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El interés de los mejores libros infantiles y juveniles del pasado

Hubo momentos en la historia de la literatura infantil y juvenil (LIJ) que podríamos llamar “la primera vez que…”. Cuando nos fijamos en ellos, vemos que la cuestión no fue que alguien tuviera una idea que nadie había tenido antes, cosa rarísima en este terreno, sino en que alguien supo hacerla más popular, o darle una forma nueva, o ponerla más al alcance de todos. Y, en ocasiones, el mérito no estuvo tanto en la idea misma como en la visión o en el empuje para conseguir implantarla, que a veces corresponde a otra persona distinta de quien la planteó.

Cada uno de esos momentos podría ilustrarse con muchos más ejemplos que los que pondré. Pero los seleccionados pueden hacer pensar, una vez más, que los libros infantiles y juveniles que han durado generaciones y han sido leídos en ambientes muy distintos, han vencido muchas modas y han probado de sobra que reflejan emociones universales. Pueden hacer pensar, también, en cuánto interés tiene saber explicar las cosas a los lectores jóvenes: no basta con animarles a leer sino que se trata de hacerles ver las razones por las que interesa tanto que conozcan, no solo los mejores libros, sino también aquellos que son los primeros.

Novelas que abren géneros

Cuando en la historia literaria hablamos de “la primera vez que” ocurrió algo, conviene caer en la cuenta de que, a veces, eso no supone la invención de nuevas historias. Así, ni Esopo y los hermanos Grimm inventaron las fábulas o los cuentos, pero con sus respectivas recopilaciones pusieron al alcance de todos la sabiduría universal que contienen y facilitaron que otros muchos siguieran después con ese tipo de trabajo. O, cuando mencionamos la colección de cuentos que publicó Charles Perrault, no pensamos tanto en la novedad de sus relatos como en que fue un autor que reconoció un mundo propio a los niños y que escribió para ellos unos relatos de calidad en los que todo sucede con sencillez.

A partir del conocimiento de los mejores libros del pasado podemos descubrir esos libros actuales que aciertan con palabras nuevas y verdaderas para renovar la LIJ y mejorar el mundo

Sin embargo, a veces las novelas que abren un género están bien definidas y tienen un nivel intelectual y literario altos y siguen interesándonos, e incluso asombrándonos. Es el caso de Frankestein (1818), de Mary Shelley, que fue la novela epistolar con la que comenzó la ciencia-ficción. Después de A book of nonsense (1845), el primero de los libros de Edward Lear con versos de humor disparatado, Lewis Carroll escribió las dos inteligentes novelas protagonizadas por Alicia (1865 y 1871). Con George MacDonald y La princesa y los trasgos (1871) empezaron las aventuras fantásticas: no es raro que fuera el libro preferido de la infancia de Chesterton, Tolkien y Lewis. Emilio y los detectives (1929), de Erich Kästner, la primera novela policiaca protagonizada por una pandilla de chicos, está sensacionalmente contada y construida.

Los libros más importantes

Luego, dentro de todos esos libros que situamos entre los primeros de un género, algunos alcanzan una categoría superior, porque son una cumbre que sigue siendo reconocida como tal con el paso de los años, y otros tienen menos nivel, pero tuvieron un impacto excepcional por distintos motivos.

La isla del tesoro (1882), de R. L. Stevenson, es la mejor novela sobre náufragos, piratas y tesoros, y la reina de las novelas juveniles. El viento en los sauces (1908), de Kenneth Grahame, es la historia que siempre hay que citar entre las que tienen animales humanizados como protagonistas. Después de El hobbit (1937) llegó El Señor de los anillos (1954), de J. R. R. Tolkien, obra que C. S. Lewis saludó diciendo que significaba la conquista de un territorio literario nuevo. Y también, a pesar de las reticencias de Tolkien hacia ellas, las siete novelas que componen las Crónicas de Narnia (1950-1956), de C. S. Lewis, son la primera gran serie de aventuras fantásticas con chicas y chicos como protagonistas, y con unos contenidos de fondo en los relatos del género que muchos imitarán luego.

