Mis tardes con Margueritte

Germain, cincuentón cuasi analfabeto, lleva una vida tranquila en un pueblecito cualquiera: sobrevive haciendo pequeños trabajos y vendiendo legumbres de su pequeño huerto; pasa las tardes con sus amigos en el café local, mantiene un romance con Anette, conductora de autobús, y procura cuidar lo mejor que puede a su insoportable madre, que lo detesta. Un día, en el parque, conoce a Margueritte, una adorable ancianita cuya única ocupación es leer y releer sus novelas favoritas. Entre estos dos seres surge una curiosa amistad materno-filial que los enriquecerá a ambos.

Becker, que comenzó su carrera cinematográfica haciendo cine negro, desde el año 1995 (Elisa) nos ha acostumbrado a un registro completamente diferente. Su estilo se ha hecho más sencillo, y gusta retratar personas y situaciones que rebosan humanidad. La fortuna de vivir, a la que sus seguidores vuelven una y otra vez, se ha convertido en la referencia obligada de este cineasta.

Basada en una notable novela de Marie-Sabine Roger, responde plenamente al modo actual de trabajar de Becker. Se trata de una oda a la vida, que se manifiesta en lugares sencillos -Becker adora los pueblos y la sabiduría popular- y con gente sencilla, con pequeños problemas, con sus pequeñas mezquindades, pero todos ellos retratados como personas amables, llenas de humanidad. La cámara de Becker, llena de ternura, fotografía ese milagro, la improbable amistad entre dos personajes a los que separan 45 años y 50 kilos.

Historia pequeña, pero contada maravillosamente. Becker es un maestro, capaz de dar relieve a las cosas más nimias, que componen la mayor parte de las vidas cotidianas de la gente. A ello hay que añadir la perfecta elección de los actores: un Gérard Depardieu capaz de hacer de analfabeto sin caer en el ridículo, y la veteranísima Gisèle Casadesus (94 años), encantadora y ligeramente maliciosa ancianita, en la cima de su arte. Entre los dos hacen casi toda la película, que avanza con su presencia y sus palabras -acción propiamente dicha no hay-, despiertan un formidable carrusel de emociones y hacen que el espectador salga de la sala con una sonrisa en la boca.

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