La permanente elevación de un inconformista

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Con motivo del cincuenta aniversario de la muerte de Antoine de Saint-Exupéry (1900-1944), se multiplican este año en Francia y en el extranjero los homenajes al escritor y piloto. No en vano es el autor francés más leído de este siglo, y no sólo por los millones de ejemplares de El principito, traducido a unas noventa lenguas. Su obra, construida sobre la narración, la prosa poética y la reflexión, permanece abierta a múltiples interpretaciones. Y cuando lectores de muy diversas ideas creen descubrir un mensaje para ellos, es señal de que el escritor conecta con un estrato profundo del alma humana. Por eso, el mejor homenaje es leerlo.

Su prosa poética admite variados sentidos y esto hace que con frecuencia se preste más atención a las frases lapidarias que al hombre de acción desgarrado por conflictos interiores que fue Saint-Exupéry.

Sin jefes ni ideologías

Buena parte de la existencia de Saint-Exupéry transcurrió en la Francia de entreguerras, una época marcada por los escándalos políticos y financieros. Era un tiempo favorable para los defensores de la acción y de las soluciones de fuerza ante las crisis morales, sociales y políticas. Había llegado el momento de la tentación de los sistemas totalitarios como los que pretendían la construcción de un hombre nuevo en Moscú, Berlín o Roma. Pero el inconformismo del escritor le alejó también de todo tipo de totalitarismos. Los viajes que efectuó a Alemania y la URSS en los años treinta sólo sirvieron para reforzar su desconfianza hacia unas ideologías que, so pretexto de liberar al hombre, lo humillaban.

Saint-Exupéry no podía concebir que la liberación del hombre viniera del sometimiento a un jefe y de la recitación de sus discursos políticos. Y desconfiaba por lo general de líderes y caudillos, aunque estuvieran en el bando de las democracias. Esto le llevó a no unirse a De Gaulle, que durante la guerra pretendía aglutinar en torno suyo a toda la resistencia francesa. El individualismo de Saint-Exupéry no quiso adaptarse ni a la Francia de De Gaulle ni a la de Vichy, porque su patria interior era más fuerte que la exterior. No estaba dispuesto a sacrificar sus ideales por ningún proyecto político.

Esto explica que durante la guerra pasara dos años y medio en Estados Unidos, país en el que gozaba de creciente popularidad y donde alcanzaría su mayor éxito editorial con El principito (1942). Cuando entre 1943 y 1944 Saint-Exupéry fue apartado de sus misiones de piloto por las autoridades gaullistas de Argel, buscó en los militares norteamericanos aliados una nueva oportunidad para surcar los cielos. Y el autor de Piloto de guerra encontraría precisamente la muerte pilotando un avión norteamericano de reconocimiento sobre el Mediterráneo, cuando la Segunda Guerra Mundial se aproximaba a su fin.

El rechazo de la vida corriente

La biografía de Saint-Exupéry está marcada por el signo de la ansiedad. Una ansiedad que caracterizaba su gusto por la aventura y que mal podía compaginar con el trabajo de representante de una firma comercial que desempeñó entre 1924 y 1926. A los diecisiete años había querido ser marino, pero le suspendieron en el examen de la Escuela Naval. A continuación emprendió losestudios de Bellas Artes, que abandonanaría pocos meses después. Pero lo que cambió realmente su vida fue el haber sido destinado en 1921 a hacer el servicio militar en aviación. Por fin encontró el modo de canalizar su afán de aventura, aunque hasta cinco años después no logró su deseo de ingresar en una compañía de aviación civil. Partiendo de Toulouse, realizó numerosos vuelos a África y a América del Sur, lo que le llevaría a confesar a su madre en una de sus cartas: «Mi mayor consuelo es mi profesión». Esta experiencia le permitiría dejar inmortalizada lo que era entonces la aventura de volar, en obras como Correo sur y Vuelo nocturno.

