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¿Quemar libros o aprender del pasado?

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quema de libros

La “cultura de la cancelación” ha llegado a la literatura infantil y juvenil (LIJ). En distintos países se retiran libros que hasta hace poco lucían en los estantes de las bibliotecas y las escuelas, pero que ahora se consideran ofensivos para ciertas minorías. Por bienintencionada que sea, semejante purga resta oportunidades para extraer lecciones del pasado.

Recientemente se han destruido en Canadá más de 4.700 libros, incluidos ejemplares de Astérix y Tintín, porque, a juicio de los responsables, en ellos había contenidos ofensivos para los indígenas, y la medida, supuestamente, favorecería la reconciliación con esos pueblos.

Hace poco más de un año, una escuela de Barcelona retiró de su biblioteca 200 cuentos infantiles, incluidos relatos populares tradicionales, por considerarlos tóxicos debido a no estar escritos con perspectiva de género.

Estos años pasados he leído noticias diversas en la misma línea: entre muchas otras, que algunos veganos protestaron contra el poema y álbum infantil Vamos a cazar un oso, y que una universidad norteamericana prohibió Moby Dick por hablar de la caza de ballenas (y por otras cosas).

Hipersensibilidad selectiva

En la historia de la LIJ han pasado antes cosas muy parecidas.  Como se supone que los niños, en principio, no tienen sentido crítico, ni perspectiva histórica, ni capacidad analítica, ni madurez suficiente…, los adultos siempre han filtrado los libros que les dan. Como desean el mayor control social posible, los regímenes dictatoriales siempre han actuado prohibiendo un tipo de libros e imponiendo otros, pues entienden que así moldearán las mentes de las nuevas generaciones.

Pero es cierto que en estos modos de actuar hay novedades en los últimos tiempos: que instituciones pretendidamente neutrales, o que considerábamos neutrales, no actúan como tales; que abundan los funcionarios y educadores que se consideran con derecho no solo de adoctrinar a sus propios hijos, sino también a los de los demás; y, sobre todo, que la hipersensibilidad de ciertas personas y organizaciones para determinados asuntos, en los que no se tolera la libertad de opinión, no existe para otros temas en las que se reclama el derecho de cada uno a pensar y comportarse como quiera.

En relación con esta doble vara de medir, un ejemplo. En la sección de libros juveniles de una biblioteca pública veía recientemente, colocadas en un lugar destacado, unas estanterías con señales llamativas de prohibido el paso y, en ellas, libros con rótulos donde se decía que fueron censurados por algo en el pasado y donde se incitaba calurosamente al lector a que se los llevase para leerlos y así pudiese formarse su propia opinión (esto, por cierto, hace pensar en cómo las consecuencias que se derivan de proscribir o condenar libros pueden acabar siendo las contrarias de las que desean quienes lo hacen).

A diferencia de los cuentos infantiles clásicos, tantos cuentos de hoy simplemente buscan alinearse con los sentimientos imperantes en el momento

La estrategia para motivar al lector joven es eficaz, sin entrar ahora en que se ponían al mismo nivel libros de distinta calidad que, además, habían sido rechazados por razones y gentes diferentes. Sin embargo, como cualquiera sabe, ni bibliotecas como las de las noticias del principio, ni la biblioteca que menciono, pensarán nunca en azuzar la curiosidad de los lectores hacia libros calificados de ofensivos para las minorías que tienen la etiqueta de víctimas ante la opinión pública.

Por otro lado, en la LIJ hay también una larga y lógica tradición de que los desenlaces de los relatos sean esperanzadores, cosa que algunos confunden con que sean tranquilizadores a cualquier precio. Hablaba Claudio Magris, en uno de los artículos que componen Instantáneas, de “los editores que imponen –con frecuencia, parece, en Estados Unidos– un final feliz a una novela que el autor había terminado en tragedia o viceversa, según los cálculos de la audiencia del momento”. E ironizaba cuando escribía que acomodar así los libros antiguos daría “trabajo a legiones de literatos en paro” e “incluso la historia de la literatura se enriquecería con todas estas variantes”: cada libro sería personalizado y prefabricado a medida del posible lector, tendríamos una biblioteca de Babel multiplicada, “todos quedarían contentos, confirmados en sus propias expectativas y pretensiones y nunca cuestionados por sus convicciones”.

