“Te doy gracias, mujer”

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Se cumplen ahora 25 años, por una parte de la carta que Juan Pablo II escribió a las mujeres del mundo entero el 29 de junio de 1995, y por otra, de la IV Conferencia sobre la Mujer en Pekín en septiembre siguiente, que marcó un importante giro en las políticas mundiales sobre la mujer, cuyas consecuencias siguen hoy en día más vivas que nunca. El Papa Juan Pablo II quiso adelantarse a ese evento escribiendo aquella carta, en la que, una vez más, reflejó el insustituible papel de la mujer en el mundo y la grandeza de su identidad.

Juan Pablo II fue un apasionado del amor humano, su delicada sensibilidad y su profundo amor a Dios le llevaron a entender como pocos la condición antropológica, espiritual y sexuada del hombre y de la mujer, creados a imagen de Dios, y llamados a ser en el mundo reflejo del profundo y tierno amor de Cristo por su Iglesia. Ya desde su juventud, como sacerdote, mostró especial dedicación a los jóvenes, con quienes realizó una amplia catequesis, atendiendo a esos anhelos de “aprender a amar bien” que todos ellos llevaban en el corazón y que le confiaban. Fruto de esas conversaciones con los jóvenes, escribió meditaciones y tratados recogidos en volúmenes como Amor y responsabilidad, El don del amor, Amor es nombre de persona, Hombre y mujer los creó, etc.

Como indicaba recientemente el Papa emérito Benedicto XVI, con motivo del centenario del nacimiento de Juan Pablo II, el prodigioso alcance de la mirada del Papa polaco hacia lo humano y lo divino no se debía únicamente a un sesudo estudio de manuales o tratados. Desde su juventud, en los años previos al estallido de la Segunda Guerra Mundial, hasta el final de sus días, “estudia con libros, pero experimenta y sufre las cuestiones que están detrás del material impreso”. De su cercanía con el sufrimiento humano, que vivió en carne propia bajo la tiranía nazi primero y la comunista después, de su cercanía con las personas y los problemas de su tiempo, y de su cercanía al amor de Dios, emana la vigorosa fuerza que transmiten sus palabras. Y de ahí también proviene la mirada con la que desentrañó, como ningún otro antes en la Iglesia católica, ni probablemente fuera de ella, la dignidad de la mujer, o como a él le gustaba decir. el particular genio femenino.

Un gran respeto por la mujer

Como él mismo reconocía, en su libro Cruzando el umbral de la esperanza, todo lo que escribió sobre la mujer “lo llevaba en mí desde muy joven, en cierto sentido desde la infancia. Quizá influyó en mi también el ambiente de la época en la que fui educado, que estaba caracterizado por un gran respeto y consideración por la mujer, especialmente por la mujer-madre”. Este respeto permaneció en él hasta el final de sus días. La carta a las mujeres del año 1995 es un claro testimonio de ello en un momento de gran cambio y de transformaciones mundiales, en las que el Papa supo avistar la gran relevancia que el papel de la mujer iba a tener en la construcción de las sociedades del siglo XXI, tanto en su faceta maternal, como profesional y constructora del tercer milenio.

Juan Pablo II agradeció a las mujeres el cuidado de la humanidad y su aportación a través de distintos ámbitos como la familia y el trabajo

Si en su Carta apostólica Mulieris dignitatem (1988) ya había defendido el insustituible papel de la mujer y su dignidad propia e inalienable, en la carta de 1995 Juan Pablo II se dirigió a las mujeres del mundo entero y lo hizo en primer lugar dando las gracias: “Te doy gracias mujer, ¡por el hecho mismo de ser mujer!”, y agradeciendo tantos siglos de entrega silenciosa a la humanidad, entrega que constituye la “linfa vital de las generaciones que se han sucedido hasta nosotros”, al haberse encargado ellas del cuidado de la humanidad, aportando “con la intuición propia de tu femineidad” el cuidado del otro, enriqueciendo “la comprensión del mundo” e iluminando con ello “la plena verdad de las relaciones humanas”.

