Premio del jurado en Sundance y Cámara de Oro en Cannes, esta ópera prima sobre una niña que malvive con su padre alcohólico en un barrio de Nueva Orleans casi sumergido tras el huracán Katrina, aspira a cuatro Oscar (película, director, guion adaptado y actriz).
Con 25 años, el realizador neoyorquino Benh Zeitlin se trasladó al Sur profundo con una cámara de 16 mm y ganas de convertir el cine en una experiencia vital. Allí encontró su voz, en 2008, rodando el mediometraje Glory at Sea, un preludio del largo que nos ocupa y que ya contenía todas las claves formales y materiales, para mi gusto mejor ensambladas.
Rodada con actores no profesionales, la cinta se mueve entre el miserabilismo de Flannery O’Connor y la captación del hombre y la tierra al estilo Malick, pero en modo dirty. La dimensión mítica, el aire apocalíptico se apodera de un cuento sórdido y brutal, áspero y crudo, y convierte las imágenes en una especie de visiones sinuosas. Un hábil montaje las va sirviendo como sueños que salen del agua para volver a sumergirse sin que medie el paso por la vigilia.
Me parece una obra irregular. Es innecesariamente larga o, mejor dicho, alargada: un cuento es breve por naturaleza, y para alargarlo hay que darle una estructura dramática distinta y un diseño de personajes (una construcción, un arco) diverso. Lo que puede fascinar de Bestias del sur salvaje es una suma de elementos que van más allá de lo cinematográfico.