La princesa y el guisante

Resulta clarificador observar lo que pasa con una mirada un tanto humorística, y mostrar así las contradicciones internas de un mundo en el que los relatos se modifican para no herir sensibilidades. Al respecto se puede recordar que, a mediados de los años noventa del siglo pasado, poco tiempo después de que algunas palabras o expresiones habituales empezaran a ser mal vistas en EE.UU., el escritor norteamericano James Finn Garner publicó Cuentos infantiles políticamente correctos, Cuentos navideños políticamente correctos y Más cuentos infantiles políticamente correctos, recopilaciones en las que versionaba cuentos populares y fábulas y relatos tradicionales. El autor se dirigía a un lector-cómplice, conocedor de las historias previas, y lo introducía en un juego de paralelismos y contrastes, con un propósito “educativo”: entre otras cosas, afirmaba que sus cuentos querían ayudar a evitar prejuicios sexistas y a conseguir una “imaginación progresivamente justa”.

Lograba su propósito, pues algunas ridículas susceptibilidades eran reducidas al absurdo con golpes de apabullante hilaridad: El patito feo era “el patito que logró verse juzgado por sus propios méritos y no por su aspecto personal”; La bella durmiente era “la persona durmiente de belleza superior a la media” –el narrador indica que era una mujer “inteligente, compasiva y autocultivada”, pero que señalar “hasta qué punto era o no asimismo físicamente atractiva es algo que carece aquí de importancia y que dependería únicamente del modelo de belleza de cada uno”–; Rapunzel comenzaba del siguiente modo: “Érase una vez un calderero económicamente desfavorecido que vivía con su mujer. Su falta de bienestar material no debe dar a entender que el conjunto de los caldereros formen un grupo económicamente marginado, ni que, de ser así, merezcan sufrir dicha condición”, etc.

No sé si los recomendables libros de Finn Garner se podrían publicar hoy pacíficamente. Sea como sea, lo cierto es que ahora nos encontramos con que cualquiera puede declararse ofendido por el libro, e incluso por la alusión más insospechada e inocente.

Aunque se refiere a la intolerancia frente al dolor físico, lo explica bien el filósofo surcoreano Byung-Chul Han en su reciente libro La sociedad paliativa cuando apunta que “el cuento de Andersen La princesa y el guisante se puede leer como una parábola de la hipersensibilidad del sujeto de la Modernidad tardía. Un guisante bajo los colchones le causa a la futura princesa tanto dolor que se pasa una noche en vela. Las personas padecen hoy el ‘síndrome de la princesa y el guisante’. La paradoja de este síndrome de dolor consiste en que cada vez se sufre más por cada vez menos”; y, más aún, si desapareciese el doloroso guisante; entonces la gente empezaría a sentir dolores porque los colchones son blandos.

Didactismo desenfocado

Los motivos que algunos tienen para rechazar ciertos libros infantiles y juveniles están basados en deseos educativos desenfocados. Al pensar en quienes, con buena intención y no con propósitos torcidos –que es lo habitual en la LIJ–, deciden eliminar libros como los indicados al principio, ayuda tener en cuenta que una visión muy educativa puede llevar al exceso en un sentido o en otro: se quiere proteger a los niños, y se los sobreprotege intentando que no lean algunas ficciones. Y al revés también ocurre: se les quiere tratar con afecto, y se es demasiado condescendiente, dejándoles leer cualquier cosa.

Entre paréntesis, también en la LIJ una visión muy literaria puede llevar a una crítica excesiva de libros que, aunque no tengan toda la calidad posible, pueden cumplir bien su papel; o puede llevar a una contención excesiva, como a dejarlo todo en manos del lector niño, desatendiendo la evidencia de que un niño no tiene la suficiente madurez y normalmente necesita, e incluso con frecuencia pide, algunas explicaciones.

