En la serie The Young Pope (2016), Paolo Sorrentino presentaba una imagen del Papa (ficticio) y del Vaticano desde el punto de vista de una persona no creyente, pero que a todas luces siente fascinación o incluso admiración por la Iglesia católica, al menos por las formas; quizá no tanto por la liturgia en sentido estricto –de sacramentos no parece entender mucho–, pero sí por los ritos del Vaticano.
En La gran belleza (2013), La juventud (2016) e incluso en Silvio (y los otros) (2019) demuestra asimismo su esteticismo; su cuidado del diseño de producción, la fotografía y la banda sonora en busca de belleza fílmica va unido con mayores o menores dosis de sensualidad y erotismo.
The Young Pope trataba del joven obispo norteamericano Lenny Belardo que, al ser elegido Papa, se impone el nombre de Pío XIII. Quizá lo que más atrajera a Sorrentino era el despliegue de rituales y ropajes paralitúrgicos que este Papa retrógrado recupera (¡hasta la tiara!), aunque al final acabe haciendo concesiones a lo políticamente correcto. Probablemente más contradictorio que su Pío XIII es el personaje del cardenal secretario de Estado Voiello, un maquiavélico intrigante sí, pero que pasa su poco tiempo libre acompañando a un niño discapacitado, del que dice que es su único amigo.
The Young Pope terminaba con el infarto que sufre Pío XIII en una visita a Venecia. Las plataformas Sky, HBO y Canal+, junto a The Mediapro Studio, estrenan ahora una segunda temporada, con el título The New Pope. Como Pío XIII se encuentra desde hace un año en coma, Voiello decide que ha llegado la hora de elegir a un nuevo Papa. Su principal preocupación es impedir la elección del cardenal argentino Hernández (interpretado por el mismo Silvio Orlando que da vida a Voiello), al que entre otras cosas acusa de haber encubierto a sacerdotes pederastas.
La segunda temporada sigue prestando atención a los aspectos estéticos –con algún momento más destacado, como el caso de un funeral en la basílica de San Pedro–, pero, además de que sorprendan menos que en la primera, se ven lastrados por una dramaturgia que, a diferencia de la primera temporada, se caracteriza por dos aspectos aparentemente contrapuestos: un intento de introducir todo tipo de cuestiones que, en la opinión pública, se identifican tanto con los retos actuales internos (desde el fundamentalismo y el trato con la emigración y la pobreza hasta las actuales reivindicaciones: matrimonio para personas del mismo sexo, igualitarismo entre hombres y mujeres en el acceso a los cargos eclesiásticos) como los peligros externos para la Iglesia: desde los aspectos financieros (el célebre ocho por mil de cuota a la Iglesia y la exención fiscal en Italia) hasta el islamismo, pasando por el terrorismo y la persecución –en muchos casos sangrienta– de cristianos, e incluso guiños a la historia real de los últimos papas, pero con un guion repetitivo y que, en muchos casos, no puede esconder el intento por alargar los capítulos con subtramas que apenas aportan algo al tema principal.
Para estirar la serie, los guionistas introducen nuevos papeles, como el de un siniestro y enigmático personaje llamado Bauer, o amplían otros de la primera temporada. En este contexto resulta significativo que ahora se conozca algo de la vida privada de la portavoz del Vaticano, Sofia Dubois: si bien está casada, la vida sexual del matrimonio es cuanto menos heterodoxa. Esta es una tónica general de The New Pope: el grado de sensualidad aumenta ya desde –literalmente– el primer minuto; por la serie pasan desde cardenales homosexuales hasta una prostitución “caritativa”, pasando por orgías y demás aberraciones: una nueva temporada no solo redundante en su dramaturgia, sino también hipersexualizada.