Las estampas realistas pero líricamente transfiguradas que componen “Platero y yo”, tienen una prosa mágica que atrae continuamente a los mejores lectores

Alguien podría decir que algunos libros que hoy vemos como «clásicos» infantiles y juveniles no alcanzan la excelencia literaria por más que hayan perdurado. La respuesta es sencilla: tal vez definimos mal la excelencia literaria. Las razones de la duración de algunos relatos, y por tanto también su calidad, se deben muchas veces a la excelencia narrativa, como Quintin Durward (1823), entre otras narraciones de Walter Scott; o a la creación de personajes inolvidables, como el protagonista de Más allá del Viento del Norte (1868), de George MacDonald; o al eco social que alcanzaron, como tantas novelas de Dickens, etc.

Los primeros álbumes ilustrados

Si ahora nos fijamos en el mundo de los libros ilustrados, un terreno en el que se ve bien que las limitaciones técnicas del momento no fueron obstáculo para que sus autores lograran obras maestras, tres autores de referencia fueron los ingleses Walter Crane, Randolph Caldecott y Kate Greenaway. Los tres publicaron muchos libros que hoy seguimos leyendo y contemplando con gusto y admiración, y fueron innovadores por distintos motivos. Resumidamente, Crane transformó cuentos clásicos en libros ilustrados; Caldecott hizo lo mismo, con más ingenio y menos espíritu decorativo, con muchas cancioncillas populares; Greenaway firmó el primer gran abecedario en álbum, An Apple Pie (1886), y muchos otros libros. Además, es importante recordar que los tres publicaron sus obras gracias a un editor, Edmund Evans, que pilotó su trabajo y logró una calidad de impresión en color que nunca se había visto antes.

Hay que echar un vistazo a los grabados de las aventuras de Julio Verne y a las suntuosas imágenes del libro “Príncipe Valiente”, tal vez el mejor cómic de aventuras de la historia

También es necesario citar aquí que, a finales del XIX y principios del siglo XX, comenzó el cómic. Se considera uno de los pioneros del género al alemán Wilhelm Busch, autor de historietas como Max y Moritz (1865), una pareja de chicos que abrió el desfile de muchachos díscolos y traviesos que inundarán las historietas de todo el mundo: sus aventuras fueron criticadas por ser consideradas, con razón, muy poco ejemplares, pero no lo es menos el comportamiento de los adultos, tan poco interesados en los chicos, pues no muestran dolor por su triste final, como si lo importante fuesen el orden y la tranquilidad recobradas. Luego pondré otros ejemplos del mismo género.

Los álbumes más importantes

Más adelante, dentro de la historia particular de los libros ilustrados, tan marcada por los obstáculos técnicos que fueron venciéndose poco a poco, llegaron libros que se deben a grandes dibujantes y pintores, a personas que trabajaban en áreas artísticas o artesanales relacionadas con mundo gráfico, y también a los editores (normalmente editoras) que confiaron en ellos y que estaban convencidos del valor que tenía para los niños esa clase de libros.

En muchas novelas infantiles y juveniles hay personajes malvados que dan cuerpo a grandes temores y amenazas

Elijo, entre muchísimos, tres ejemplos. Buenas noches, luna (1947), de Margaret Wise Brown y Clement Hurd, fue y sigue siendo una referencia entre los libros que se suelen llamar bedtime: su éxito prolongado desde su publicación no es casual y se debe a una composición gráfica magnífica y a un texto pensado para soportar sin desgaste millones de lecturas repetidas. Con Pequeño Azul y Pequeño Amarillo (1959), Leo Lionni introdujo el arte moderno en el mundo de los álbumes: fue el primer álbum gráficamente conceptual. De Donde viven los monstruos (1963), de Maurice Sendak, se puede decir que fue el álbum ilustrado que lo cambió todo: unas ilustraciones extraordinarias, un relato medido, genialidades nunca vistas en su confección gráfica, y un contenido a la vez clásico (una nueva forma de contar la parábola del hijo pródigo), y novedoso (la primera vez que se presenta el enfado de un niño en un libro así).

Personajes característicos

También podemos fijarnos en los libros infantiles y juveniles con otra perspectiva: la de que van apareciendo en ellos personajes característicos que quedan como paradigmas. A veces esos libros son los primeros o los mejores de un género, y a veces no. El acierto en la creación de algunos héroes es tal que, de hecho, hay autores a los que recordamos por su nombre, como Dickens, y hay autores de los que recordamos su personaje, como Sherlock Holmes.

Hubo momentos en la historia de la literatura infantil y juvenil (LIJ) que podríamos llamar “la primera vez que…”. Cuando nos fijamos en ellos, vemos que la cuestión no fue que alguien tuviera una idea que nadie había tenido antes, cosa rarísima en este terreno, sino en que alguien supo hacerla más popular, o darle una forma nueva, o ponerla más al alcance de todos. Y, en ocasiones, el mérito no estuvo tanto en la idea misma como en la visión o en el empuje para conseguir implantarla, que a veces corresponde a otra persona distinta de quien la planteó.

