Es el odio (sí, y el rifle)

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Seguidores de Charlie Kirk le rinden tributo ante la sede de la organización Turning Point USA, fundada por aquel, en Phoenix (foto: Gage Skidmore / ZUMA Press Wire / dp / DPA / EuropaPress)

Cuando Charlie Kirk recibió el disparo que unos minutos después le arrebataría la vida, estaba haciendo lo que mejor sabía: debatir, intentar desarmar argumentalmente a sus contrarios para ponerles otras razones en sus manos. Pero algunos las tenían ocupadas en taparse los oídos. Alguno, incluso, ocupadas en sostener un máuser con el mínimo pulso, sin nervios…

Por desgracia, el asesinato del joven polemista conservador no será el último que la violencia política se llevará por delante en Estados Unidos. Como afirmación de un simple observador externo puede parecer atrevida, pero la relación de incidentes contra personajes públicos, vinculados o no directamente a los dos principales partidos nacionales, es abultada. Ahí está la bala que le surcó la oreja a Donald Trump, el brutal ataque al marido de la presidenta de la Cámara, Nacy Pelosi; la muerte a tiros de Melissa Hortman, representante demócrata en el Congreso de Minnesota…

Y claro, los medios están a la mano. Según datos de 2023 ofrecidos por el FBI, las pistolas estuvieron presentes en el 53% de las 13.529 muertes por disparos en ese país; las escopetas, en el 1%; los rifles, en el 4%, y en el 42% restante se utilizaron otras armas de fuego “de tipo no especificado”. Si se calcula que hay entre 400 y 500 millones de estas armas en poder de la población (y el número de residentes del país no llega a los 332 millones), uno podrá imaginar que el pastor que leerá el salmo 22 en las exequias de Kirk –o el que lo hizo en las de Hortman y su esposo– volverá al camposanto antes de lo que desearía.

Porque el clima es propicio. Kirk, un rival temible en la arena de la palabra, plantaba la tienda dondequiera que era emplazado, con especial querencia por los campus universitarios –de hecho, estaba al inicio de una gira por una decena de ellos–. Pero al debate se va por un camino empedrado de lecturas, de reflexión, de reconsideraciones, y muchos prefieren el trillo. Una encuesta reciente de la Foundation for Individual Rights and Expression (FIRE) a más de 68.000 estudiantes norteamericanos de educación superior muestra que, para el 34%, está bien hacer uso de la violencia para acallar opiniones contrarias en sus centros (otra variante, más “tranquilizadora” y que da por buena el 72%, es emprenderla a gritos con el conferencista para que baje del estrado y se largue). También un sondeo anterior, de 2024, pero con población general, halló que el 20% de los consultados consideraba justificada la violencia política “al menos algunas veces”.

David French, columnista del New York Times y adversario ideológico de Kirk, lo tiene claro: “Si seguimos así, Charlie Kirk no será el último en morir”. El analista toma nota de algunos exabruptos online, con llamados a la venganza, al ojo por ojo –“estamos en guerra”, “esto es la guerra”–, y advierte de que un hecho así puede costarles a sus compatriotas el país tal como lo han conocido: “Lo perdemos cuando dejamos de ver a nuestros oponentes como humanos, cuando anhelamos la venganza más que la paz, cuando la motivación de nuestro compromiso político deja de ser el bien común de nuestra República constitucional (o incluso la simple seguridad de nuestras familias), y se centra en infligir dolor y angustia a nuestros enemigos políticos”.

Algo esto último, por cierto, en lo que todos han sido particularmente punzantes en este primer cuarto de siglo en el que las ráfagas han sido inmisericordes, con Hillary Clinton llamando “despreciables” a los votantes de Trump y este amenazando más de una vez con encerrarla a ella y a la familia Biden al completo. Nadie se extrañe de que, en las redes sociales, los seguidores de cada bando se deseen los unos a los otros las peores monstruosidades, y que aplaudan a rabiar la tragedia de alguno de sus contrarios. Como si el exaltado tuitero no tuviera a esa misma hora en casa a su esposa leyendo tranquilamente una revista y a sus niños correteando detrás de un cachorro. Como si no los tuviera aquel a quien él desea fulminar.

Para algunos, dentro y fuera de EE.UU., no hay remedio, porque se trataría de un problema esencialmente norteamericano, de una marca indeleble. “Esta nación necesita afrontar la violencia que parece estar en nuestro ADN”, lamenta un escritor en Newsweek, quizás en línea con la curiosa tesis de Michael Moore en Bowling for Columbine (2002) de que el terror y el crimen se arraigaron a esa idílica y pacífica tierra únicamente cuando llegaron los peregrinos del Mayflower armados de mosquetes, y no pueden desterrarse. Y uno se encoge de hombros al recordar la de cabezas que rodaron en París o en La Vendée siglo y medio después de aquello; atrocidades que no parecen haber condicionado en absoluto los actuales niveles de criminalidad de Francia, bastante más bajos que los de EE.UU.

Sí: la diferencia puede ser el máuser. Puede ser que quien lo tiene no debería tenerlo –el propio Kirk, devoto defensor de la 2da. Enmienda, no estaría de acuerdo, pero los hechos están ahí–. Es el odio profundo al rival, seguramente, pero el odio, a efectos de que el contrario siga vivo o no, no es per se el problema: es su conjunción con el dedo en el gatillo. En España, en el Congreso de los Diputados, he visto pasar a una diputada junto al escaño de un colega de otro signo y gritarle a todo pulmón: “¡Fascista!” –¿acaso hay que guardar las formas ante un “miserable fascista”, se preguntará?–, tras lo cual sus seguidores la han secundado y afirmado en su histérica reacción. He visto a estudiantes boicotear a conferencistas de derechas en sus universidades, pedir su expulsión, intentar golpearlos…

Pero a nadie apostado con un rifle en una azotea, al acecho. Porque no hay armas accesibles. Normalmente no en las manos equivocadas. Quizás, en lo que los estadounidenses se sientan a esperar largamente que los odios se enfríen, deberían empezar por ahí: por repensar esa extraña libertad. Pero no sucederá.

Queda solo esperar que pase el próximo cortejo.

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