Antes de empezar, confieso que no soy un seguidor incondicional de Downton Abbey. He visto algo, sí: dos o tres temporadas y las películas. Pero el estilo de culebrón se me hace cansino, aun reconociendo que se trata de una de las mejores series producidas para la pequeña pantalla, escrita siempre con ingenio y con un reparto realmente espectacular. Dicho esto, puedo afirmar que, con este capítulo final, se firma mucho más que un broche de oro para la saga iniciada en 2010, después de seis temporadas, un especial de Navidad y dos películas.
Es tiempo de cambios en la Inglaterra de 1930. También para los Crawley. Robert es consciente de que ha llegado el momento de pasar el relevo a su hija mayor, pero un anuncio de última hora tambalea la decisión: Lady Mary se ha divorciado. Para más inri, el dinero con el que contaba Lord Grantham para afrontar unos gastos imprescindibles de la casa se ha esfumado, a causa de la crisis del 29 que golpeó de lleno a la fortuna familiar.
El dúo que ya llevó a buen puerto Downton Abbey: Una nueva era repite como director y guionista: Simon Curtis y Julian Fellowes, respectivamente. Curtis dota a la historia de la grandilocuencia visual propia de la saga, mientras Fellowes, alma creadora de Downton Abbey, mantiene el ritmo y el tono que han definido toda la serie y, una vez más, imprime carácter a sus personajes gracias a unos excelentes diálogos que hacen disfrutar cada minuto de la película.
En esta ocasión, además, el guionista combina con maestría y elegancia la nostalgia propia de quien cierra una historia que se ha hecho muy grande, con la inevitable llegada de los nuevos tiempos. Tradición y modernidad se entrelazan mostrando relaciones antes impensables –con una presencia algo anacrónica de la homosexualidad–, dando mayor protagonismo a la mujer y, en definitiva, aceptando el paso del tiempo.

A todo ello contribuye, como siempre, la magnífica banda sonora de John Lunn, que –con algunos matices nuevos– mantiene esa sutil fusión entre la añoranza de la tradición y el pulso de la modernidad.
Se echa de menos el ingenio cortante del personaje de Maggie Smith, cuya ausencia se convierte en un homenaje constante a la actriz, fallecida hace apenas un año. Destaca también el trabajo de Michelle Dockery como Lady Mary, aunque –como ya pudimos ver en Amenaza en el aire– resulta algo encasillada. Y en un reparto tan coral, conviene subrayar el buen hacer de Hugh Bonneville y Elizabeth McGovern, cuyo matrimonio Crawley encarna –a pesar de sus diferencias– un hermoso canto a la fidelidad.
Sin necesidad de ser un devoto de la serie, Downton Abbey: el gran final se disfruta como un elegante adiós, donde la emoción, la ironía y la belleza formal se dan la mano por última vez.