Es verdad que para un lector joven, que no conoce ni tiene por qué conocer los precedentes, una imitación de ahora le puede atraer mucho, aparte de que pueda ser en sí misma valiosa. Pero a él, como a cualquiera, le gustará saber cuáles son los antecedentes para reconocer el mérito a quien lo tiene. Así, Heidi (1880), de la suiza Joanna Spyri, contiene los primeros modelos de huérfana encantadora y de profesora rígida, la famosa señorita Rottenmeier. James Barrie, en Peter Pan (1911), un libro más complejo de lo que muchos recuerdan, fijó el primer estereotipo literario del adulto anclado en sueños de infancia. La norteamericana Eleanor Hogman Porter dejó, en Pollyanna (1913), una heroína de optimismo incombustible.

En muchas novelas infantiles y juveniles hay personajes malvados que dan cuerpo a grandes temores y amenazas. De una novela de aventuras fascinante como Beau Geste (1924), de P. C. Wren, recordamos en especial al malvado sargento Lejaune, «el único hombre que a primera vista me ha parecido malo, completamente malo, sin una sola virtud ni buena condición, a excepción del valor», según afirma el narrador. Unos personajes secundarios que han quedado ya como un cliché muy acertado son los hombres grises que persiguen a Momo (1973), de Michael Ende.

El peso de las imágenes

Decía Stevenson, hablando de Alexandre Dumas, que sus relatos no hablaban de lo que los hombres son, sino de lo que los hombres sueñan. La gran literatura popular es un gran almacén de sueños, como puso de manifiesto Winsor McCay en una de las más grandes obras de cómic de la historia: Pequeño Nemo (1905), sin la que, por ejemplo, no se comprenden las obras de Maurice Sendak.

Hay relatos y personajes que, a veces independientemente de su mérito, se apoderan de la imaginación de un lector joven y viven en ella para siempre, con frecuencia debido a las imágenes que las acompañan. Así, vale la pena echar un vistazo a los grabados que ilustraban las aventuras de Julio Verne —el mérito de contratar, para ellas, a los grandes grabadores del momento hay que atribuírselo a su editor, Jules Hetzel—, o a las suntuosas imágenes con las que Harold Foster ilustró Príncipe Valiente (1937), tal vez el mejor cómic de aventuras de la historia y un modelo de caballerosidad que no todos sus herederos han imitado; o el desamparo y la calidez que transmite la figura con la que Antoine Saint-Exupéry dibujó El principito (1943).

En esos y en otros casos, quienes ya tenemos una edad podemos pensar que hay sueños y sueños, en las diferencias entre la capacidad de sugerencia y de avivar la imaginación de aquellas imágenes y la de muchas otras que han venido luego. También vale la pena caer en la cuenta de que nuestra capacidad de reflexión se aviva no solo por unos contenidos o diálogos de gran agudeza sino, también, por el talento de los autores y los dibujantes para reflejar preocupaciones y situaciones cotidianas. Es fácil asentir a esto, me parece, si pensamos en Charlie Brown (Charles Schulz, 1950), Mafalda (Quino, 1964), Calvin y Hobbes (Bill Watterson, 1985), o en los excelentes dibujos con los que Jean Jacques Sempé dio vida a El pequeño Nicolás (René Goscinny, 1959) y a sus amigos. Esos ejemplos también nos hacen ver la importancia de unas buenas imágenes estáticas, que propician la contemplación y la reflexión calmadas, que no imponen un camino único al lector, sino que le abren posibilidades.

Los grandes libros españoles

En las listas de los mejores libros de LIJ no suelen citarse obras españolas. Una de las razones más importantes para esto tal vez sea la incapacidad local de sacarle partido a la propia historia literaria —a diferencia de nuestros vecinos franceses, por ejemplo—, por motivos que no vienen al caso en este momento. Otra, propia de nuestra situación actual, tal vez sea la opción de no pocos educadores por seguir la línea de menor resistencia. Sea como sea, algunos libros son más que notables, y como casi nadie habla de ellos en el contexto de la LIJ vale la pena volver a recordarlos.

