Dinamarca, 1945. Una columna de soldados alemanes derrotados camina de regreso a su país. El sargento danés Rasmussen se da cuenta de que uno de aquellos se lleva una bandera, de recuerdo, y sin dudarlo se le echa encima y le da una paliza: “eso no es tuyo”. Es un excelente prólogo a una gran película ¿bélica?, ¿de denuncia?, profundamente humana. Al final de la guerra quedaron más de dos millones de minas en las playas danesas y, por odio, espíritu de venganza, o incluso por un erróneo sentido de la justicia, fueron los últimos prisioneros alemanes los encargados de limpiar de minas aquellas playas. Nos dicen que de los dos mil soldados encargados de aquel trabajo más de la mitad volaron por los aires.
El director danés Zandvliet, con tan solo dos películas en su haber (Applaus y Dirch), se embarca en una ambiciosa aventura, y rueda una magnífica cinta.
Zandvliet presenta sobria y fríamente unos hechos atroces. La distancia emocional que toma el director da fuerza a la narración. Pero además consigue convertir a esos jóvenes en doce chicos, cada uno con su historia, sus planes para el futuro, sus ambiciones, para el día en que conseguirán volver a su tierra, si antes no los mata una mina. Y mientras esos críos se convierten en personas entrañables, su cuidador se pregunta si debe seguir odiándoles o no, si debe considerarlos personas o no, si son “unos nazis” o son Ludwig, Ernst, Helmut, Sebastian…, si lo que están haciendo está bien. Y mientras unos y otros se humanizan, sin sensiblería alguna, las minas estallan. Zandvliet, además, maneja el suspense y mantiene el interés de la historia hasta el último segundo.
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