Víctor Lapuente: “La cultura vivirá un renacimiento espiritual”

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DURACIÓN LECTURA: 19min.
Víctor Lapuente

Víctor Lapuente (Chalamera, Huesca, 1976) es doctor en Ciencias Políticas por la Universidad de Oxford y enseña e investiga en el Instituto de Calidad de Gobierno como catedrático de la Universidad de Gotemburgo (Suecia), y también en ESADE. Columnista en El País: política, divulgación científica y filosofía. Colaborador habitual de la Cadena SER.

Después de la pandemia, escribió un libro al que fuimos a mirarnos al espejo, y cuyas páginas todavía nos sirven para hacer examen de conciencia: Decálogo del buen ciudadano (Península, 2021). Con el paso de los meses, fuimos descubriendo que aquellas páginas no eran sólo un ensayo, sino la obra de un proceso personal con eco social. Porque todo lo que hacemos en este mundo, tiene su eco en la eternidad –Gladiator– y, por tanto, en la ordinaria temporalidad.

Además, ha escrito Organizando el Leviatán. Por qué el equilibrio entre políticos y burócratas mejora los gobiernos (Deusto, 2018) y El retorno de los chamanes (Península, 2015).

Estamos a 29 horas en coche y más de 560 de paseo. Más de 2.565 kilómetros separan nuestra señal. Pero Lapuente es un puente humano con mucha experiencia analítica y una honestidad intelectual luminosa. No es el clásico politólogo que pontifica muy seguro sobre sí mismo y sobre la brillantez de sus ideas, sino un experto en política con enfoque profundamente universitario. No es un politólogo con cartel electoral, sino uno de esos humanistas que convierten las ciencias sociales en un motor ciudadano que acelera la conexión entre personas.

Despacho de Universidad nórdica. Mobiliario mood-ikea. Pensamiento hecho a mano y condimentado con el sudor de muchas lecturas y muchas frentes. Es difícil sentirse más firme, aunque estemos en el aire.

— ¿Tenemos los políticos que nos merecemos?

— La respuesta tradicional en España ha sido que nuestra clase política no está a la altura de los ciudadanos, y me parece un error, porque empíricamente no es cierto. Los estudios sobre el nivel educativo de las élites políticas en España –entendiendo eso como un indicador del capital cultural– muestran que es muy alto, en comparación con muchos otros países. Evidentemente, los políticos actuales no son como los que hicieron la Transición.

Si miramos a Estados Unidos, por ejemplo, vemos cómo dos ancianos aspiran a la presidencia. En la política española sucede lo contrario a la gerontocracia. En este país, a los 40 años ya hay muchos políticos que se han ido: Inés Arrimadas, Pablo Casado, Albert Rivera, Pablo Iglesias… Aquí, la gente se va muy rápido, porque se quema muy pronto. Perdemos el talento senior, y eso es negativo. En la sociedad española destaca una obsesión por la juventud que hace que descartemos con frivolidad la experiencia y la sabiduría de las personas veteranas, y yo creo que los abuelos –especialmente, las abuelas– son pilares importantes de las sociedades mediterráneas. Siempre me ha llamado la atención el respeto reverencial que se manifiesta constantemente a las personas mayores en los países nórdicos, y eso que aquí a los abuelos, tradicionalmente, se les trata mucho menos dentro de las familias.

En España estamos empeñados en romper con las tradiciones, como si eso fuera un sinónimo de permanente modernidad. En la suma de todas estas cuestiones subyace la responsabilidad de todos los ciudadanos con respecto a la clase política que nos representa, porque, al final, somos nosotros los que elegimos dejándonos llevar por impulsos cortoplacistas. Premiamos al político ocurrente, en vez de apostar por la sensatez, aunque sea más aburrida.

— ¿Cómo podemos merecernos mejores políticos?

— De adolescente, cuando era monaguillo en mi pueblo, me enervó escuchar al cura eso de “más que buscar una revolución fuera, busquemos hacer una revolución en nuestros corazones”. Aquel mensaje de cambiarnos a nosotros para cambiar, después, la sociedad, me pareció profundamente conservador. Ahora lo veo totalmente al contrario. Era una enseñanza claramente progresista. Antes de darle la vuelta al mundo, debemos mirarnos al espejo y pensar qué es lo que estamos haciendo mal.

