Comparados con las generaciones anteriores, los jóvenes occidentales se muestran más pesimistas respecto a su propio futuro y al de la sociedad. A esta situación cooperan diversos factores externos: las perspectivas económicas, un cierto clima alarmista en los medios o la influencia de ciertas ideologías; pero también una cultura popular juvenil que diluye los cimientos necesarios para construir un proyecto de vida esperanzador.
Diagnosticar el estado anímico de un sector de la población no resulta una tarea sencilla: la misma naturaleza (psíquica) del asunto complica el objetivo de encontrar datos que sean a la vez significativos y fiables.
La empresa resulta aún más difícil cuando el grupo social analizado son los jóvenes, porque se trata de un periodo en el que la personalidad y el conocimiento propio están en fase de desarrollo. Por otro lado, cabe la posibilidad de que lo que se transmite sobre ellos en los medios de comunicación sea más bien una proyección de las preocupaciones y “tics” ideológicos de los adultos que una radiografía real, pero que esos estereotipos acaben permeando e influyendo la visión que los jóvenes tienen de sí mismos, de manera que no resulte sencillo separar qué percepción es original y cuál viene de “segunda mano”.
Precariedad y alarmismo
No obstante, algunos datos señalan un empeoramiento claro de la salud mental de los jóvenes. Por ejemplo, aunque el número de muertes por suicidio no ha aumentado mucho durante la pandemia, sí lo han hecho las conductas suicidas; algo que ya había ocurrido en anteriores crisis. El coronavirus sí se ha dejado notar bruscamente en el crecimiento de cuadros depresivos o de ansiedad entre menores (especialmente entre chicas adolescentes). Pero la tendencia ascendente venía de antes. Según un estudio publicado en 2011, desde los años 40 del siglo pasado cada generación ha mostrado una mayor prevalencia de los casos leves y moderados que la anterior, con una aceleración mayor a principios de este siglo. También se percibe una curva paulatina, aunque con pico en la pandemia, en lo que se refiere a la subida de las autolesiones: de 1.300 en el año 2000, a algo más de 4.000 en 2020.
Más allá de estas situaciones extremas, se ha convertido en común señalar que la actual generación de jóvenes se caracteriza por un pesimismo generalizado: muestran menor confianza en su futuro profesional a corto y largo plazo; son más escépticos respecto a las instituciones políticas y religiosas; tienden a ver el mundo como un lugar injusto e inseguro en mayor proporción que las generaciones anteriores.
Los jóvenes se enfrentan a un futuro laboral incierto, pero su pesimismo tiene también una raíz cultural
¿Están justificadas tales actitudes? El debate sobre si los jóvenes de hoy en día viven peor que la generación de sus padres cuando tenían su edad –o sobre si el futuro que les espera es más o menos halagüeño– admite respuestas contrarias, dependiendo de qué factores se tomen como medida.
Ciertamente, las perspectivas laborales parecen, como mínimo, más inciertas. Además, también es un hecho que, en los países más desarrollados, el porcentaje de la riqueza total que está en manos de los menores de 35 años es menor del que era hace dos décadas (aunque es verdad que representan un menor porcentaje de la población). En gran medida, esto se debe a que la proporción de ellos con vivienda en propiedad ha descendido claramente, lo que, a su vez, es consecuencia de la mayor precariedad de sus trabajos.
Un mal de países ricos
Por otro lado, en muchos medios de comunicación occidentales se ha instalado un tono alarmista respecto a algunos problemas políticos, climáticos y sociales que no tienen solución a corto plazo, y que frecuentemente se abordan de forma partidista y maniquea. Esto supone un problema porque lo que algunos llaman “impotencia política” deriva fácilmente en polarización, siendo los jóvenes un grupo especialmente sensible a ello.
Que el pesimismo juvenil tiene un componente cultural parece demostrarlo una encuesta realizada por Unicef y publicada el año pasado, según la cual mientras los jóvenes occidentales miran al futuro con una mezcla de desesperanza, resentimiento y miedo, la juventud de los países en desarrollo se muestra optimista pese a que sus condiciones materiales son objetivamente menos halagüeñas. Comentando este informe, Ignacio Aréchaga señalaba en su blog El Sónar que esta diferencia puede deberse, en primer lugar, a que unos y otros comparan su situación –y calculan sus esperanzas– en relación con la generación de sus padres, y mientras los jóvenes de países pobres tienen motivos para sentirse ganadores, en Occidente ocurre lo contrario.
Pero no es solo eso. Los encuestados del primer mundo también se mostraban mucho menos de acuerdo que sus coetáneos africanos o asiáticos con la idea de que “el poder para cambiar cualquier situación depende de nosotros: trabajo duro, constancia y disciplina”. Es decir, que más allá de los avances o retrocesos objetivos respecto a sus padres, entre muchos jóvenes de países ricos se ha extendido una sensación de impotencia; una impotencia que de vez en cuando puede derivar en una indignación “creativa”, pero que más frecuentemente cristaliza en una apatía paralizante o, peor aún, en un cinismo corrosivo.
