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Karina Sainz Borgo: “Cultura y democracia forman parte de un mismo magma”

publicado
DURACIÓN LECTURA: 18min.

Fotografía: Clara Rodríguez

 

Karina Sainz Borgo es escritora y periodista. Punto. Clara. Contundente. Directa. ¿Áspera? Frontal. Sincera. Con alergia al trampantojo humano, literario, cultural, social. Con historia. Sin tapujos. Sin miedo al qué dirán. Libre de estereotipos.

De Caracas. De 1982. Dejó la Venezuela chavista y se instaló en España el Día de la Hispanidad de 2006. Casi quince años de recuerdos, retrovisores, vidas muertas, muertes vivas, dolores, tacones lejanos, esperanzas y volver a empezar.

Su biografía paralela son libros leídos, asumidos, subrayados, comentados, compartidos, usados. Y libros escritos con garra como La hija de la española (2019), Crónicas barbitúricas (2019) y, ahora, El Tercer País (2021).

Con La hija de la española –angustia, ternura, patria, platos rotos, aire libre, un país al que no se puede regresar– se subió a un concorde. Entre otros muchos aplausos internacionales, fue uno de los cien mejores libros del año para TIME, teniendo en cuenta que cada año se publican en el mundo unos 2,2 millones. Pero, sobre todo, estaba en boga y en las bibliotecas caseras, y se hablaba de sus páginas en las redes, en las aulas, en los bares, en las tertulias vivaces de la gente que lee y en los rincones de cada exilio.

Dos años después de un éxito, hace tres meses dio a luz entre el barro su segunda novela de ficción: El Tercer País. Vidas intensas en una frontera asfixiante. Sombras, desiertos, entierros. Dos mujeres. Una huye de la peste. Otra porta los cadáveres de sus hijos para sepultar dignamente un drama. Piedad y compasión. Uñas. Un cuatro por cuatro de entrañas y campo a través.

Con el sol en vertical en un viernes del arranque del estío, conversamos sobre renglones torcidos con la escritora recién fichada para pilotar la sección de Cultura de ABC.

El Tercer País va cuajando. Otra novela con garras, barro, dolor y muerte. ¿Hay luz en el fango?

— Sí. El Tercer País es una novela luminosa sobre la compasión y la piedad, pero la construcción formal de esa propuesta resulta más evidente y más sobrecogedora si la luz proviene del fango, de las garras, del polvo, de la degradación y de todo ese entorno híbrido tremendamente espinoso que destilan los mundos de fronteras. Hacer una narrativa ejemplarizante al respecto me parece que aporta muy poco, al menos para la literatura que a mí me moviliza y me sacude. Siempre cito a Coetzee porque, a mi madurez, no me he repuesto todavía de haber leído su obra muy joven. Él iba a lo más desgarrador y a lo que más conmueve. Hay muchas cosas que resuenan mejor en la basura.

— Tanto esta novela como La hija de la española son historias fuertes que dejan huella honda. ¿A usted la han cambiado?

— El cambio es un proceso continuo. Indefectiblemente, a no ser que estemos muertos, es difícil no cambiar, lo cual no quiere decir mejorar… Es complicado permanecer invariable como una piedra. Cada libro y cada historia que trabajo están sustentados sobre unas lecturas, bien sea porque no las había hecho, o porque las necesito, y eso me va cambiando el punto de vista, me va resabiando para bien.

“La escritura es una doma. Se trata de domesticar las palabras, porque tienes que escribir lo que quieres, no lo que puedes”

Hasta ahora, la intuición me ha llevado a tener una percepción más directa y más fuerte para hacer más con menos recursos, algo que me ha costado mucho domeñar a lo largo del tiempo. Yo creo que la escritura es una doma: se trata de domesticar las palabras, porque tienes que escribir lo que quieres, no lo que puedes. Escribir es un proceso de maduración ligado a las lecturas. Lo que sostiene una carrera literaria es la capacidad lectora del autor, que ayuda a evitar incurrir en obviedades y cursilerías. En ese aspecto he cambiado, claramente, aunque el ciclo entre La hija de la española y El Tercer País ha sido breve. Espero seguir viviendo este proceso de transformación.

— ¿Escribir puede ser una terapia? ¿Leer puede curarnos de algunas patologías?

— No, no, no. Estoy completamente en desacuerdo con ese enfoque, porque me molestan esas beaterías culturales de las que habla Javier Gomá. Los libros no hacen mejores a las personas, aunque te hagan menos estúpido. Los libros no están hechos para resolver problemas, ni reparan heridas. Habría que ser de piedra para no entender a Edmond Dantès, pero eso no quiere decir que el lector haga el propósito de que, de ahora en adelante, repudiará de su vida todo lo que suene a venganza. Perdona que sea tan radical, pero últimamente reacciono instintivamente contra esto, porque percibo que se le atribuye a la lectura una especie de efecto-catecismo contra el que me rebelo.

— A mí, leer La hija de la española me sirvió para empatizar mucho más con la situación de Venezuela, por más que leyera la prensa todos los días. La fuerza de la historia me abrió el entendimiento. A este tipo de terapias o curaciones me refiero.