Obviamente, en la sociedad existe una fractura que los políticos están alimentando, pero todos tenemos mucha responsabilidad en ese bloquismo. Estamos perdiendo la capacidad de empatizar realmente con el otro, de ponernos en los zapatos y en el corazón de los demás y pensar que las distintas visiones del país no convierten al contrario en un enemigo de la patria.

Merece la pena acoger con buen corazón las iniciativas y las propuestas de personas que piensan de manera distinta, y en eso los partidos deben ser ejemplares. Las encuestas reflejan una fuerte caída del interés social por el acuerdo entre diferentes en los países occidentales. Se refuerza la idea de que los opositores son enemigos, incluso crece el número de personas que expresan en público su deseo de que mueran quienes no piensan como ellos. La misma sociedad se está envileciendo. Nos embrutecemos, más allá de la política. Las redes sociales han ayudado a acelerar este proceso que, en muchos casos, los grupos mediáticos jalean fomentando la confirmación de sesgos ideológicos por nichos. Las redes nos exponen más a mensajes propagandísticos que incentivan las emociones y relegan la capacidad de razonar. De todas formas, hay un factor mucho más de fondo en la generación de este contexto de envilecimiento social, que tiene que ver con la obsesión por el prestigio social, por el materialismo sin fronteras, y con la marginación de la espiritualidad y el sentido de la solidaridad.

“Las autocracias ascienden, como en los años 30 del siglo XX, aunque ahora ni la juventud ni las élites intelectuales se ven seducidas por el totalitarismo”

— Dices que la política se ha convertido en “pura propaganda”, que “el arte de persuadir ha sido sustituido por el de disuadir”, y que en vez de “atraer votantes” se impone “repeler a los del bando opuesto”. Marketing agresivo e idolatría de la división. ¿Estas tensiones son modas o riesgos que erosionan la democracia?

— Entre la comunidad científica de las ciencias sociales hay un gran debate sobre hasta qué punto estamos viviendo en el mundo un paréntesis democrático. Desde principios del siglo XIX, la democracia ha ido ganando terreno conquistando el corazón de muchas naciones, pero en los últimos quince años se observa un evidente retroceso y se ve que es un problema estructural que implica el ascenso de las autocracias.

Con ciertos paralelismos, revivimos los años 30 del siglo pasado. En estos momentos, las autocracias más duras controlan un tercio del PIB global y esa es una cantidad equivalente a la que controlaban la Alemania nazi, la Italia fascista o el Japón imperialista en la tercera década del siglo XX. Los paralelismos son evidentes, pero ahora tenemos una ventaja que favorece la oportunidad de frenar este proceso, porque ni la juventud ni las élites intelectuales de Occidente se han visto, todavía, seducidas de manera masiva por ideologías totalitarias, como sí ocurrió con el nazismo, con el comunismo o con los movimientos guerrilleros de los años 60 y 70. Hoy, aunque la democracia se encuentra en recesión, no se vislumbra un camino hacia la autocracia, al menos en los países occidentales.

— Menos ideología, más sectarismo, menos visión social y más tribalismo. De la aldea global al ring de los intereses privados. ¿Qué reset necesitan los partidos políticos para evitar devorarse a sí mismos y romper definitivamente con los ciudadanos?

— Hay muchas cuestiones interesantes que serían debates sociales y políticos muy legítimos y, sin embargo, todos están en el fango, precisamente porque hablamos sobre un ring. Si la conversación pública se convierte en pelea de tribus en el fango, se roban votos a corto plazo, pero nadie se gana los corazones de los españoles a medio y a largo plazo.

El clima de batalla genera una sensación que fue de enfado y ahora es de hastío, que es peor. El enfado hace que surjan respuestas sociales, pero el desencanto desmoviliza. El desafecto de la ciudadanía hacia las instituciones públicas siempre es bastante negativo. Está suficientemente documentado que tras el desencanto de los ciudadanos hacia el sistema político viene la erosión de ese sistema democrático y la transición hacia las dictaduras. Hoy, normalmente, las democracias se mueren por dentro dando pequeños pasos hacia el autoritarismo. Ya no nos hacen falta los golpes militares…

Víctor Lapuente

— Hace poco tiempo, en la política se hablaba de puentes. Hoy, hablamos más de bloques y de muros. Ni siquiera hay una capa de ética políticamente correcta en las palabras, que procrean el enfrentamiento. ¿Alguna vez la ciudadanía dará la espalda de verdad a esta política obscena?

