Dos desconocidos, un hombre y una mujer, entablan una conversación a la salida de un cine. Son los dos únicos espectadores de Ayuno de amor una tarde de 1998. Y, entre que comentaban lo que acababan de ver e intercambiaban impresiones, fueron caminando hasta un bar, donde se hicieron una propuesta: no contarse nada sobre su vida real, sino presentarse como lo que siempre habían querido ser, pero nunca habían sido. Con nombres distintos, pasados imaginarios y un presente de fantasía. El juego se alarga, y la pareja comienza a quedar todos los jueves, construyendo así una relación que intentan mantener al margen de lo cotidiano y el presente real.
Alejandro Agresti (La casa del lago, El viento se llevó lo que) explora en esta historia de amor maduro qué tanto hay de nosotros mismos en nuestras fantasías, así como la importancia que tiene la biografía en nuestra identidad. Apuesta por la sencillez y construye una película con un ambiente íntimo, a partir de sus tomas de primer plano, diálogos extensos y ritmo pausado. Un ambiente que, a caballo entre el drama existencial y la comedia, puede resultar un poco sofocante en su intensidad.
Los actores principales (Eleonora Wexler y Luis Rubio) son capaces de completar con una mirada lo que se queda colgando en el diálogo, dotando al relato de una sensibilidad que lo hace verosímil. Su actuación, centrada en el rostro, resalta la melancolía que acecha a la historia. Esa que necesariamente resulta de un juego que obliga a añorar ya no a lo que fue, ni a lo que pudo haber sido, sino a lo que es o podría ser ahora.