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Educación cívica: ¿la hora de “los míos”?

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Educación cívica

En teoría, la educación cívica debería servir para inculcar a los jóvenes valores comunes a todos, empezando por el respeto a quienes piensan y viven de forma diferente a la nuestra. Pero la experiencia reciente en Estados Unidos y España muestra que se ha convertido en un frente decisivo de la batalla cultural.

Planteada en abstracto, sin contenidos concretos, la educación cívica es vista por la mayoría de estadounidenses –el 56% de demócratas y el 56% de republicanos de una muestra representativa de 1.000 adultos– como la mejor herramienta frente a la polarización. El problema es que, tal y como la conciben muchos hoy día, una materia pensada para unir ya es una de las más divisivas.

Lo cuenta George Packer en un artículo publicado en The Atlantic, en el que compara dos maneras de impartir la educación cívica. Una se centra en la transmisión de conocimientos sobre la Constitución y anima a adquirir hábitos necesarios para la convivencia, como el arte de razonar, de llegar a acuerdos, de tolerar las discrepancias…, “en vez de dar por hecho que todo el mundo piensa lo mismo”. La otra entiende que la escuela es un ámbito más al que los adultos pueden llevar sus discrepancias sobre valores y estilos de vida.

Como ejemplo de esta educación partidista pone el duelo entre los partidarios de llevar a la escuela pública el Proyecto 1619, con el que The New York Times pretende reescribir la historia de EE.UU. tomando la esclavitud como hecho fundacional, y los partidarios del Proyecto 1776, un curso de educación patriótica lanzado por la Administración Trump en respuesta al otro.

Lo que podría ser una ocasión para enseñar el respeto debido a toda persona, incluido el rechazo al racismo, se está usando –lamenta Packer– para “exacerbar nuestros antagonismos mutuos”.

Diversidad familiar y pensamiento único

Algo similar ocurre en España con el concepto de “diversidad familiar”. Es preciso que los niños y los adolescentes aprendan a respetar a todos sus compañeros de clase, con independencia de la forma de convivencia que hayan escogido sus padres. Pero inculcar el respeto no exige obligar a pensar que todos los estilos de vida son iguales desde el punto de vista de la funcionalidad social. Por mucho que la ley ampare todos los “modelos familiares”, sigue estando permitido pensar que hay una mejor forma de familia que debería merecer más recursos, protección y estima social que sus alternativas.

El gobierno español ha tomado partido en el debate: no solo lleva la disputa al aula, sino que la da por resuelta. Así, la enseñanza de la diversidad familiar es uno de los contenidos que exigirá “en todas las etapas educativas e independientemente de la titularidad del centro” (artículo 30) la nueva ley de infancia, aprobada hoy en el Congreso. Se entiende que una norma pensada para proteger a los niños y a los adolescentes frente a cualquier forma de violencia, fomente la educación en el respeto y la igualdad. Y que prevea protocolos para detectar el acoso por cualquier motivo. Pero la norma se excede cuando obliga a adoctrinar en el relativismo familiar.

También la “ley Celaá” insiste en inculcar “el valor del respeto a la diversidad” como uno de los contenidos principales de la nueva asignatura obligatoria de Educación en Valores cívicos y éticos. A la espera de que se conozcan los detalles de la asignatura, habrá que confiar en que la enseñanza del respeto hacia la variedad de estilos de vida vaya de la mano de la enseñanza del respeto hacia la diversidad de puntos de vista.

El truco es hacer pasar por valores exigibles a todos los alumnos lo que en realidad son cuestiones discutidas entre los adultos

Moral pública y privada

Quienes recordaban, con motivo de la polémica sobre el pin parental, que la Constitución española garantiza a los padres el derecho a “que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones” (artículo 27.3) no se oponen a que los chavales asistan a charlas sobre el respeto a todos los compañeros o la igualdad entre mujeres y hombres. Su resistencia es a que el Estado abandone el principio de neutralidad ideológica en cuestiones sensibles como la visión de la familia y la sexualidad.

El gobierno eludió la preocupación de fondo de estos padres y, en cambio, recurrió a una artificiosa distinción. La sintetizó el ministro de Cultura y Deporte, José Manuel Rodríguez Uribes: “Las familias, como en su caso las confesiones religiosas, ayudan a formar a los niños y niñas en la ética privada. Los valores comunes de la ética pública se enseñan, sin embargo, en la escuela”.

Este argumento –al que ya recurrió el primer gobierno de Pedro Sánchez– permitiría a los poderes públicos puentear a los padres en la formación moral de sus hijos, si entienden que determinados contenidos educativos forman parte de los valores válidos para todos. Según esta visión, no hay inconveniente en que los padres transmitan a sus hijos una determinada concepción del bien, pero en cuestiones de ética pública manda el Estado.

Aquí el truco es hacer pasar por valores exigibles a todos los alumnos lo que en realidad son cuestiones discutidas entre los adultos. Y presentar los reparos de los padres en esos asuntos como preferencias estrictamente privadas.

Es un argumento típico en la batalla cultural, donde quienes llevan la voz cantante han logrado que cale la idea de que los partidarios de los valores considerados “tradicionales” defienden posturas que solo cabe tolerar en la intimidad del hogar, mientras que la ordenación de la moral pública compete única y exclusivamente a los defensores de los valores “progresistas”.

Visto así, la apelación a la “moral pública” no sería otra cosa que el intento de monopolizar la instrucción de todos los niños y jóvenes en la propia visión del mundo. Lo explica el sociólogo Frank Furedi glosando las ideas del también sociólogo Alvin Gouldner. ¿Cómo lograron los partidarios de la contracultura de los años 70 del siglo pasado dar un vuelco a los valores de la sociedad? Usando la educación como una forma de apartar a los niños de la influencia cultural de sus padres. “Cuando se graduaron –escribe Furedi–, muchos jóvenes ya habían interiorizado una serie de valores distintos a aquellos en los que fueron socializados sus padres”.

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