— Es admirable el trabajo que hacen los partidos políticos y el conocimiento que tienen de las políticas públicas. Eso hay que subrayarlo. Y también es sorprendente el nivel de coincidencia en muchas cosas entre partidos diferentes, incluso en cuestiones absolutamente polémicas. Estoy convencido de que, si sentaras a negociar el porcentaje de catalán en las escuelas a padres de la CUP, de Vox, de Junts y de ERC, el acuerdo satisfactorio sería mucho más sencillo. La posibilidad de acuerdo entre ciudadanos es una realidad, y esa es una de las ventajas con la que cuenta España.

Hay un factor positivo de nuestra sociedad, incluso en relación con otras democracias occidentales: la gran coincidencia de los españoles en muchas cuestiones capitales. Los ciudadanos españoles coincidimos de manera sustantiva en grandes temas, y es la clase política la que vive del enfrentamiento y de la confrontación. Sí. Eso puede hacer que muchos ciudadanos den la espalda, puntualmente, a los partidos políticos, pero no a las políticas de consenso.

“Hoy, las ideologías subliman el narcisismo y el hiperindividualismo”

— En tu Decálogo del buen ciudadano, hablas mucho de individualismo y narcisismo, y eso que estábamos por salir mejores de la pandemia. ¿Podemos empezar a hablar ya de hipernacisismo e individualismo radical en la vida pública, o no hace falta exagerar?

— En aquel libro cuento cómo los psicólogos dicen que el nivel medio del narcisismo en las sociedades occidentales ha aumentado un 30%. Y es muy probable que ese porcentaje sea mucho más elevado en la clase política. En general, en las élites hay más personas narcisistas.

El hiperindividualismo está ahí, avanzando. Las ideologías tradicionales del consenso de la posguerra –a las que no quiero idealizar demasiado– contrarrestaban esa tendencia al individualismo. Hoy, las ideologías subliman el narcisismo y el hiperindividualismo, y eso tiene que ver con el declive de la democracia cristiana, que está siendo reemplazada en toda Europa por una derecha sin principios cristianos de moderación. Al final, Berlusconi y Trump alientan lo mismo: defraudar sólo es malo si te pillan… La ruptura de la derecha occidental con la raigambre democristiana ha elevado la egolatría y el narcisismo entre los políticos.

— Allí hablas también de responsabilidad individual y, a la vez, de trascendencia. ¿Podemos decir que hay una tendencia creciente a ser sociales con las palabras, pero egoístas con los hechos? ¿Podemos decir que hay una esquizofrenia que se manifiesta en la política, pero que representa lo que sucede dentro y fuera de muchos hogares?

— Sí. Vivimos en un mundo en el que no tienes que ser virtuoso, sino mostrar que lo eres, y eso es lo contrario a la virtud cristiana, al menos, a la humildad, que ha desaparecido de la ecuación de las buenas virtudes públicas. En muchos casos, la supuesta virtud se demuestra atacando a los demás y mostrando los vicios ajenos, sin ver la viga en el ojo propio. La hipocresía se ha impuesto como un modus operandi admitido en la conversación pública, sobre todo en las redes sociales, y eso es terrible.

— ¿Cuál es la esencia de un buen ciudadano?

Pues no lo sé… Después de leer todo lo que pude, traté de condensar mi aprendizaje de una manera práctica proponiendo diez reglas sobre cómo ser mejor persona. Son normas que yo trato de aplicar, no siempre con éxito… A lo largo de la historia ha habido filósofos clásicos, sabios y teólogos que se han enfrentado a momentos de incertidumbre muy parecidos a los nuestros. Ellos nos enseñan una manera de entender el mundo que es diametralmente opuesta a la que vivimos en nuestros días. Buscamos la felicidad a cualquier precio, pero lo importante es ser buenos, y la felicidad llegará por añadidura. Puede ser buen camino intentar encarnar las cuatro virtudes cardinales –justicia, templanza, fortaleza y prudencia–, acompasadas siempre con una cierta justicia social.

— Si queremos fomentar la formación de buenos ciudadanos, ¿qué ética debemos enseñar en casa por si nadie la enseña después en la educación o en la vida pública?

