Auge y crisis del ideal meritocrático

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Meritocracia

Las sociedades modernas acabaron con los privilegios estamentales y establecieron el talento como criterio de reconocimiento social. Hoy, sin embargo, se cuestiona que el modelo meritocrático contribuya a la movilidad entre clases y a la igualdad de los ciudadanos.

Para quienes se lamentan de las consecuencias deparadas por la meritocracia, se ha hecho realidad la distopía descrita en 1958 por Michael Young, que tuvo la inspiración de acuñar el término con el fin de describir un mundo en el que las castas habían desaparecido, y los lazos familiares o el patronazgo habían sido sustituidos por el talento, como criterio de promoción social o económica.

Young era sociólogo y con independencia de que su manuscrito fuera rechazado por varias editoriales, se decidió por el género de la novela para subrayar las diferencias sociales a las que daba lugar un orden basado en el nivel de inteligencia o la capacidad de los individuos. Quería revelar así que la meritocracia era un ideal al menos cuestionable, pues quienes no fueran competentes acabarían siendo postergados, discriminados, privados incluso de sus derechos y condenados de por vida, finalmente, a la pobreza y la exclusión.

La meseta igualitaria

Sin negarle habilidad para el pronóstico, lo cierto es que ni Young fue un arúspice ni la meritocracia algo tan moderno. Platón ya había hablado de una comunidad basada en la competencia innata, inflexible, pero al menos sabia. Y desde entonces, el tema está sobre la mesa.

El debate sobre la viabilidad y las ventajas de un sistema social erigido sobre la capacidad de cada ciudadano se ha de situar, además, en un contexto más amplio de discusión: el que versa sobre la igualdad. Y, a decir verdad, tampoco la inquietud por esta última tiene nada de reciente, ni ha irrumpido con la última crisis, como parece sugerir Thomas Piketty.

En realidad, la última filosofía política se ha movido en lo que Will Kymlicka ha llamado la “meseta igualitaria”, de modo que, con independencia de la postura que cada pensador adopte, ni siquiera en las décadas más recientes se ha dejado de reflexionar sobre el problema de la distribución social de las cargas y los privilegios. Basta consultar el considerado texto fundacional de la reflexión política contemporánea, Teoría de la Justicia de John Rawls, del que acabamos de conmemorar el centenario, para comprobarlo.

El debate sobre el sistema meritocrático se ha de situar en el contexto más amplio de la igualdad

¿Por qué, entonces, este repentino interés que se ha despertado hoy por subrayar una y otra vez las deficiencias del modelo meritocrático? Lo que ha sucedido es que algunos se han propuesto combatirlo para aprovechar la irresistible ola de reprobación y crítica hacia algo tan voluble como impreciso que denominan “neoliberalismo”, abriendo un frente más, el del reconocimiento social del talento, en la querella interminable entre izquierda y derecha.

Críticas y réplicas

Aquí van algunos títulos críticos sobre la meritocracia: Success and Luck (2016), de Robert H. Frank; Meritocracy Trap (2019), de Daniel Markovits, y La tiranía del mérito, de Michael Sandel. Y solo citamos los más relevantes. Todos ellos coinciden en condenar la meritocracia, entendiendo que la igualdad formal es insuficiente y, precisamente, poco igualitaria.

Hace apenas unos meses, esta corriente poco favorable al modelo del mérito ha recibido su contestación por parte de Adrian Wooldridge, antiguo director del semanario The Economist, en The Aristocracy of Talent, un libro que, sin hacer caso omiso de la crítica, defiende el sistema justamente por el avance que supone respecto de otras formas de organización social.

En efecto, desde un punto de vista moral, ¿no es más justa la concepción aspiracional, es decir, distribuir los roles sociales en función de la preparación, la inteligencia o las competencias de cada quien? No, piensan algunos, porque hacerlo podría tener efectos desastrosos para nuestra vida en común.

