El hombre sin rostro

El hombre sin rostro

TÍTULO ORIGINAL Man Without a Face

DIRECCIÓN

GÉNEROS

Man Without a FaceDirector: Mel Gibson. Intérpretes: Mel Gibson, Nick Stahl, Margaret Whitton.

Con esta película, el actor australiano Mel Gibson debuta brillantemente como director. Le ha salido una película muy bien narrada e interpretada, y con una enorme intensidad visual y dramática.

El espléndido guión de Malcolm MacRury se basa en la novela homónima de Isabelle Holland. La acción se desarrolla en un pequeño pueblo costero del Estado de Maine, durante el verano de 1968. Allí se harán amigos Chuck (Nick Stahl), un chico de 12 años con problemas psicológicos, familiares y académicos, y McLeod (Mel Gibson), un ex profesor que vive alejado del mundo tras sufrir un trágico accidente de coche que le deformó el rostro y le marcó profundamente. La posibilidad de volver a ejercer como maestro, dando clases particulares a Chuck, devolverá a McLeod las ganas de vivir y de abrirse a los demás, a pesar de la terrible incomprensión de algunos, que le tienen por un degenerado. Por su parte, Chuck madurará y tomará confianza en sí mismo, superando así el trauma que le suponen las crueles bromas de sus hermanas y la irregular situación matrimonial de su madre.

Mel Gibson ha superado la tentación de hacerse notar en su primera experiencia tras la cámara. Su puesta en escena es sobria, nada efectista, y da primacía siempre a las sugerentes situaciones que plantea el guión y al trabajo de los actores, todos ellos magníficos, como suele suceder cuando es un actor el que dirige. De todos modos, Gibson también demuestra una gran personalidad visual, muy eficaz en la elección de encuadres y tratamientos fotográficos. En ella se aprecia la influencia del estilo de Peter Weir, el director australiano que lanzó a la fama a Gibson como actor en Gallipoli.

En cuanto al tratamiento de fondo, Mel Gibson se atreve a ser más duro que su maestro y evita decididamente los posibles excesos sensibleros de la historia. A veces, su tono realista resulta un poco crudo, pero en ningún momento recurre Gibson a lo vulgar o a lo superficial. De este modo, resultan acertadas y sugestivas sus reflexiones sobre el drama de la descomposición familiar, sobre el inmenso valor de la amistad -alejada de cualquier deformación del amor-, sobre las incoherencias del liberacionismo radical de los años sesenta y sobre la necesidad de una educación integral de la persona, que abarque también sus coordenadas morales, religiosas y culturales. En este punto, las firmes convicciones católicas de Mel Gibson aparecen de un modo subliminal, a la manera de John Ford. Es un acierto más de esta sorprendente opera prima, en la que Mel Gibson ha conseguido verdadero Cine, con mayúscula.

Jerónimo José Martín

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