— Fomentar las virtudes, impulsar dentro de casa la honestidad para actuar en conciencia y leer a los clásicos, empezando por la Biblia. El hogar puede ser un lugar para resguardar la relevancia de las humanidades, rechazadas, incomprensiblemente, en una esfera pública obsesionada con la eficiencia extrema. Programar, lo hace ya la inteligencia artificial. Leer a Sófocles, no.

— Hablas de que el mejor éxito es ser útiles para la sociedad. Sin embargo, la sociedad sigue valorando más al que triunfa que al que sirve. ¿Cómo se rompe ese círculo vicioso para dejar de aplaudir lo que no nos hace mejores?

— Coincido bastante con lo que dice David Brooks: las virtudes prioritarias que nos interesa encarnar no son las que se reflejan en un currículum, sino las que se resaltarán en nuestro funeral. Le damos mucha importancia al desarrollo profesional, al dinero que ganamos y a los puestos que hemos conseguido, pero siempre compensa tener 10.000 seguidores menos en las redes sociales si eso es necesario para salvaguardar una amistad. El estoicismo es positivo. En esta conversación he defendido mucho el cristianismo, y ahora destaco también la virtud del estoicismo. Es más, la combinación equilibrada de ambas realidades me parece la gran la manera de compensarlas.

Merece la pena aprender a vivir siendo impermeables a los aplausos, siguiendo la recomendación de los versos de Kipling grabados en la entrada a la pista central de Wimbledon: “If you can meet with Triumph and Disaster and treat those two impostors just the same”. Tanto el triunfo como la derrota son impostores. Ese mensaje estoico también es importante para la buena vida.

“El mensaje popular trata de equiparar cristianismo e Iglesia con valores retrógrados, cuando la historia nos ofrece una perspectiva contraria”

— La mentira se ha convertido en claim político sin consecuencias aparentes en las urnas. ¿Qué tipo de hundimiento moral provocamos los propios ciudadanos cuando no castigamos la corrupción de los hechos y de las palabras oficiales?

— Cuando uno de mis hijos me dice que otro ha mentido, le digo: “quiérelo mucho y reza por él”. El mentiroso, en el pecado lleva su penitencia. Está demostrado empíricamente que si mientes, sufres psicológicamente desconfianza y angustia. Ante una persona que sufre, lo primero es conmoverse por su dolor y compadecerse. La persona mentirosa siempre sale perjudicada, aunque parezca lo contrario a primera vista. Dentro de un mentiroso hay muchos bucles de diferentes grados de desesperación. Eso también se nota en la vida pública. La mentira hunde.

¿Qué podemos hacer a nivel social para tratar de revertir esa realidad que nos hace creer que la mentira no tiene consecuencias? El progreso humano siempre se ha basado en la lucha contra el tribalismo. Joseph Henrich dice que la sociedad europea ha desarrollado una serie de valores contra el tribalismo basados en la confianza en los extraños, en los que están más allá de tu clan.

El cristianismo ha impulsado ese acercamiento desde su origen. La libertad, la democracia, el respeto a los derechos humanos nacen de esa confianza general, y se han consolidado gracias al cristianismo. Pero esa tendencia histórica se está interrumpiendo con este resurgir del tribalismo. La mentalidad tribal resucita entre las izquierdas y las derechas justo en un contexto social que da la espalda a la democracia cristiana. Uno de los grandes objetos de estudio social con más repercusión será analizar con objetividad todos los logros sociales que ha posibilitado el cristianismo gracias a su doctrina. El matrimonio, por ejemplo, es una unión libre de corazones, y esa es una realidad que pivota sobre una idea absolutamente revolucionaria. Hoy, el mensaje popular trata de equiparar cristianismo e Iglesia con valores retrógrados, cuando la historia nos ofrece una perspectiva contraria. El cristianismo lideró la revolución contra el tribalismo.

— En parte de tus textos nos retratas como “faltos de identidad”, “vacíos”, más hooligans de los propios prejuicios cada vez que damos un paso en el aparente progreso de las libertades sociales, y con miedo a trascendernos, porque mezclamos con la religión cualquier empeño en salir de nosotros mismos. Nos pintas como perdidos, como dándonos muchas vueltas a nosotros sin mirar de verdad a un futuro constructivo.