La meritocracia, un mito

Como explica Frank, profesor de economía en la Universidad de Cornell (EE.UU.), quienes abogan por la meritocracia no tienen en cuenta, por ejemplo, el papel desempeñado por la suerte. A su juicio, suponer que es el mérito –y solo el mérito– lo que determina en las sociedades no basadas en jerarquías anquilosadas el lugar que cada uno ocupa en la estructura social es, sencillamente, un mito, una leyenda urbana. En primer lugar, porque el talento está mal repartido y no se sabe muy bien la razón por la que se sale agraciado en la lotería de las capacidades naturales. Y, segundo, porque la experiencia nos demuestra que en la vida no siempre se recompensa a quien lo merece.

El análisis de Sandel es más profundo y más matizado, porque este pensador siempre ha navegado entre dos aguas. Así, en su momento criticó el liberalismo, pero no del todo. Ahora tampoco osa a poner en entredicho el juego del talento en su conjunto, sino que, al tiempo que rastrea los orígenes filosóficos y teológicos de la meritocracia –sin mucho rigor, todo hay que decirlo–, se limita a señalar las sombras que enturbian su paisaje. En su opinión, no cabría poner ningún reparo al sistema siempre y cuando todos disfrutáramos de las mismas oportunidades. Pero no es el caso. Apunta que la insistencia en el talento ha hecho crecer la brecha entre quienes están en la cúspide de la pirámide social y quienes se encuentran en la base.

Lo que inquieta a Sandel es que cada vez sea mayor el número de personas que se están quedando atrás, excluidas del sueño americano. Lo cual, además de generar resentimiento, ha ayudado a que fermentara el populismo, cuyas fórmulas explotan el odio hacia las élites –económicas, políticas o culturales– y emponzoñan la discusión pública. Nada de ello es bueno.

La casta del mérito

Estos críticos reiteran que la meritocracia no ha favorecido la movilidad social, a pesar de que se pensaba que era el instrumento más eficaz para hacerlo. Como comenta el famoso profesor de Harvard, sus efectos han sido justamente los contrarios, ya que, paradójicamente, ha servido para afianzar a perpetuidad a las nuevas élites. Es decir, el resultado ha sido la formación de una casta, un fenómeno no exclusivo de la clase política.

Así, los padres transmiten a sus hijos su posición social en una dinámica que recuerda a las sociedades antiguas, a pesar de que sabemos que, a diferencia de los títulos nobiliarios o la sangre azul, ni la inteligencia ni la excelencia moral se heredan. La meritocracia, pues, tiene también sus estirpes.

Para Sandel, la insistencia en el talento ha hecho crecer la brecha entre quienes están en la cúspide de la pirámide social y quienes están en la base

Ha sido esta consecuencia no deseada lo que ha llevado a Daniel Markovits, que enseña Derecho en Harvard, a realizar una contundente y radical crítica a la quimera del talento. Explica que el principal problema de la meritocracia no son los efectos contraproducentes del modelo. Es el sistema en sí lo palpablemente injusto. No se puede paliar ni atajar el aumento de la desigualdad, el estancamiento de la movilidad social o la animadversión entre los que pierden y los que ganan, porque no son “meros fallos” atribuibles al mal funcionamiento de la meritocracia, sino frutos ineludibles de su propia esencia.

Si la meritocracia es contraria a la igualdad es porque, desgraciadamente, el talento no se encuentra repartido de un modo equitativo. Y provoca lo que Markovits ha llamado “la bola de nieve de la desigualdad”, un ciclo que se retroalimenta, ya que quienes acceden a la élite monopolizan los recursos e impiden que otros, igual de valiosos o preparados, puedan escalar socialmente o mejorar su posición económica.

La revolución meritocrática

Que la meritocracia sea uno de los principales asuntos que separan a progresistas y conservadores no debe llevarnos a olvidar que quien primero defendió el sistema fue la izquierda ilustrada (ver segundo artículo de la serie). Así lo explica Adrian Wooldridge en esa suerte de pliego de descargo que ha publicado recientemente con la finalidad de defender el papel del mérito y su contribución en el avance de la igualdad.

