, Superficiales. Qué está haciendo internet con nuestras mentes, es un tópico hablar de la superficialidad de las nuevas generaciones. Su causa sería la falta de atención que fomenta internet con sus saltos de clic en clic; así como la atrofia, por la inmediatez de nuestras reacciones, de la capacidad de reflexión. Pero, al igual que sucedía con la fragilidad, esta superficialidad tiene un sentido específico. No significa que los Z sean más veleidosos o caprichosos que otras generaciones, sino que tienden a simplificar la realidad usando categorías dicotómicas como correcto-incorrecto, tolerante-dogmático o guay-aburrido. Les cuesta ver la complejidad y los matices de la vida. Por ejemplo, una conversación con ellos sobre cine o literatura puede acabar rápido, una vez que se ha aclarado quiénes eran el bueno y el malo y dónde estaba la moraleja.

Este tipo de superficialidad lo han descrito tanto David Brooks como William Deresiewicz en sus artículos “The organization kid” y “Solitude and Leadership”. El ritmo frenético de una vida volcada hacia lo exterior hace que la soledad o el silencio resulten incómodos, porque la persona se descubre bastante vacía por dentro, sin mucho que hacer, salvo aburrirse. Es preciso cultivar el mundo interior poblando la imaginación con las grandes historias, creaciones e ideas de la humanidad. En ese terreno fértil podrán germinar convicciones profundas que permitan no estar a merced de las modas, la opinión de demás y el propio estado de ánimo. O, como explica Deresiewicz, dirigirse hacia un liderazgo auténtico, muy distinto de ser simplemente el primero –el más listo, el triunfador o el más popular– del rebaño.

Ósmosis cultural

El panorama expuesto es algo sombrío. A la vez, cualquiera relacionado con los jóvenes sabe que presentarles las causas de su modo de pensar –siempre que no se haga con afán moralista o condenatorio– tiene un efecto liberador. Les ayuda a adquirir ese “hábito de la distancia” del que habla Víctor Pérez-Díaz. Decía Chesterton que lo que está mal en el mundo es precisamente que no sabe que está mal. En el fondo, señalar las sombras de nuestra cultura permite ver mejor sus muchas luces.

Al ver que no se puede vivir sospechando, los Z están más abiertos que otras generaciones ante quien se muestre digno de su confianza

En la educación se podría decir que la nuestra es la hora de la belleza. Aunque sea en clave religiosa, el obispo Robert Barron propone en Encender fuego en la tierra ideas que son generalizables. En el crecimiento personal, para llegar a la verdad (la doctrina) y el bien (la moral), actualmente el camino más directo es la belleza (la experiencia de lo noble y sublime). En efecto, la experiencia de lo bello en el arte, la naturaleza y –sobre todo– en la vida de las personas, ofrece motivos de esperanza. Por ejemplo, en un ambiente hipersexualizado como el que vivimos, la experiencia de lo bello ayuda a redescubrir la nobleza del amor romántico.

La esperanza es el valor más necesario, porque proporciona sustento al caminante, marca el norte donde hay desorientación y transforma la sospecha en confianza. Solo si tenemos esperanza sabremos en qué vale la pena emplear la libertad. En la película Boyhood, donde se sigue la evolución de un chico desde los 6 a los 18 años, se puede ver mucho de lo aquí explicado, especialmente la necesidad de encontrar fuentes de esperanza.

Los rasgos antropológicos y éticos mencionados son culturales y, por tanto, se adquieren por ósmosis, al nacer en una época determinada. Si hubiera que buscar responsables, estarían en las generaciones anteriores, concretamente en los padres de los Z, de los que aquí no se hablado. Pero no se trata de juzgar a nadie, y menos aún a una generación entera. Cada época tiene sus aspectos negativos y positivos. A pesar de las carencias, nuestras sociedades claramente han mejorado en numerosos aspectos. En educación, la cultura es el punto de partida. No se puede esperar a que la cultura cambie para ayudar a madurar a los jóvenes. Como explica Charo Sádaba, experta en nativos digitales, lo necesario es sintonizar con su manera de pensar y sentir para poder dialogar con ellos.


José María Torralba es Director del Instituto Core Curriculum de la Universidad de Navarra

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