Enfermedad neoliberal o woke
En este sentido, tiene interés el análisis que el año pasado hacía Yazid Arteta en El Comején, un medio de tendencia izquierdista dedicado especialmente a la actualidad latinoamericana y española. Comparando las movilizaciones civiles en Colombia con los botellones de muchos jóvenes en Europa tras el confinamiento, decía: “El ciclo de rebeldía juvenil se agotó en Europa. […] Las protestas juveniles en Madrid, Londres, Berlín, Barcelona o Ámsterdam son contra el cierre de los bares y las playas. […] Viene un ciclo hedonista para Europa”.
La cultura que consumen los jóvenes influye más en su estilo de vida que los planteamientos ideológicos
Según Arteta, esta especie de pérdida de vitalidad entre los jóvenes resulta del triunfo del neoliberalismo (la etiqueta que, para gran parte de la izquierda actual, sirve como explicación de todos los males de la sociedad). Sin embargo, desde la derecha se postulan hipótesis contrarias para el mismo fenómeno: sería el victimismo resultante de la política identitaria lo que ha creado una juventud frágil, quejumbrosa y sobreprotegida por sus padres, que además anda desnortada en cuanto a los valores por culpa de una posmodernidad relativista.
Ambos análisis seguramente tengan razón en parte, pero ninguno explica por sí solo la actitud de tantos jóvenes, acomodados en una cierta desesperanza “light”. Da la impresión de que son otros referentes, menos ambiciosos en el plano teórico y más vinculados al entretenimiento, los que configuran en la práctica su estilo de vida. Hablo de una cultura juvenil de masas que frecuentemente combina la proclama moralizante respecto a unas pocas causas (cambio climático, libertad sexual, racismo) con un trasfondo general de relativismo, frivolidad y hedonismo; un “cóctel” que, pese a su aparente ligereza, deja un regusto amargo e incapacita para la búsqueda de sentido, que es, en última instancia, la base necesaria para construir un proyecto de vida ilusionante y optimista.
Del tabú al cinismo
Por ejemplo, resulta interesante echar un vistazo a algunas de las series o canciones más populares entre la juventud. En cuanto a lo primero, encontramos producciones como Élite, Gossip Girl o Sex Education que, bajo la premisa de “transgredir” los tabús sexuales, terminan por ofrecer una imagen banalizada –y poco realista– de la sexualidad juvenil. Por otro lado, series con intenciones más profundas, como Por trece razones o Euphoria se presentan como un intento de visibilizar el problema silenciado de los trastornos mentales en los jóvenes, pero no está claro si su efecto neto es positivo –en el sentido de diagnosticar un mal “silenciado”– o si más bien contribuyen a crear una hipersensibilidad ante situaciones comunes, patologizándolas en exceso, incluso a veces “glamourizándolas”.
En cuanto al humor, series como La que se avecina o Padre de familia transmiten una visión de la vida y de las relaciones personales como mínimo superficial, y frecuentemente cínica y corrosiva. Se podría objetar que la comedia suele moverse en estos terrenos, pero no siempre lo ha hecho en el mismo grado, y sin mezcla de otros valores más positivos; algo que sí ocurre, por ejemplo, con Los Simpson, por comparar con otro clásico del humor.
En el mundo de la música encontramos un panorama parecido. Aunque el pop, con mensajes tradicionalmente más “suaves”, sigue siendo muy consumido por los jóvenes, cada vez se ha vuelto más explícito por influencia de los dos géneros que actualmente copan las listas de canciones más escuchadas por este sector de la población: el trap y el rap, estilos que se suelen calificar de “callejeros” y que han llegado a rivalizar en éxito con el mismísimo reguetón.
El rap lleva décadas siendo la música popular por excelencia en Estados Unidos, pero más recientemente su auge se ha replicado en otros muchos países. Tradicionalmente este género se caracterizó por transmitir un mensaje reivindicativo, de fuerte carga social, expresado de forma a veces cruda y explícita. Sin embargo, con la llegada del llamado “gangsta rap”, los temas predominantes pasaron a ser la pura lucha de egos entre raperos –a veces, con amenazas directas–, la celebración del éxito personal –con frecuencia, al margen de la ley– , el lujo o el “dominio” del macho alfa sobre las mujeres (a las que se llama con frecuencia bitches, un término que las raperas también han asumido). En definitiva, cada vez menos reivindicación social y más vanidad y nihilismo.
¿Espejo o altavoz?