— Espero, también, transmitir alguna idea un poco optimista, porque creo firmemente que hay esperanza. Es verdad que en la cultura popular actual –las series de televisión, las novelas…–, el hiperindividualismo y la búsqueda prioritaria del placer y de la felicidad están absolutamente por encima de todo, y es verdad que, muchas veces, se mira con desdén la posibilidad de trascendencia. Anecdóticamente, se ve en la atribución de valores negativos a los personajes que tienen relación con la religión. Casi todos los sacerdotes que salen en las películas españolas son bastante malos. Eso contrasta mucho con la visión que tenían Bergman u otros guionistas y directores de cine muy progresistas. En España, todo lo que hace referencia a la religión suele representarse con personajes materialistas y obcecados, más bien hipócritas e indeseables. Ese retrato maniqueo es excesivamente simplista.

La trascendencia ha estado siempre fuera de la vida cultural española, aunque, como destaca Erik Varden, estamos inmersos en un revival de la espiritualidad en el ámbito cultural occidental. Se ve, por ejemplo, leyendo a Jon Fosse, Nobel de Literatura. Esa búsqueda de la espiritualidad a través de las rendijas de la cultura y el arte viene a España con retraso, pero llegará. La cultura española vivirá un renacimiento espiritual, porque, en el fondo, es eso lo que llena los vacíos a lo largo de toda la historia de los seres humanos. Hay algo espiritual que nos une y nos trasciende. El ecologismo, por ejemplo, es una manifestación de esa inquietud honda.

“Un mundo tan expuesto necesita volver al interior de la espiritualidad”

— ¿Tú estás en ese proceso personal de renacimiento espiritual?

— Sin duda, aunque me cuesta todavía definirlo. De momento, es más una pregunta interior con un interrogante amplio que una respuesta. Pero sí que hay algo ahí. A una persona que se dedica a observar la sociedad a veces le puede costar distinguir entre lo que pasa dentro y lo que se palpa fuera. Pero sí, es evidente que estoy más sensible a estos temas que en otros momentos de mi vida.

Desarrollar la espiritualidad es bueno y positivo. En Suecia, que es un país más bien agnóstico, se convive con una gran apertura mental para hablar de Dios y de la religión, incluso en una facultad de Ciencias Políticas. En España es probable todavía que, si hablas de estas cosas, te echen por ultra inmediatamente. Avanzamos en las ciencias sociales, en la economía, en la cultura, pero creo que todavía no hemos dado el paso de la revolución interior. Un mundo tan expuesto necesita volver a la espiritualidad.

— En tu experiencia personal, ¿ves una conexión entre el empeño por ser mejor persona en este mundo y la sed de trascendencia más allá de este mundo?

— Sí. Siempre he pensado que Dios existe para que ningún ser humano se sienta dios. Asumir que hay alguien que trasciende al ser humano, llamémoslo dios, en minúscula, sin adscribirlo a ninguna religión en particular, es algo absolutamente poderoso. Todos somos responsables frente a algo, y eso afecta a nuestro comportamiento. La existencia de algo que para mí es todavía vago y difuso, entre otras cosas, favorece la calidad de las relaciones humanas dentro de cualquier sociedad. También es importante tener cuidado ante los falsos dioses. En general, la trascendencia que me convence tiene que ver con el respeto máximo a la libertad de cada persona. Considerar que estamos al servicio de algo trascendental es maravilloso, pero considerar que lo trascendental está a nuestro servicio es una perversión absoluta.

— ¿Cómo debe ser el buen politólogo, el que mejor puede ayudar a esta sociedad a no entregar su espíritu crítico al marketing agresivo?

Cuando surgió Podemos, hablé con una politóloga americana a la que respeto mucho, y me dijo que no creía en el futuro de un partido político hecho por politólogos, que sería un fracaso… Los politólogos podemos ver el toro desde la barrera, pero es mejor que no bajemos al ruedo. Es importante que los politólogos seamos muy humildes, que respetemos a los políticos, que no los tratemos con superioridad…

En España, esta profesión se ha obsesionado mucho con el método y con los números, y a veces nos olvidamos de que lo más importante de la vida no se puede medir. Nos falta dar ese paso cuantitativo. Los datos y las encuestas se usan de manera muy cortoplacista, y nos estamos olvidando de las grandes ideas y de los grandes valores. Le hemos perdido el respeto a la Filosofía y nos hemos entregado en brazos de la estadística. Todo eso nos conduce a gráficos muy bonitos y a modelos muy convincentes, pero inútiles para ofrecer las mejores recomendaciones a la sociedad.

Álvaro Sánchez León
@asanleo

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