Saint-Exupéry no era de los hombres que aprecian la vida corriente. Consideraba a la sociedad moderna como «un rebaño manso, cortés y tranquilo», y añoraba otras épocas supuestamente más caballerescas, como la Edad Media. Pero ya que uno debía vivir en su tiempo, la única forma de ser caballero, explorador o navegante en el siglo XX era pilotar un avión. Un matrimonio paseando un cochecito de niño por una plaza de la provinciana Toulouse simbolizaba para él la aburrida existencia burguesa. Veía a los burgueses de Toulouse hechos de «un barro seco y endurecido» del que nunca sería posible extraer poetas, físicos o astrónomos. Tampoco sería posible sacar nada del niño del cochecito porque sus padres, y en definitiva la sociedad burguesa, habían matado ya en él a Mozart.

El juicio de Saint-Exupéry es excesivamente riguroso, pues parece descartar a priori que la vida corriente en las sociedades modernas sea compatible con ideales grandes. También algunos insisten hoy en que el mundo está dominado por los valores de una técnica deshumanizada y parecen olvidar que las más bellas creaciones y aspiraciones del espíritu humano proceden del interior del hombre, sin que estén determinadas por condicionamientos externos. No es la sociedad la que mata a Mozart. Es el propio hombre quien decide el uso que ha de hacer de sus talentos y éstos sólo se verán acrecentados si sabe ponerlos al servicio de los que le rodean.

Tampoco es incompatible la búsqueda de la belleza o la contemplación de la naturaleza con la cercanía de otros seres humanos. Con el paso del tiempo, el propio Saint-Exupéry fue más consciente de ello cuando llegó a afirmar respecto a sus compañeros de escuadrilla: «Considero preferible a todos los demás bienes compartir el pan con mis compañeros».

Tampoco era Saint-Exupéry de esos soñadores que condenan el progreso. Se apasionaba por los temas científicos y Einstein figuraba entre sus autores preferidos. No podía ser de otro modo si él mismo manejaba aparatos que entonces eran la última innovación técnica y se comportaba ante ellos igual que un niño con sus juguetes nuevos. Ser matemático e ingeniero no le resultaba incompatible con un espíritu rebosante de cultura y poesía.

Un Dios inaccesible

Pese a todo, Saint-Exupéry no se sentía a gusto en una época cientifista y materialista. Con frecuencia llegaba a preferir haber vivido en tiempos pasados, y se sentía contemporáneo de Joachim Du Bellay, aquel poeta del Renacimiento que se consumía de tristeza en Roma.

Cuando se preparaba para ingresar en la Escuela Naval, su fe sucumbió ante la fascinación de la ciencia y el relativismo. Llegó a dudar de que la palabra «causa» pudiera tener algún sentido, y casi al final de su vida anotó en su Diario: «No hay verdad sin error».

Pero su caso es singular. No es frecuente que un escritor que haya perdido la fe utilice a menudo la palabra «Dios» y que incluso llegue a emplear el apelativo de «Señor». Sin embargo, por muy constantes que sean sus referencias al cristianismo, los nombres de Cristo y Jesús apenas son mencionados. Su concepto de Dios le imposibilita creer en un Dios hecho hombre. Y en numerosas ocasiones escribe la palabra «Hombre» con mayúscula, como si fuera una reminiscencia de sus lecturas de Nietzsche, al que se refiere con entusiasmo en sus cartas de juventud de los años veinte.

Como Nietzsche, Saint-Exupéry esperaba también el advenimiento del Hombre, y de esto dan fe las imágenes de corte bíblico que se suceden en La ciudadela, su obra póstuma e inacabada. Y de alguna manera pretendía convertirse en mediador de este advenimiento. Vistas así las cosas, el escritor no esperaba respuesta alguna de Dios a sus oraciones y subrayaba la paradoja de que la oración sólo es fértil si no tiene respuesta. Y es que su Dios era inaccesible, estático y, por tanto, mudo. Al parecerle falsa cualquier representación concreta de Dios, Saint-Exupéry está incapacitado para comprender la Encarnación. Dios se le ha transformado al final enuna especie de estructura ordenadora con la que trata de buscar el sentido de las cosas.

