¿Qué ha hecho Almodóvar para merecer esto?

Hollywood ha encumbrado por segunda vez a Pedro Almodóvar al concederle el Oscar al mejor guión original por Hable con ella. Paradójicamente, este reconocimiento internacional llega en el momento en que la Academia del Cine español ningunea a la película de Almodóvar en los últimos premios Goya y con algún desconcierto por parte del gran público español ante el último cine del manchego.

Una parte de los espectadores ha experimentado un progresivo distanciamiento de Almodóvar desde que este abandonó el estilo popular y cómico de Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988); otros consideran ¿Qué he hecho yo para merecer esto? (1984) la última gran obra y el punto de inflexión de Pedro Almodóvar. Pero este proceso, que sin duda le ha hecho perder adeptos, le ha hecho ganar otros nuevos que han encontrado en el segundo Almodóvar unos valores que no hallaban en el primero, especialmente a partir de La flor de mi secreto (1995).

A pesar de todo, pensamos que no existe tal ruptura en su filmografía, sino un proceso lento de maduración personal, estilística y argumental que, en términos generales, ha mejorado mucho la calidad de sus películas.

Junto a «los dos Almodóvares», hay otro lugar común que conviene cuestionar. Contra lo que se ha dicho muchas veces, Pedro Almodóvar no ha sido nunca bandera cultural de la transición a la democracia en España, ni de la movida de los ochenta. Por razones de claridad expositiva vamos a aproximarnos a todas estas cuestiones desde dos perspectivas: la estética y la temática.

Una estética de aluvión

Si hay algo fuera de discusión es que la concepción estética de Almodóvar tiene un sello personal. Desde Pepi, Lucy y Bom y otras chicas del montón (1979) -o desde sus once cortometrajes anteriores- hasta Hable con ella (2002), el cineasta español no ha hecho más que conjugar los mismos verbos estéticos, aunque cada vez con más depuración. Sus ingredientes tienen mucho que ver con el pop, con el underground americano, con el kitsch… y con directores como Cassavetes, Mekas y William Klein. Almodóvar considera también a Truman Capote como uno de sus referentes literarios. No es el caso del artista Andy Warhol, con el que forzadamente se le ha querido comparar, y con el que Almodóvar marca las distancias.

Aun así, existe algo de «cromo» en sus diseños, con ese empleo riquísimo y variadísimo del rojo y del azul, con esa decoración entre feísta y fetichista, pero siempre popular -o populachera-; y con su vocación por lo freak, lo marginal, lo urbano y tribal,… siempre combinado con lo rural, lo pueblerino, con la cultura ancestral «de las abuelas». Y es que entre ambas vertientes corre la biografía de Almodóvar, nacido en Calzada de Calatrava (Ciudad Real), educado en Cáceres y posteriormente zambullido en un Madrid en ebullición, en los años en que salían de las alcantarillas nuevas tribus urbanas, mucha contracultura y un intenso olor a marihuana, a la vez que se abrían las primeras sex-shops y se cerraban clásicas salas de cine.

Cóctel suburbano-rural

En la película ¿Qué hecho yo para merecer esto? (1984), Almodóvar ahonda autobiográficamente en los fantasmas de su pasado. Cuando él, empleado de Telefónica en Madrid, iba a trabajar a San Blas, pasaba por la M-30 y veía a diario las colmenas urbanas del barrio de la Concepción, comprendió que su cine también podía rendir un homenaje serio a las amas de casa y a las familias obreras cuyo origen social él compartía y conocía. A partir de esa película Almodóvar empezó a ser respetado por la crítica. Ese cóctel suburbano-rural encontró en la creatividad de Almodóvar un caldo de cultivo que ha abonado su cine hasta hoy.

Este collage del cine almodovariano es absolutamente personal, inexplicable como simple moda y, desde luego, ajeno a la «movida madrileña». Almodóvar no es un fruto de la transición, y menos su emblema; Almodóvar es paralelo a la transición, como lo es al desarrollismo de los sesenta, a los aires posconciliares, a la modernización de España… pero nunca fue un «intelectual» universitario que corriese delante de los grises.

Almodóvar hace un cine absolutamente de autor, en el que proyecta un complejo mundo interior que ha bebido de fuentes literarias, pictóricas, cinematográficas y musicales. Lo que ocurre en sus películas, los personajes y situaciones no tienen un correlato sociológico definido, y, de tenerlo en algún caso, es de forma muy aproximativa y desde una radical subjetividad. Almodóvar ni es ni ha sido un escaparate real de la cultura española.

La radical soledad de la mujer

Los temas de Almodóvar nunca son abstractos, siempre se encarnan en personajes que parten de cero y no son la terminal de ninguna tradición. No disponen de más recurso para afrontar la realidad que las primarias insinuaciones de su solitario corazón.

