El espectáculo de cientos de estudiantes fuera de control, exigiendo a gritos que se marche un conferenciante invitado a su universidad, viene siendo cada vez más común, al punto de que, en ocasiones, el claustro opta por retirar la invitación para evitar males mayores. Un registro creado por la Foundation for Individual Rights in Education (FIRE) contabiliza 996 reclamaciones de este tipo en EE.UU. desde 1998, y es curioso observar que, si quienes protestaban en los primeros tiempos eran lo mismo de izquierdas que de derechas, la tendencia ha variado: de las 27 exigencias de boicot durante este año, 25 han provenido del alumnado o el profesorado “progresista”.
En un reciente artículo en el New York Times, Debra Satz, decana de la Facultad de Humanidades en la Universidad de Stanford, y el profesor Dan Edelstein, director de su programa de educación cívica, argumentan que el problema de tanta cancelación y censura tiene su raíz, precisamente, en el abandono de la educación cívica y del estudio de un sustrato cultural común que hoy, en los círculos de izquierda, es más motivo de rechazo que de orgullo.
La debacle empezó en la década de 1960. Según explican, hasta 2010 casi todas las universidades selectivas (con excepción de Columbia) fueron abandonando el requisito de un plan de estudios de Humanidades común en primer año, y optaron por un modelo buffet. En Stanford, por ejemplo, los alumnos ya podían elegir en primer año desde un curso sobre “roles de género en las familias chinas” hasta otros de resonancias etéreas, como “Visiones tecnológicas de la utopía”; cursos, en fin, sin una justificación formativa contundente.
Todo el mundo ha ido tirando por su lado, en ejercicio de la “libertad de elección”, que es “un valor importante –reconocen los autores–, pero sin un sustrato compartido, esto puede llevar a que la gente se grite entre sí. Un modelo educativo que no deja espacio para un plan de estudios básico moldeado por las demandas de las democracias del siglo XXI, deja a los estudiantes lamentablemente mal preparados para lidiar con los desacuerdos”.
Satz y Edelstein alertan de que la percepción de la elección individual como valor supremo dificulta examinar lo válido que pueda haber en otras alternativas, y hace de quienes las promueven “obstáculos que deben ser eliminados. En el marco educativo, la mano invisible puede convertirse en un puño de hierro”.
“Si el colegio no lo enseña, ¿entonces quién?”
Varios autores han venido advirtiendo desde hace décadas sobre el declive de la educación cívica. Uno de ellos, el ya fallecido Jeffrey Mirel, profesor de Historia de la Educación en la Universidad de Michigan, señalaba en 2002 que, ante el empuje de los “estudios de multiculturalismo”, la sola idea de enseñar una cultura cívica común empezó a ser percibida como “asimilacionista” y “culturalmente imperialista”, además de como una sutil forma de “opresión”.
“Desde esa perspectiva –apuntaba– la vieja política no partidista de preparar a los futuros ciudadanos educándolos en estos conocimientos, habilidades, ideales y valores que habían sido tradicionalmente impartidos en las escuelas públicas, tuvo que ser radicalmente rediseñada o abandonada”.
De los 50 estados de la Unión, solo siete tienen la educación cívica como materia obligatoria durante todo un año
Que muchas veces las autoridades educativas prefirieran eludir el debate y renunciaran a la tarea histórica de enseñar unos contenidos culturales y de comportamiento comunes, habría contribuido, dice, a agravar el problema. “Esta mezcla de multiculturalismo y mediocridad tiene –afirmaba– todos los ingredientes para una crisis educativa, especialmente para la mayoría de los estudiantes de secundaria que no están matriculados en honor courses (clases de nivel avanzado)”.
“Si los colegios no enseñan a los estudiantes cómo lidiar de modo civilizado con asuntos desafiantes, problemáticos y conflictivos, ¿quién se lo enseñará? Seguramente no la televisión, ni las películas, ni los videojuegos”, aseguraba.
Veintiún años después, según constata un informe del centro de políticas públicas Committee for Economic Development (CED), al menos en EE.UU. no han sido mayoría los que han preservado y animado esta misión formativa clave: de los 50 estados de la Unión, solo siete tienen la educación cívica como materia obligatoria en secundaria durante todo un año. En un nivel concreto, 8.º grado (13-14 años), menos de la mitad de los estudiantes dijo haber recibido la asignatura, y de los evaluados, menos del 25% recibió un aprobado en la materia. Asimismo, tampoco abundan quienes puedan impartirla: solo el 29% de los alumnos dijo haber tenido un profesor con esa función específica.
Las señales del mercado
Nadie se extrañará, con los números anteriores, de que quienes transitan después a la universidad lo hagan sin tener noción de que un centro de estudios superiores debe hacer sitio a la contraposición de ideas, y no prestarse para –como documenta FIRE– anular al ponente de ideología contraria, cuando no machacarlo a insultos (o con manifestaciones de violencia física).
Tampoco sorprenderá, ya fuera de los campus, la pérdida general del compromiso con el bien común y el retroceso de la cortesía y el buen trato. El columnista David Brooks ha tomado nota de la relación causa-efecto en un texto para The Atlantic: “Cómo EE.UU. se volvió malo”. En el repliegue de la formación cívico-moral, Brooks advierte consecuencias como el incremento de los casos de mala conducta social (de desórdenes y comportamientos incívicos en establecimientos comerciales y en centros de salud, y de “delitos de odio”), una mayor frecuencia de uso de palabras que presuponen hostilidad en el ambiente (conspiración, polarización, tiroteos masivos, trauma, espacios seguros, etc.), y la disminución de las donaciones a organizaciones benéficas (en 2000, el 75% de los hogares había donado algo; en 2018, lo hizo menos de la mitad).