Frente a tantos relatos de fantasía —con frecuencia de tan baja calidad— como inundan hoy los escaparates hay que recordar que las Leyendas (1871) de Gustavo Adolfo Bécquer, un conjunto de relatos inspirados en viejas tradiciones orales —milagros, encantamientos, misterios…—, son una de las grandes obras literarias españolas del siglo XIX. Del mismo modo, las diez novelas que componen la primera serie de los Episodios Nacionales (1873-1875), de Benito Pérez Galdós, son una extraordinaria crónica de los comienzos del siglo XIX español —histórica, costumbrista, de aventuras, de aprendizaje, de amor juvenil… —, y una saga de aventuras como no hay otra, que en manos de la BBC habría dado lugar a series televisivas memorables.

Las estampas realistas, pero líricamente transfiguradas que componen Platero y yo (1914),de Juan Ramón Jiménez, y las distintas historias que componen El bosque animado (1943),de Wenceslao Fernández-Flórez, tan distintas entre sí, tienen en común una prosa mágica que atrae continuamente a los mejores lectores. Un relato como Marcelino pan y vino (1952), de José María Sánchez Silva, es un logro extraordinario en la historia de la LIJ: es un cuento perfecto, de gran calidad literaria, de una densidad filosófica y teológica fuera de lo común que logra pasar como inadvertida, sobre la necesidad que un niño tiene de su madre y sobre la victoria final del amor sobre la muerte.

Otros caminos

Finalmente, para explicar el interés de los mejores libros del pasado se puede recordar el viejo chiste del hombre que, al llegar a su casa por la noche, ve a un individuo a gatas que parece buscar algo a la luz de una farola. Cuando el primero le pregunta qué busca, el otro le responde «las llaves». El primero se agacha para buscarlas también y, después de un rato, le pregunta «¿y dónde se le cayeron?» Y cuando el otro señala con el dedo hacia un lugar distante y oscuro, y comenta «por allí», el primero pregunta: «¿Y por qué las está buscando aquí entonces?». «Porque aquí hay luz», es la respuesta. Quien es buen lector lo sabe: querer encontrar buenos libros en los escaparates se parece mucho a lo de buscar donde hay luz.

Además, solo a partir de los mejores libros del pasado es cómo podemos reconocer qué libros actuales tienen ese toque «la primera vez que» que los hará duraderos. Por ejemplo, Emigrantes (2006), de Shaun Tan, es una larga novela gráfica, sin palabras, a la que su autor dedicó muchos años de trabajo para conseguir un libro de gran poder emocional. La invención de Hugo Cabret (2007) y Maravillas (2011), de Brian Selznick, son dos novelas muy bien construidas y contadas que alternan hábilmente tramos de texto e imágenes que ocupan muchas dobles páginas. La leyenda de Sally Jones (2008), del autor sueco Jakob Wegelius, tiene todo el sabor de las grandes novelas decimonónicas de aventuras y exploradores, pero está confeccionada de modo que la función que allí cumplían las largas descripciones la cumplen aquí unas ricas ilustraciones que ocupan el fondo de cada página.

Palabras nuevas

Se podría comparar la creatividad propia de los autores de relatos para llegar a la cabeza y el corazón de los jóvenes lectores, con la de los educadores que son capaces de volver a ofrecerles los libros más valiosos de nuestra historia literaria con sentido de novedad, de forma que puedan acercarse a ellos como quien busca, encuentra y desentierra un tesoro inesperado. Y, cuando no sea fácil, el trabajo que se ha de hacer es darlos a conocer aunque solo sea como quien siembra unas semillas que, al menos en algunos casos, florecerán tiempo después.

Aquí viene a cuento recordar a la italiana Natalia Ginzburg que, hablando de un libro como Corazón (Edmundo d’Amicis, 1886), decía que, aunque se publicó en una «época en que se escribían cosas falsas sobre la honestidad, el sacrificio, el honor y el coraje», eso mismo quería decir que esos mismos sentimientos existían a un paso de distancia; y que del mismo modo hoy, «aunque la honestidad, el honor, el sacrificio, nos parecen muy lejanos de nosotros», seguimos esperando «encontrar palabras nuevas y verdaderas para las cosas que amamos». Es decir, que también es a partir del conocimiento de los mejores libros del pasado como podemos descubrir esos libros actuales que —como La lección de August (R. J. Palacio, 2012), sobre un chico con una deformidad facial que, a primera vista, provoca rechazo en los demás—, aciertan con palabras nuevas y verdaderas para renovar la LIJ y mejorar el mundo.

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