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La muerte lenta de las penas interminables

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Contrapunto

Las llamadas a restablecer la pena de muerte suelen proceder de familiares de víctimas o de un sector de la opinión pública indignado por algún crimen horrible. Pero esta vez la petición proviene de dentro de la cárcel. Hace unos días, diez presos franceses condenados a cadena perpetua en el penal de alta seguridad de Clairvaux consiguieron enviar clandestinamente una carta en la que decían: «Nosotros, los sepultados en vida a perpetuidad del centro penitenciario más seguro de Francia pedimos el restablecimiento efectivo de la pena de muerte para nosotros». Es el grito de unos hombres sin esperanza: «Desde el momento en que se nos condena a una perpetuidad real, sin ninguna perspectiva efectiva de liberación (…), preferimos acabar de una vez por todas en vez de vernos morir a fuego lento, sin esperanza de ningún porvenir».

Quizá el móvil de los diez condenados a cadena perpetua sea más llamar la atención sobre su suerte que reclamar efectivamente la pena capital. Pero si se abre paso la idea de que ciertas situaciones hacen que la vida sea indigna de ser vivida, ¿qué oponer a su deseo de una «muerte digna»? En el fondo, lo que piden no es tanto una ejecución como un «suicidio asistido». Si un tetrapléjico como Ramón Sampedro consideraba que la muerte era preferible a una vida como la suya, ¿no puede pensar lo mismo quien ha sido condenado a estar encerrado a perpetuidad en un ambiente hostil? Si el único criterio es la autonomía individual, habría que respetar la decisión de quien prefiere expiar su pena con la muerte súbita en vez de con la muerte lenta. Y si se admite que un médico puede aplicar la eutanasia «por piedad» a petición del enfermo, habría que conceder lo mismo al verdugo cuando lo pide el reo.

Puede decirse que un condenado ha perdido, por su crimen, esa capacidad de autonomía. Pero al negarle ese deseo estamos reconociendo que la cadena perpetua puede ser más dura que la pena capital.

En Francia la pena de muerte fue abolida en 1981 y ahora Chirac quiere que quede prohibida en la Constitución. En cambio, las penas de prisión de larga duración, entre ellas la de cadena perpetua, se han multiplicado: entre 2001 y 2005 el número de condenados a penas de 20 a 30 años ha pasado de 915 a 1.384; y el número de presos condenados a cadena perpetua, que en los años setenta eran una media de 237, ha pasado a 538 en 2005.

Ese medio millar de condenados tienen pocas esperanzas de obtener la libertad condicional algún día. La duración del «periodo de seguridad» (tiempo mínimo que el condenado debe pasar en prisión) es de 18 años en caso de reclusión a perpetuidad, pero el tribunal puede elevarlo a 22 años si se trata de un reincidente, o incluso a 30 años para los crímenes más graves contra menores.

Endurecimiento de las penas

En contra de lo que a veces se cree, las penas se han endurecido y se cumplen en su mayor parte. En Francia, la proporción del tiempo pasado en prisión se mantiene estable y como media se eleva a dos tercios de la pena. Además, la reducción del número de concesiones de libertad condicional ha aumentado la desesperanza de los condenados a largas penas. En octubre del año pasado, salió de prisión el preso más antiguo de Francia, Lucien Léger, después de pasar en la cárcel ¡41 años! Tenía 68, había sido condenado a cadena perpetua por el asesinato de un niño de 11 años, y había pedido la libertad condicional 14 veces.

Lo llamativo es que sociedades que rechazan de plazo la pena de muerte como un atentado a la dignidad humana admitan sin pestañear las penas de larga duración, incluida la cadena perpetua. En este aspecto, las penas se están endureciendo cada vez más en bastantes países, bajo el clamor de la opinión pública.

Algunos botones de muestra, aparte de Francia. En EE.UU. varios estados han adoptado la cadena perpetua para los que cometan un tercer delito grave, y la ley anti-crimen aprobada en 1994 estableció condenas mínimas sin reducción o sustitución posible. En Suiza, en 2004, se aprobó en referéndum, contra el consejo del gobierno, una iniciativa popular que establece la reclusión de por vida de los delincuentes sexuales o violentos considerados «muy peligrosos e incorregibles» tras dos exámenes psiquiátricos independientes y concordantes. En España, el gobierno de Aznar, en su lucha contra ETA, proponía en 2003 elevar de 30 a 40 años la pena máxima para los terroristas.

El fenómeno es tan generalizado que el Consejo de Europa vio necesario en 2003 pedir a los países miembros más generosidad en la concesión de la libertad condicional. «La legislación -recomendaba el Consejo- debería prever la posibilidad de que todos los condenados, incluidos los condenados a cadena perpetua, puedan beneficiarse de la libertad condicional».

Según los datos entonces aportados, el recurso a la libertad condicional disminuía en Europa, si bien había grandes diferencias entre países: desde un mínimo del 9% de las salidas de prisión en Francia hasta un 30% en Alemania e incluso un 100% en los países nórdicos, donde se concede de oficio a todos los detenidos.

Para disminuir el riesgo de reincidencia, la recomendación del Consejo sugería imponer a los beneficiarios de la libertad condicional «la reparación del daño causado a las víctimas, el compromiso de someterse a una terapia, la obligación de trabajar, la prohibición de residir en ciertos lugares».

Es indudable que quien ha sido condenado a reclusión perpetua lo ha sido por cometer crímenes horribles. Pero lo mismo sucede con los condenados a pena de muerte. Lo que hay que plantearse es si se trata de una pena «inhumana y degradante». ¿Puede vivir un ser humano sin la esperanza de recuperar la libertad algún día? ¿No es contradictoria esta pena con el principio de reinserción? Una pena de 30 años en vez de 20, ¿disuade más la criminalidad, añade algo a las posibilidades de corrección del condenado o solo satisface el afán de castigar al máximo?

Ahora que la pena de muerte se bate en retirada, ha llegado también el momento de plantearse si la muerte lenta de la reclusión a perpetuidad tiene sentido.

Ignacio Aréchaga

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