Aunque Saint-Exupéry no se considera cristiano, la nostalgia de la infancia que encontramos en El principito termina por ser también una añoranza de la religión de su niñez. Fue educado dentro de una familia cristiana y pasó por colegios de religiosos antes de perder la fe. A partir de entonces, el poso de su educación cristiana quedó reducido a un código de conducta moral, digno de una visión estoica del mundo. Pero las inquietudes de Saint-Exupéry desbordaban la torre de marfil del estoico. Bien lo expresó en El principito cuando, en un mundo angustiado por la guerra, proclamó que lo verdaderamente «útil» y «fecundo» eran la amistad y el amor. Quien albergaba dentro de sí estos sentimientos no podía sentirse satisfecho con un vago deísmo. El escritor gritaba más que escribía en La ciudadela: «Estoy aquí deshecho y en situación provisional. Necesito ser».

La catedral y la ciudadela

La obra más apasionada y oscura de Saint-Exupéry es precisamente La ciudadela. En ella defiende una nueva civilización, cuyos valores serán herencia de los cristianos, y en la que los hombres serán hermanos en el Hombre. El cristianismo merecerá al menos un póstumo homenaje por haber sabido fundar en Dios valores como la igualdad, la dignidad, la fraternidad, la esperanza y la caridad. Pero habrá llegado el momento de sustituirlo por una religión del Hombre, que supuestamente sería mucho más universal.

Saint-Exupéry admiraba la Edad Media y particularmente las catedrales, pero su ideal no es construir una catedral sino una ciudadela y, concretamente, «en el corazón del hombre». Mas no supo diferenciar entre catedral y ciudadela. La ciudadela se construye contra alguien, mientras que la catedral está abierta y se eleva en altura. En la ciudadela se vive a la defensiva y no es precisamente el mejor lugar para alguien enamorado del mundo y de la vida. Puede que incluso la defensa de la ciudadela lleve a justificar la destrucciónde algunos hombres. No olvidemos tampoco queen la ciudadela viven el miedo y la angustia, siempre recelosos de los espacios abiertos.

Por tanto, la ciudadela no es una catedral sin Dios, como parece entender Saint-Exupéry. Se asemeja más a una prisión sombría que encarcela a sus propios defensores. Pero por encima de unas bellas imágenes literarias, el escritor francés anhelaba algo más. En una carta dirigida al general Chambe en 1943 confesaba abiertamente que si poseyera la fe, lo único que le resultaría soportable en este mundo sería la abadía benedictina de Solesmes. En las propias páginas de La ciudadela surge esta oración: «Muéstrate a mí, Señor, porque todo resulta muy duro cuando se pierde el sabor de Dios».

El mensaje y la vida de Saint-Exupéry atraen también a quien busca superar el prototipo de hombre ligero de nuestra época con héroes solitarios como el escritor francés. Mas esto supone olvidar que los paladines de la soledad, pese a las excelencias de sus cualidades personales, no alcanzan la felicidad ni pueden transmitirla a la muchedumbre a la que voluntariamente han vuelto la espalda en su búsqueda del mejor de los mundos.

Si al final sólo retuviéramos la imagen de un Saint-Exupéry soñador y aventurero solitario, nuestra visión sería parcial. El escritor francés siempre arremetió contra el individualismo, esa especie de sacralización de toda clase de egoísmos. En su trayectoria vital destaca sobre todo la búsqueda y aspiración constante a la bondad y la belleza, en la que se puede advertir también cierta nostalgia de la fe cristiana.

En la citada carta al general Chambe escribía: «No se puede vivir de frigoríficos, balances y crucigramas. No se puede vivir sin poesía, color ni amor». Más allá de sus desgarradoras dudas existenciales, la obra de Saint-Exupéry es la expresión de un sincero y noble humanismo.

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