Almodóvar es unánimemente reconocido como un excelente director de actrices, porque posee una singular sensibilidad para percibir la riqueza de matices de la psicología de una mujer. Seguramente es esa la razón de que el esqueleto de toda su filmografía esté formado por personajes femeninos. Sus películas son películas de mujeres. Pero tales personajes encarnan cuestiones existenciales en las que todo espectador se puede reconocer. No me refiero al envoltorio de tales conflictos, siempre surrealistas e inverosímiles, sino al fondo de los mismos. Y de todos ellos, sin duda alguna, el más importante y más exhaustivamente desarrollado por Almodóvar es el problema de la soledad. Mujeres solas. Terriblemente solas. Y llenas de coraje.

Pensemos en la protagonista de ¿Qué he hecho yo…?, Gloria, interpretada por Carmen Maura. Una mujer que está rodeada de familia (marido, hijos, suegra), que vive como esclava de todos ellos, y que siente que a nadie le importa. Su insatisfacción es tan profunda y su horizonte tan pequeño que recurre a la droga para sobrevivir. La protagonista de ¡Átame! (1989), Marina (Victoria Abril), es una artista famosa que sucumbe al acoso patológico de un desequilibrado (Antonio Banderas) porque es la única vez que se ha sentido realmente querida. Si analizamos la soledad de la galería de mujeres de Todo sobre mi madre, el resultado es aún más abrumador. Ninguna se libra de la sombra de una soledad que las envuelve y acecha. Incluso para Lola (un travestido Toni Cantó) la soledad tiene un aliento mortal -el sida-. Probablemente, la cumbre del tratamiento almodovariano de la soledad esté en Hable con ella. Su plasmación física en el coma profundo que sufren Alicia (Leonor Watling) y Lydia (Rosario Flores), con el foso insalvable de su incomunicabilidad, y con la soledad que contagian a sus «amantes», es de una elocuencia rotunda. Almodóvar afirmó en una ocasión que incluso en Entre tinieblas (1983), las monjas, a pesar de vivir en comunidad, se encontraban enormemente solas.

Sexo antierótico

Sexo en lugares públicos, privados, sexo oral, autosatisfacción, lesbianismo, transexualismo, prostitución, incesto, pederastia, sadismo… La presencia del sexo en el cine de Almodóvar es radical desde sus inicios, aunque con el paso de los años se ha ido moderando muchísimo en su presentación visual explícita (que no en la verbal). Esta es una de las razones por las que muchos sectores del público amante del buen gusto se han sentido lejanos del director manchego.

Sin embargo, no debemos concluir que el cine de Almodóvar es erótico o sensual. Al contrario. La mayor parte de sus escenas sexuales son, o patéticas por su dramatismo y falta de romanticismo, o tragicómicas por su naturaleza surrealista. En cualquier caso nunca buscan excitar la sensualidad del espectador. Cuando Gloria, en el arranque de ¿Qué he hecho…?, tiene un encuentro sexual con un desconocido en las duchas de un vestuario, lejos de brindarnos una escena erótica nos ofrece la radiografía desesperada de una mujer absolutamente «tirada de la vida». La larguísima escena coital entre Antonio Banderas y Victoria Abril en ¡Átame! es tosca, hipernaturalista, torpe, sin asomo de magia ni fascinación, más parecida al sexo populista de Pasolini que al sexo de laboratorio de Hollywood o de cierto cine francés. Almodóvar desmitifica el sexo, lo trivializa, lo hace descender al nivel fisiológico inmediato, como puede ser comer o beber. No hay «sexualidad», sino «sexo», sin implicaciones de ningún tipo. En sus películas no hay buenos amantes, galanes, viriles y glamourosos; hay gente deliberadamente «cutre» que hace «lo que puede».

La religiosidad popular

Almodóvar se educó en colegios católicos, y aunque dice no guardar buen recuerdo de ellos, hasta hoy no se ha cebado en la crítica antirreligiosa. Dice que lo hará en la siguiente película, Mala educación, aprovechándose de la moda mediática. Sería la primera vez que Almodóvar cae en el oportunismo facilón; ese no ha sido nunca su estilo, siempre «alternativo».

En sus películas, por el contrario, encontramos cierta simpatía hacia la religiosidad popular, que para él probablemente encarnaba su madre y las amigas de su madre. Algunos de sus personajes rezan a la Virgen, piden milagros, pronuncian jaculatorias,… sin irreverencia o intención retorcida. No obstante, el papel que Almodóvar otorga a esos signos y gestos cristianos no va más allá de ser una pieza de su mosaico estético pop. Darles una cierta consistencia antropológica es hacer decir al director lo que nunca ha querido decir.

Más delirantes son sus retratos de monjas, que sencillamente son surrealistas, buñuelianas, desde aquellas que aparecen en Entre Tinieblas, que contravienen todos los usos y costumbres de una comunidad religiosa, hasta la Hermana Rosa (Penélope Cruz) de Todo sobre mi madre, que queda embarazada de un transexual, mostrándonos una vez más tipos humanos que sólo existen en el planeta Almodóvar.