“Rara vez es una prioridad para los empleadores promover las habilidades de escucha activa, razonamiento mutuo, respeto a las diferencias y apertura de mente”
Según el autor, el progresivo avance, desde mediados del siglo XX, de la concepción de que el ser humano es “bueno por naturaleza”, así como “bueno” es todo aquello que la persona decida que lo es, ha ido orillando las “tradiciones de civilidad” compartidas, tal como alertaba W. Lippman ya en 1955, y se ha abdicado de la educación moral. Una renuncia que también ha llegado a las universidades, donde, lamenta Brooks, “los departamentos de Humanidades solían estudiar Literatura e Historia para sondear el corazón y la mente humanos, (pero) ahora a veces parecen preocupados exclusivamente por la política y por los sistemas opresivos construidos en torno a la raza, la clase y el género”.
Hay que añadir a esto que si, por una parte, las Humanidades se han ido suicidando gustosamente, por otra, los jóvenes que ingresan a la universidad lo hacen, en cada vez mayor proporción, a carreras más “técnicas” que les garantizan un retorno económico rápido y cuantioso. Nada de disposición de servicio a la comunidad o de crecimiento personal en cultura y valores. Cuando en 1967, recuerda el autor, se les preguntó a los nuevos estudiantes acerca de sus objetivos vitales, el 85% dijo estar “fuertemente motivado” para desarrollar “una filosofía de vida significativa”. En 2015, en cambio, el 82% lo veía todo en un sentido más “práctico” y declaró que su objetivo era la riqueza. Punto.
“Cuando las universidades –apuntan por su parte Satz y Edelstein– no señalan el valor intrínseco de ciertos temas o textos, exigiéndolos, muchos estudiantes simplemente siguen las señales del mercado”. Pero si la formación cívica se deja en manos del mercado, añaden, “siempre habrá escasez de oferta. Rara vez es una prioridad para los empleadores o para quienes buscan empleo promover las habilidades de escucha activa, razonamiento mutuo, respeto a las diferencias y apertura de mente. Necesitamos reinvertir en ello”.
Literatura y filosofía, al rescate
Por fortuna, en algunas universidades de EE.UU. ya “reinvierten”. En el caso de Columbia, lo hace de modo ininterrumpido desde principios del siglo XX –aunque con variaciones, lógicamente–. Los alumnos cuentan con un core curriculum que, en cuanto a literatura, incluye el estudio del Génesis, la Ilíada, el Quijote, Crimen y castigo, La Metamorfosis y otras más. También reciben clases de apreciación musical, aproximación a las ciencias, filosofía, etc.
A través de esta experiencia intelectual compartida, el programa dice brindar a los jóvenes “la oportunidad de experimentar con ideas, realizar sus propias investigaciones, desarrollar sus propias perspectivas” y armarse de argumentos para poder ejercer la crítica a las opiniones o prácticas en boga.
Satz y Edelstein citan el propio ejemplo de Stanford: desde 2021, y como requisito universitario común –sea a estudiantes de Historia del Arte, Informática o Física–, se ha incluido un curso denominado “Educación cívica, liberal y global”, con seminarios sobre lo que implica la noción de ciudadanía en el siglo XXI. “¿Quién está, o debería estar, incluido en la ciudadanía? ¿Quién decide? ¿Qué responsabilidades conlleva?”, son algunas de las cuestiones de debate. Como lecturas, algunos escritores estadounidenses contemporáneos, e igualmente clásicos como Platón (Critón y Apología de Sócrates).
Los textos, en todo caso, son herramientas para potenciar el debate, que persigue, según ambos profesores, “cultivar habilidades democráticas como la escucha, la razonabilidad y la humildad”, y capacitar a los estudiantes para que interactúen de modo edificante con los demás, “especialmente cuando no estén de acuerdo”. Las evaluaciones estarían mostrando que el programa ya alcanza sus fines.
Otra experiencia de interés se documenta en la Universidad de Purdue, un centro enfocado principalmente en las especialidades tecnológicas. Allí, el programa “Cornerstone” propone a los estudiantes de primer año varios textos históricos, literarios y filosóficos “transformadores”, el debate de los cuales puede ayudar a generar actitudes positivas concretas.
“El objetivo principal del curso –se explica en su web– es brindarles a los estudiantes un conocimiento fundamental de la literatura universal transformadora, así como habilidades esenciales de lectura, escritura, expresión oral y analítica”. Los textos, añade, abarcan desde la Antigüedad hasta el nacimiento de la era moderna, y el objetivo de su estudio es “crear aprendices permanentes, abiertos al mundo y sensibles a otros puntos de vista. El curso expone a los estudiantes de toda la universidad a las ideas, al conjunto de habilidades y a la inspiración a que animan las artes liberales”.
En resumen: infundir el saber y, en conexión con este, el saber estar: el cómo conducirse, cuándo guardar distancia, cuándo intervenir, cómo participar en lo público, qué aportar… Brooks lo plantea de modo inmejorable echando mano de la expresión de un docente británico de la década de 1930: formar jóvenes que sean “aceptables en un baile e inestimables en un naufragio”.
Y de bailes, no se sabe, pero de “naufragios” –morales, espirituales, educativos…– varias sociedades modernas van bien servidas.