Pero no olvidaba el Papa la gran carga que también ha soportado y aún sigue soportando la mujer en tantas partes del mundo. La carga de la discriminación y del abuso, la falta de respeto a su dignidad como igual al hombre. Juan Pablo II condenó esos abusos, junto con la violencia sexual, que señalaba “no sólo se dan en zonas de guerra o de barbarie. También en situaciones de paz y bienestar, viciadas a menudo por una cultura de permisivismo hedonístico, en que prosperan también mas fácilmente las tendencias del machismo agresivo”.

El genio femenino

El Papa clamó por el pleno reconocimiento de esta dignidad, agradeció los esfuerzos que se estaban haciendo en tantas partes del mundo, pero advertía de la necesidad de restaurar o reflexionar sobre la femineidad o el particular “genio de la mujer”, recordando que el servicio expresa la auténtica grandeza del ser humano, servicio que debe ser una tarea compartida por hombres y mujeres. Por ello, Juan Pablo II animaba a que en la Conferencia de Pekín se clarificase la verdad de la mujer y se recuperase su “genio femenino” en un momento en el que las grandes cuestiones que planteaba la llegada del nuevo siglo iban a ver comprometido su papel más que nunca, e iba a ser necesaria su presencia para “replantear los sistemas a favor de procesos de humanización” y no sobre puros criterios de eficiencia y productividad.

Por ello animaba y agradecía especialmente el talento de aquellas mujeres que habían contribuido con su trabajo profesional o con el genio de su intelectualidad y creatividad, a la transformación del mundo: “Te doy gracias, mujer-trabajadora, que participas en todos los ámbitos de la vida social, económica, cultural, artística y política”. Campos en los que su aportación en siglos anteriores muchas veces no fue reconocida: “Pienso, en particular, en las mujeres que han amado la cultura y el arte, y se han dedicado a ello partiendo con desventaja, excluidas a menudo de una educación igual, expuestas a la infravaloración, al desconocimiento e incluso al despojo de su aportación intelectual”.

El Papa animaba a seguir fomentando estas aportaciones de la mujer en el mundo, a crear proyectos de promoción para mujeres de todas razas, clases o cultura, para propiciar esa mirada femenina en tantos ámbitos de la sociedad y contribuir a la primigenia tarea que se le entregó tanto al hombre como a la mujer: cultivar y transformar el mundo a través del trabajo.

La Conferencia de Pekín supuso un hito, pues acordó un amplio programa de 38 puntos de mejora para restaurar la dignidad de la mujer, pero al mismo tiempo fue el momento en el que la perspectiva de las teorías de género se adoptó como nuevo prisma para contemplar la realidad política, económica y social de un mundo globalizado. Desde entonces ha sido este el programa que ha permanecido vigente y que se sigue revisando y reimplantando en las diversas conferencias mundiales, que trasciende a las políticas nacionales y que de manera especial ha puesto su enfoque en los nuevos derechos de género y sexualidad que han llevado a la gran crisis de identidad en la que vivimos hoy.

Mas allá de Pekín

Más que nunca son ahora actuales esas palabras de san Juan Pablo II, a quien Benedicto XVI también aclama como Magno, pues su pastoral no se limitó a encabezar el rumbo de la Iglesia, sino que también se implicó de lleno en la defensa de un mundo amenazado por las ideologías. Su actividad contribuyó a la caída de un muro, aquel que simbolizaba la dictadura comunista, pero Juan Pablo II también trató de evitar la construcción de otro: el del secularismo y el materialismo. Ideologías dañinas para los hombres y las mujeres, puesto que atentan directamente contra lo que somos, nuestra identidad y dignidad.

En este año en el que seguramente se rememore la Conferencia de Pekín, sería bueno no olvidar también ese llamado de un Papa que supo ver más allá e intuir que es necesario restaurar y restablecer la auténtica dignidad femenina, a la que nuevas ideologías destructivas amenazan, y con ella, a la humanidad entera.

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