Disolución de la familia

Si la soledad y la incomunicación son temas vertebrales del cineasta manchego, no es difícil deducir que su tratamiento de la institución familiar va a ser, en el mejor de los casos, escéptico, y a menudo, disolvente. La primera constatación es que en sus películas apenas existen familias normales (padre, madre, hijos), y cuando las hay sufren disfunciones graves: la familia de Gloria (¿Qué he hecho…?) es de una ruina moral insuperable, sin asomo de amor; la de la citada Hermana Rosa carece de unos padres capaces de ofrecer a su hija un mínimo referente afectivo y moral; la protagonista de Todo sobre mi madre, Manuela, se casó con un transexual y fue padre de un hijo que no llegó a conocerle y que además muere atropellado por un coche; en La ley del deseo (1986) también aparece un hombre con una hermana transexual que mantiene relaciones con su padre; en Tacones Lejanos (1991), Rebeca (Victoria Abril) es la esposa de un productor televisivo que es el gran amor de su suegra (Marisa Paredes)… y un sinfin de grotescas caricaturas amorales que obligan a concluir que no existe un solo referente familiar en el cine de Almodóvar.

El universo familiar no existe en su submundo postmoderno y como dijimos al principio, desvinculado de cualquier tradición o hipótesis visual. No existen familias pero sí madres, y siempre con algún punto de heroísmo, coraje, sacrificio o, al menos, un natural valor positivo.

Lo que sí existe en sus películas son formas alternativas de convivencia, que tampoco resultan convincentes, pero que tratan de esconder o mitigar la soledad de sus personajes: parejas lésbicas, tríos amorosos, relaciones incestuosas… En varias películas, Almodóvar recurre a la violación como un intento desesperado de acceder a un amor vedado o no correspondido (Kika, Matador, ¡Átame!, Hable con ella…) e incluso al crimen como forma extrema de liberarse de las circunstancias reales que los personajes ya no saben cómo afrontar.

Un intento de diagnóstico

En primer lugar, aunque Pedro Almodóvar es actualmente un genio del marketing y domina los laberintos del mercado internacional, nunca quiso ser un cineasta «de moda», de gran público; y cuando ha tenido éxito notable, como por ejemplo en 1988 o en 1999, él ha sido el primer sorprendido. Habló de la homosexualidad mucho antes de que existiera el lobby gay (Philadelphia se estrena en 1993); presentó la crisis sociológica del matrimonio y de la familia en España antes de que el cine español construyera un discurso analítico sobre el tema; abusó del sexo en la pantalla mucho antes que llegaran de Hollywood Nueve semanas y media e Instinto básico; y mató a lo bestia antes de que se difundiera el gore.

No queremos decir que él inventara estos elementos, pero sí que su cine es más original y menos mimético que el de otros directores españoles de primera línea como Alejandro Amenábar, Fernando Colomo, Emilio Martínez-Lázaro, Imanol Uribe o Fernando Trueba. En cierto sentido podemos decir que Almodóvar «va a su aire», sin dar cuentas a nadie (es, además, su propio productor…). Pero en los últimos meses ha hecho declaraciones periodísticas que parecen indicar que el cineasta ha sucumbido a los imperativos del poder mediático. Siempre acaba pasando cuando uno no pertenece vitalmente a nada ni a nadie.

El cine de Almodóvar es -involuntariamente- la radiografía perfecta de una conciencia desarraigada, sin tradición, postmoderna y postcristiana, sin categorías ideales ni morales claras, pero también sin prejuicios estereotipados. Representa el neopaganismo más desideologizado del cambio de milenio. Todo en su cine es deseo, pasión, dolor, desgarro, pulsión, instinto, fisicidad, soledad, angustia… No hay ideales ni rencores; no hay nada que vender, nada que ganar, nada que defender; todo es puro sentimiento y pura genitalidad: no hay discurso, no hay análisis ni tesis; no hay hipótesis ni abstracción.

En todo esto reside la frescura y a la vez el lastre del cine de Almodóvar. La frescura, porque su cine puede desagradar o no, pero nunca el espectador se siente atacado más allá de la brutalidad de ciertas imágenes; no se siente ideológicamente agredido. El lastre, porque no es veraz mostrar con tanta desnudez la incisividad del problema humano y no plantear jamás la cuestión misteriosa de la respuesta, de la búsqueda, de la apertura a una hipótesis positiva y esperanzada; es desleal dibujar con tanta profusión el deseo humano, su soledad, su angustia, su alteridad radical,… y no apuntar al mismo tiempo nuestra incapacidad de salida, nuestra urgente necesidad de romper el círculo vicioso de la vida, nuestra mendicidad de sanación y redención, nuestra dependencia original. En definitiva, Almodóvar olvida el misterio de la vida, y por tanto rompe de raíz el drama de sus personajes y cae en un cierto existencialismo light. Sin querer, trivializa la vida, y la hace mecánica o algo fatalista.

Si, en vez de rodar Mala educación, siguiera en la línea que inició con La flor de mi secreto y que no ha interrumpido hasta Hable con ella, lo mejor de Almodóvar estará aún por venir.

Juan Orellana (joregut@ceu.es) es crítico de cine y profesor de Narrativa Audiovisual en la Universidad San Pablo-CEU.

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