García Márquez menos el mito

Llama la atención la lluvia de comentarios encomiásticos y superlativos que se ha producido a la muerte de Gabriel García Márquez.

Dos motivos principales pueden explicar la magnitud y la coincidencia del homenaje. Primero, el que para los medios los contenidos culturales son acreedores de cierto prestigio; no viene mal, al lado de las cansinas noticias políticas de siempre, un toque de aprecio por el arte, la invención y la creatividad. Segundo, esto es un caso más de la alimentación de un mito, aceptado por millones de personas que quizá saben muy poco de Gabo. (Lo de Gabo también ayuda, la familiaridad, como si se le conociese de toda la vida).

García Márquez ha caído bien o mal, según donde caía, por su ideología de izquierda, aunque de una izquierda muy genérica. No es justo. Siempre es posible separar al autor de sus obras y de su ideología. Fascista fue considerado quizá uno de los mejores poetas del siglo XX, Ezra Pound. Comunista era Pablo Neruda y eso no impidió que hiciera gran poesía (aunque en cosas como la Oda a Stalin no se pueda decir lo mismo, no porque fuera a Stalin, sino porque es mala). García Márquez tuvo la habilidad de mantener su fe en un dictador desprestigiado (Fidel Castro) y, a la vez, promocionarse con facilidad en los países capitalistas.

No está entre los escritores en los que se advierte un pensamiento de fondo, una concepción del hombre, un motivo denso

Cultivó el mito que en torno a él construían una notable colección de papanatas. Mereció el Nobel que le dieron en 1982, pero después de él el Premio fue a escritores de igual o de más talla: tres en castellano, Cela, Octavio Paz y Vargas Llosa. Y gente tan valiosa como el alemán Günter Grass, el sudafricano Coetzee o el turco Pamuk. Aunque, para ser justo, hay que añadir que García Márquez es mejor escritor que otros muchos que han merecido el Nobel en los últimos treinta años.

El viejo realismo mágico

Parte del mito en torno a García Márquez consiste en darle como inventor del llamado “realismo mágico”, cuando, si no la fórmula, la realidad estaba en la literatura desde hacía años, sin ir más lejos, en William Faulkner, cuyo influjo García Márquez reconoció honradamente (pero era evidente). De hecho, las primeras obras de Vargas Llosa, anteriores a las de García Márquez, ya tienen mucho de ese realismo transformado. Por no hablar de Juan Rulfo (Pedro Páramo y El llano en llamas son de mitad de los años cincuenta), de Alejo Carpentier, de Miguel Ángel Asturias… Incluso antes: ¿qué, si no realismo mágico, hacía Valle-Inclán? Véase, como muestra, Flor de santidad.

García Márquez es mejor escritor que otros muchos que han merecido el Nobel en los últimos treinta años

La historia de la literatura está llena de ejemplos en los que se combina un realismo con un halo de indefinición, de distintos estilos. En realidad, toda obra de arte transforma la realidad de un modo mágico. Atribuir este “invento” al siglo XX y en particular a García Márquez es una muestra de ausencia de sentido histórico, además de ignorancia. Pero es el tópico y a él se rinden incluso cabezas inteligentes.

Lo mejor y lo peor

Ahora que se puede hacer un balance de la obra de Gabo, aconsejaría empezar por una novela breve, legible y nostálgica, El coronel no tiene quien le escriba (1961); seguiría con La hojarasca (1955) y los cuentos. Después, la inevitable Cien años de soledad (1967), no siempre fácil de digerir pero, en conjunto, una obra sólida y construida con pericia. Una de esas novelas, de las que no hay muchas, en las que el autor pone en pie todo un mundo.

El otoño del patriarca (1975), una obra de estilo preciosista pero prácticamente ilegible, fue un experimento de unos años en los que estuvo de moda hacer un valor de la ininteligibiidad y de la incomunicación. De hecho el autor dio no mucho después algo completamente distinto, casi periodístico, Crónica de una muerte anunciada (1981), un relato menor, lo mismo que El amor en los tiempos del cólera (1985). Está claro que García Márquez fue perdiendo fuelle con los años, como se vio, en 2004, con Memoria de mis putas tristes, una escritura de muy baja calidad.

Contar historias

García Márquez fue un excelente contador de historias, servidas en un lenguaje casi siempre muy inventivo, con giros nuevos o al menos novedosos. Pero no solo nos gusta oír contar historias; también nos gusta ver un pensamiento de fondo, una concepción del hombre, un motivo denso. Por eso son inmortales Homero, Dante, Cervantes, Shakespeare, Goethe… O, más modernamente, Tolstói en Guerra y paz, o Dostoievski en casi toda su obra pero singularmente en Los hermanos Karamázov; o la larga evocación de Proust, o Thomas Mann en La montaña mágica

Lo que se ha llamado “realismo mágico” ya existía antes de García Márquez

García Márquez no está en ese grupo, en el que hasta ahora han entrado muy pocos. Está en el grupo de los que entretienen contando algunas historias asombrosas, que cautivan mientras duran, aunque al final dejen un no se sabe qué de inconsistencia. Esto es lo que se verá cuando el mito pierda fuerza y García Márquez esté donde le corresponde, uno más, aunque destacado, en una secuencia de excelentes escritores hispanoamericanos del siglo XX: Darío, Asturias, Rulfo, Lezama Lima, Carpentier, Borges, Cortázar, Vargas Llosa, Uslar Pietri, Fuentes, Sábato, Bioy Casares, Neruda, Paz, Vallejo, Benedetti, Nicolás Guillén, Onetti, Donoso, Bolaño…

Es un fenómeno bien conocido en marketing: ante la abundancia y variedad de la oferta, algunos de los “productos” obtienen el favor de la popularidad. Esa promoción le llegó a García Márquez más que a cualquier otro. Por méritos propios pero no mayores que los de otros muchos. Por eso extraña que en una época en la que todo o casi todo se desmitifica se haya hecho de Gabo un mito que, en realidad, no se acaba de ver bien en qué consiste.

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