En efecto, a diferencia de lo que ocurría con la aristocracia de sangre, la evaluación del talento sirvió para erradicar la sociedad estamental, abriendo los cargos públicos y la riqueza a cualquier persona, con independencia de los lazos familiares o su origen. A medida que avanzaba la sociedad del conocimiento, la inteligencia se convirtió en el principal recurso económico del ciudadano.

Wooldridge, que considera la meritocracia una herencia ilustrada y revolucionaria, traza su historia, explicando cómo se fraguó, la manera en que quedó reflejada en el sistema educativo chino o terminó encarnándose en la burocracia estatal moderna, basada en los principios de mérito y capacidad, entre otras cosas.

Los beneficios de la meritocracia

Si, para quienes la critican, la meritocracia constituye el epítome de los males de la sociedad actual, la interpretación de Wooldridge es precisamente la contraria, pues, de un modo u otro, atribuye los avances de los últimos siglos al paso de sociedades rígidas y cerradas a flexibles y abiertas, en las que el privilegio no se hereda, sino que se conquista.

“La idea meritocrática –escribe–creó el mundo moderno, contribuyó a eliminar las barreras contra la competencia basadas en la raza o el sexo, mejoró la igualdad de oportunidades haciendo posible trasladarse desde puestos más bajos a la cima de la sociedad y estimuló cambios inteligentes y enérgicos en instituciones anquilosadas”.

El nuevo ideal social unido al mérito y la capacidad, explica el exdirector de The Economist, ha inspirado reformas como la educación para todos, el sufragio universal tanto activo como pasivo, la remoción de barreras para el acceso al ejército o las grandes empresas, la apertura de la universidad a los miembros de cualquier clase social y un largo etcétera de avances que hoy resultan incuestionables.

La otra cara de la meritocracia

A pesar de que parece que Wooldridge se obsesiona e idealiza el modelo del talento, hasta el punto de interpretar el Estado del bienestar como la fase final de su realización definitiva, no duda, de forma similar a Sandel, en señalar sus deficiencias.

Reconoce, pues, que se han producido discriminaciones a la hora de ponderar la capacidad de determinados grupos, hasta el punto de que las mujeres o las personas de color no han tenido las mismas oportunidades que otros. Tampoco obvia la miopía antropológica que supone comprender al hombre en función de su cociente intelectual o su curriculum vitae. Y, en efecto, las élites de la inteligencia se anquilosan y perpetúan, dando lugar a nuevos y más hirientes nepotismos y exclusiones.

La evaluación del talento sirvió, según Wooldridge, para abrir los cargos públicos y la riqueza a cualquier persona

Ahora bien, todos estos fenómenos no son secuelas perversas de la meritocracia, sino efectos provocados por el olvido de sus valores inspiradores. Por ello, en opinión de Wooldridge, la crisis actual y la preocupación por la igualdad social no se ataja con menos meritocracia, sino con más. Lo que se requiere, a su juicio, es profundizar en ella, repensar su dinámica y moralizar su modo de funcionamiento.

Y ofrece algunas pistas para hacerlo. En primer lugar, apuesta por la inclusión, señalando la necesidad de contrarrestar la deriva estamental de las nuevas élites. Debemos, además, modificar nuestra forma de entender y estimar el mérito, incluyendo criterios más amplios que la inteligencia, el cálculo o la eficacia; en este sentido, la pandemia ha puesto de manifiesto la valía de quienes se dedican al cuidado de las personas, por ejemplo.

Es menester, por último, prestar mayor atención a la diversidad profesional, ponderando la contribución de todos los ciudadanos para el buen funcionamiento de la sociedad. Además, quienes poseen talento deberían reflexionar más sobre sus deberes, en lugar de exigir privilegios. Tal vez así desaparecerían los tintes distópicos del infierno imaginado por Young y la meritocracia sería, de nuevo, el camino más rápido para avanzar hacia una sociedad más igualitaria y más justa.

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