¿Qué pasaría si te reencontraras con tus padres que han fallecido hace 30 años y que tienen ahora tu misma edad? Es lo que le ocurre –o parece ocurrirle– a Adam. Perdió a sus padres en la adolescencia y ahora es el momento de decirse muchas cosas que no se dijeron en aquel momento. Adam vive una dolorosa homosexualidad y acaba de empezar una relación muy intensa –y en cierto modo también tortuosa– con Harry, uno de los pocos vecinos del enorme y solitario edificio donde vive.
Andrew Haigh, que había escrito y dirigido ya un drama homosexual –Weekend–, adapta ahora la novela de Taichi Yamada para contar una tristérrima historia de amor e incomprensiones. Porque, aunque el foco narrativo –y desde luego el mediático, por el tirón de los dos protagonistas– parece estar en la relación amorosa y sexual de Adam y Harry, mostrada con descriptiva explicitud, el discurso de fondo va por otros derroteros. Y ese discurso tiene mucho más que ver con la relación paterno y materno-filial, con la necesidad de comprender, de comunicarse y aceptarse: con el innegable papel que tienen los progenitores en la formación del carácter y la identidad del hijo.
La película es un fuerte e inmisericorde ajuste de cuentas con el pasado, con las conversaciones que no se tuvieron o con las que se quedaron a medias, con las cosas que no se dijeron y se guardaron, y con las palabras que sí se dijeron y dolieron. Ese humus es el que permite entender la errática e insatisfactoria vida afectiva del protagonista.
Desconocidos es un drama denso y pesimista. El cuarteto protagonista es soberbio. Los toques fantásticos y oníricos restan un poco de oscuridad, pero no abren ninguna puerta a la esperanza y uno sale del cine absolutamente desolado.
Ana Sánchez de la Nieta
@AnaSanchezNieta