Dando por supuesto que cada situación es distinta –lo que también significa que hay que huir como de la peste del “café para todos”, o de las “prohibiciones o imposiciones para todos”–, a los adultos deseosos de ayudar a los niños hay que decirles algunas cosas. Que deben procurar no defender buenas causas –como el deseo de que un libro no haga daño– con malos argumentos –como los que da quien hace juicios equivocados del libro–. Que deben tener en cuenta que, si nadie suele ofrecer frontalmente moralejas que consideramos burdamente falsas –la superioridad de una raza, por ejemplo–, sí hay historias que pretenden obtener conclusiones de tipo general a partir de excepciones a conductas humanas universales. Que deben también considerar que una historia puede ser creíble en sí misma –un hombre blanco concreto puede ser intelectualmente superior a un negro concreto–, pero puede ser problemática para el receptor que no comprende el relato como relato y la excepción como excepción.

También puede ocurrir que los lectores adultos, aunque se confundan al juzgar los méritos de un libro, no lo hagan cuando piensan en los efectos intelectuales o emocionales que puede causar en los lectores jóvenes. En este sentido se puede afirmar que así como los cuentos verdaderamente populares –los contrastados con la experiencia de mucha gente a lo largo de los siglos– intentan decir la verdad, no se puede decir lo mismo de tantos cuentos de hoy que simplemente buscan, consciente o inconscientemente, alinearse con los sentimientos imperantes en el momento y edulcorar una realidad que a veces es amarga.

Es una comparación útil la de pensar que las ficciones son como simuladores de vuelo de los sentimientos y que, por tanto, habrá problemas en el futuro si los simuladores con los que uno practica cuando es joven son engañosos. Un ejemplo clásico: el final triste de Caperucita de Charles Perrault tiene un claro valor formativo: el autor compuso su historia como un cuento de advertencia; en cambio, el final complaciente de Caperucita de los hermanos Grimm está pensado para no dejar inquietud alguna en los lectores: encaja con la visión de mundo Disney donde todo termina felizmente gracias a un leñador que casualmente pasaba por allí.

Una recepción mediatizada

Otro de los motivos más comunes detrás de algunas prohibiciones de libros, y detrás de que tantos las secunden sin protesta, es el de que algunas personas no comprenden la ironía ni la naturaleza de la ficción y solo son capaces de leer las cosas literalmente. Esas mismas personas, lógicamente, tienen el temor a que el niño también entienda las cosas como ellos y, por ejemplo, no sepa ver las caricaturas como retratos que acentúan mucho unos rasgos característicos y ocultan otros. A veces, es cierto, la ironía puede ser excesiva e incluso dañina, pero, en la mayoría de los casos, recibirla del modo apropiado depende de la capacidad del receptor para dar a las cosas su justo peso y para conectar más o menos con un determinado tipo de humor.

“Podemos hacer pasar por el quirófano a toda la literatura del pasado para someterla a una cirugía estética, pero entonces dejará de explicarnos el mundo” (Irene Vallejo)

Lo anterior tiene que ver con las condiciones en que cada lector accede a los libros. Una es que, si es verdad que las ficciones tienen un gran poder y pueden tener un impacto grande en el lector niño, también lo es que tal impacto está mediatizado por muchas cosas, incluida su misma falta de atención. Por eso, aunque haya motivos para sentir una prevención razonable ante un relato, conviene confiar en la capacidad de discernimiento del lector niño, que muchas veces puede distinguir bien la verdad de lo que lee y puede sacar sus propias conclusiones, aparte de que llegar a la madurez siempre lleva tiempo.

Otra es que la recepción de una ficción no es solo personal, sino también colectiva: nuestras opiniones cambian o se afinan cuando las comentamos con otros, y además están condicionadas por los valores sociales del momento. Normalmente de lo que se trata es de dar al lector joven más elementos de juicio que le permitan entender mejor lo que ha leído y visto; por esto, tiene interés tanto que los educadores les ofrezcan posibilidades distintas que les abran la mente, como que conozcan personalmente los libros que leen o vean las películas que ven.

