Después de una larga carrera como articulista en Le Monde, el ensayista francés Christian Salmon publicó en 2008 Storytelling. La máquina de fabricar historias y formatear las mentes, un título que, muy a pesar del propio Salmon –que criticaba con fuerza el exceso de relato especialmente en la política– terminó siendo una obra de referencia para todos aquellos que querían aprovechar la narrativa para “vender” ideas, productos o candidatos.
Tres años después, y con el fin de contrarrestar este efecto de manual de storytelling, Salmon publicaba La estrategia de Sherezade donde volvía a alertar del peligro de una política llena de retórica y vacía de contenido. Ahora, con La era del enfrentamiento, cierra su trilogía anunciando, precisamente, el fin de los relatos.
¿Qué ha pasado? Según Salmon, el auge de las redes sociales ha terminado arrastrando los relatos al enfrentamiento. La narrativa exige una continuidad, un tiempo, una lógica y una coherencia que es absolutamente contraria a la dinámica de las redes y a su afán por viralizar sus contenidos. Si el objetivo de los storytellers era captar la atención a través de las historias, hoy se capta a través de la trasgresión, del ruido, del conflicto. ¿El resultado? Un absoluto descrédito para la política, que se mueve a golpe de titulares y escándalos y totalmente de espaldas a la verdad.
Es imposible no identificar muchos de los aspectos que describe Salmon, con un lenguaje denso y erudito y unas referencias llenas de interés. En este sentido, hay capítulos muy sugerentes y que denotan una gran capacidad de observación, como el dedicado a Macron. El valor del texto está en algunos de estos chispazos, comparaciones e intuiciones.

Pese a ello, el ensayo tiene un serio problema. Uno que “apuntaba maneras” en los anteriores, pero que aquí se muestra en toda su radicalidad: su absoluto partidismo a la hora de ilustrar algunas de sus afirmaciones. Salmon, que no puede disimular su desconcierto ante la elección de Trump, culpa a este político y a sus asesores de casi todos los males que afligen a la política actual. Como si el propio Trump no fuera un populista que ha heredado maneras de otros precedentes, situados muchas veces en el extremo opuesto al suyo. O como si los electores de Trump surgieran de la nada y no fueran también, a su vez, consumidores de relatos.
Sin ningún tipo de empacho, Salmon etiqueta a los buenos –Varoufakis– y a los malos. Y aunque unos y otros utilicen armas similares, en un caso a Salmon le parece bien y en otro mal. Y para demostrarlo, tampoco tiene reparos en retorcer los argumentos para que sirvan a su tesis. Este etiquetado, la mayoría de las veces más visceral que racional, hace perder valor a un ensayo del que –algunos al menos– esperábamos más.