Por buscar puntos positivos, es cierto que algunos problemas sociales de actualidad, como el racismo o la –mala– salud mental de los jóvenes, han encontrado en el rap un cauce de expresión. No obstante, como decíamos al referirnos a la serie Euphoria, hay quien opina que las letras, de hecho, empeoran estas situaciones al glamourizarlas. Además, que el mismo autor que en una canción se lamenta de sus “demonios interiores” por culpa de las drogas alardee, en la siguiente, de la última fiesta con cocaína, no ayuda a tomar en serio el problema.
La música que triunfa entre los jóvenes se caracteriza por unos mensajes frívolos y frecuentemente soeces
Lo mismo, o peor, puede decirse del trap. El término proviene de las traphouses, las casas de trapicheo de droga típicas de algunas zonas deprimidas de Estados Unidos, particularmente Atlanta. Aunque también se caracteriza por unos determinados sonidos y ritmos (abundancia de autotune, sintetizadores y un uso singular de la percusión), los “traperos” suelen definirlo como el reflejo musical de un estilo de vida, el de los traficantes orgullosos de su dinero y de las ropas caras y mujeres que consiguen con él. De hecho, para algunos analistas, aunque el trap nace como respuesta a la crisis capitalista, de hecho supone la sublimación del ethos ultraliberal, más pernicioso en la medida en que se infiltra en la juventud camuflado de entretenimiento insustancial.
Basta con echar un vistazo a las letras de los cantantes más populares para darse cuenta de que el tono burdo, banal –y venal– y la glorificación del sexo, el consumo de drogas y la violencia van un nivel más allá. Y ni siquiera hay rastro del ingenio que sí se encuentra (aunque cada vez menos) en el rap, o de la actitud alegre –aunque frecuentemente sexualizada, machista y consumista– del reguetón.
Victimismo, frivolidad, ostentación, pornificación de las relaciones, violencia. Todos estos ingredientes, y en dosis no pequeñas, son consumidas frecuentemente por un gran número de jóvenes a través del cine y la música; y aunque quizás no califiquen estos productos como sus referentes culturales, lo cierto es que, como mínimo, dejan una densa niebla de fondo en la que resulta más difícil orientarse.
Felicidad líquida en tiempos de pantallas
Es cierto que, según la mayoría de encuestas, la familia sigue siendo para los jóvenes el principal referente vital. Pero la crianza moderna de los hijos, junto con algunos avances (más cercanía y escucha), acarrea sus propios problemas. Si en generaciones anteriores las expectativas de los padres hacia sus hijos jóvenes eran claras –encontrar un buen trabajo, casarse, formar una familia– ahora es más frecuente escuchar eso de que “solo quieren que sean felices”. Esto, que por un lado está más acorde con la realización de cualquier persona como ser humano, resulta también más difícil de definir para un joven, sobre todo si no se le explica cuáles pueden ser los caminos hacia esa felicidad.
Por otro lado, no se puede minusvalorar el efecto de la hiperconexión digital de los jóvenes, y en concreto el abuso de las redes sociales, que muchos expertos asocian a una mayor sensación de soledad y de “competitividad social”, especialmente en los adolescentes. En un artículo publicado en The New Yorker a raíz del debate por el efecto de Instagram en la autopercepción de chicos y chicas, Cal Newport se sorprendía de que todas las culpas se descargaran sobre Facebook, cuando la realidad es que nosotros hemos soslayado deliberadamente la cuestión de si, para empezar, los adolescentes deberían utilizar estas plataformas.
Newport preguntaba a varios expertos. Jonathan Haidt, famoso psicólogo norteamericano, distinguía entre las apps de comunicación directa (Face Up, Snapchat, Zoom) y las que solo pretenden que peguemos nuestros ojos a las pantallas, especialmente TikTok e Instagram, las más nocivas. En cambio, Laurence Steinberg, también psicóloga, opinaba que aún no había evidencia suficiente para imputar daños psíquicos al uso de estas plataformas, y que lo que se ha publicado –por ejemplo, un estudio de Amy Orben– no ve una relación evidente (aunque el propio Haidt señaló que cuando los datos de ese estudio se restringen al tiempo pasado en redes sociales, y no en general delante de una pantalla, sí que aparece una influencia negativa).
Pero más allá del aval científico, la experiencia cotidiana inclina, como mínimo, a extremar la prudencia en este punto. Así lo recomiendan también muchos orientadores escolares, que tratan directamente con escolares cada día.
Con todo, la toxicidad de las redes es solo un ingrediente más de un cóctel en el que, como hemos visto, abundan otros frutos amargos: unas perspectivas económicas inciertas, el tono alarmista de muchos medios, la influencia de una cultura juvenil muy poco edificante y la redefinición de la vida familiar. No es de extrañar que la juventud del primer mundo esté pasando por una crisis anímica. En realidad, lo peor sería que ni siquiera se quejara, porque eso significaría que el narcótico de la frivolidad o del cinismo han ganado la batalla.
2 Comentarios
Excelente artículo. Ayuda mucho a entender nuestra realidad actual.
Muchas gracias, Alfredo. Me alegro de que te haya gustado.