Una tercera es que las exigencias visuales y filosóficas de la época, que determinan el estilo, influyen en que aceptemos o no algo: por ejemplo, en un mundo “periodístico” como el nuestro, existe la demanda de que las cosas ocurran como si nosotros las estuviéramos presenciando. De ahí que se haya de atender –y de enseñar a prestar atención– sobre todo a que nuestras reacciones interiores de satisfacción o de rechazo no suelen estar guiadas por la razón, sino por emociones que con frecuencia no son nada consistentes y que incluso nos pueden hacer injustos.

La importancia de la literatura del pasado

Con relación al empeño por distinguir lo emotivo de lo racional, juega un papel decisivo conocer la literatura del pasado. Que haya una caída constante de la competencia lectora de los escolares es el resultado lógico de que no se hayan puesto en ellos los cimientos de la formación literaria, los que solo puede dar el conocimiento y la comprensión de los mejores libros de siglos o décadas anteriores.

Los motivos los da el filósofo francés François-Xavier Bellamy en su libro Los desheredados cuando explica que hoy muchos leen “las obras del pasado para encerrarlas en su pasado, para privarlas de esa actualidad que parecía caracterizarlas”. Al lector contemporáneo se le ha enseñado a ponerse delante de esos libros con la actitud de quien está convencido de su superioridad moral y, por tanto, prohíben a la obra “que le transmita nada” y “se prohíbe recibir nada de ella”; se le dice que se sitúe “sobre ella para poder juzgarla mejor, en vez de entrar en relación con ella para heredar lo que puede enseñarnos hoy día. Y de este modo la mata, de alguna manera; reduce a la nada, en cualquier caso, la posibilidad de su fecundidad actual, que constituía la razón de nuestro interés por ella. La transforma en fósil”.

Pero la importancia de conocer los libros del pasado tal como fueron escritos va mucho más allá de que así se aumenta la competencia lectora o el nivel cultural de nadie. Al comentar una polémica estadounidense acerca de Las aventuras de Huckleberry Finn, se pregunta Irene Vallejo en El infinito en un junco si los libros infantiles y juveniles son obras literarias complejas o manuales de conducta, y afirma: “Un Huck Finn saneado puede enseñar mucho a los jóvenes lectores pero les hurta una enseñanza esencial: que hubo un tiempo durante el cual casi todo el mundo llamaba “negratas” (nigger) a sus esclavos y que, debido a esa historia de opresión, la palabra se ha convertido en tabú. No por eliminar de los libros todo lo que nos parezca inapropiado salvaremos a los jóvenes de las malas ideas. Al contrario, los volveremos incapaces de reconocerlas”.

Y, más adelante, citando a Flannery O’Connor –“quien lee solo libros edificantes sigue un camino seguro pero sin esperanza”, “quien lee una buena novela sabe que le está pasando algo”–, apunta que “sentir cierta incomodidad es parte de la experiencia de leer un libro; hay mucha más pedagogía en la inquietud que en el alivio. Podemos hacer pasar por el quirófano a toda la literatura del pasado para someterla a una cirugía estética, pero entonces dejará de explicarnos el mundo”.

2 Comentarios

    1. Buenos días, Alberto.
      La cita completa dice: “La gente sin esperanza no sólo no escribe novelas, sino, lo que es más importante, no las lee. No examinan detenidamente nada, porque les falta el valor. El camino de la desesperación es negarse a tener cualquier tipo de experiencia, y la novela, por supuesto, es una forma de tener experiencia. La señora que sólo leía libros que la edificaran estaba siguiendo un camino seguro, pero también un camino sin esperanza. Ella nunca sabrá si se ha edificado o no. Pero si leyera alguna vez por error una buena novela, sabría muy bien que le está pasando algo”. Está en un ensayo titulado “Naturaleza y finalidad de la narrativa”, pág. 493 de “El negro artificial y otros escritos” (Madrid: Encuentro, 2000).
      Un saludo, Luis Daniel

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