— Eso es un efecto colateral, porque La hija de la española no es una novela-denuncia. Después de haber leído tanto a Thomas Bernhard, que es un autor que me marcó profundamente en su relación con lo propio, entendí que podía destripar un lugar con el que tenía un conflicto. Evidentemente, en buena medida, los conflictos de Adelaida Falcón son los que tengo yo, pero ella no soy yo. Mi batalla contra esas beaterías culturales pretende aclarar que las novelas son ficción y justamente por eso permiten simbolizar, hacer elipsis, manipular… No son un reportaje, donde estás obligado a responder a una serie de preguntas en torno a datos ciertos.

El compromiso de la novela, además de estar bien escrita, se centra en sostener un universo coherente. Cuando salió La hija de la española yo no sabía en qué me estaba metiendo, sinceramente. No fui capaz de comprender lo que aquel libro tocaba en los resortes de los demás. Yo solo tenía claro que quería hacer mi propio alegato antiautoritario. Para mí, la pérdida de Adelaida Falcón es la expresión de un Estado autoritario. Cuando ella está en su lugar de origen vive en un exilio interior. Tiene que deshumanizarse y su catadura moral va bajando, porque el entorno, de alguna manera, no le deja otra opción. Ese era mi punto de partida. Y luego empecé a darme cuenta de que los libros solo se completan con los lectores. Mucha gente me dijo que se sentía como Adelaida Falcón, no solo por vivir en el epicentro de un proceso político como el de la protagonista, sino porque quizás habían perdido a su madre recientemente, porque La hija de la española refleja una sensación de pérdida tremenda. Entiendo lo que dices y me genera cierta tranquilidad moral, pero mi objetivo no era ese.

— ¿Hay riesgo de leer mal sus textos y pensar que ninguna esperanza es realista?

— Los libros no se leen correcta o incorrectamente. Los libros tienen capas de sentido y proponen cosas, y los lectores tienen una capacidad tremenda para desentrañar realidades y sugerencias. Puede, incluso, que uno quiera lanzar un mensaje claro y su sentido se transforme entre otras manos. Soy consciente de que existe una percepción de que mi escritura es oscura, y eso no deja de ser verdad, pero también soy consciente de que siempre meto luces en medio del barro y joyas en mitad del basurero.

Procuro ofrecer al lector momentos de belleza, de calma, de lucidez, de humanidad, de melancolía, incluso de poesía –una palabra que uso con mucho respeto–, dentro de un entorno amenazante y horroroso. Creo que ese recurso está mejor conseguido en El Tercer País, porque, técnicamente, en La hija de la española era excesivamente evidente. Tengo la esperanza de que los lectores hallen la luminosidad que tienen algunos personajes. Uno de ellos intenta redimirse, ya veremos si lo consigue, pero lo intenta, y eso es luz. En cualquier caso, al final cada cual lee con sus propias experiencias.

— Retrata usted con fuerza el drama de la migración, un tema humanitariamente fácil, pero políticamente difícil. ¿Qué mundo necesitan las personas que deambulan sin patria y sin casi nada?

— Es una buena pregunta que creo que no tiene respuestas desde la antigüedad. Hölderlin tiene una traducción de Antígona en la que uno de los versos dice algo así –cito de memoria– como “el hombre es de aquello que le falta”. Quien migra siempre busca lo que no tiene y su búsqueda incorpora un sentido de supervivencia mayor. Por eso el ser humano nunca va a poder dejar de moverse. La literatura que aborda estas cuestiones expone, de alguna manera, que el que migra es visto como un oponente, como un ser amenazante: ¿Por qué vienes aquí? ¿Qué quieres aquí? ¿Qué quieres de nosotros? La migración nunca se atisba como una experiencia celebratoria a priori y eso está muy presente en la naturaleza humana desde el éxodo del pueblo judío.

“Se puede ser directo sin renunciar a la belleza. Se pueden escribir cosas hermosas con recursos muy magros”

El mundo sigue teniendo los mismos comportamientos, aunque mejora sus reacciones con respecto a hace cinco siglos, porque antes se arrasaba con civilizaciones enteras. Intento ver este fenómeno con la mayor cabeza fría posible, para que quede claro que no nos estamos inventando las tragedias, que existen ya desde hace muchos años. Pero la migración siempre genera dolor. Incluye ese aspecto de que todo te es ajeno, desde el idioma hasta el lugar en el que estás. Andrea Marcolongo, en Etimologías para sobrevivir al caos, alude a Dante para hablar de los migrantes, porque su viaje es muy oscuro. Eso debemos tenerlo muy presente, porque, además, son los esclavos de guerra. Nos hemos acostumbrado a ver que el ser humano, en contextos de este tipo, asume un valor instrumental. Mira lo que ha pasado en Marruecos. Por mucho que pase la historia, no es un tema que se corrija y por eso la literatura suele echar raíces en este tipo de conflictos.

— Agita usted la conciencia de la compasión y de la piedad. Sus páginas retratan, en parte, sociedades con los pies fríos y el corazón lejos del sufrimiento ajeno. ¿Urge una ética universal que venza esta esclerosis de humanidad?

— No estoy muy segura de que esa frialdad sea la de quien vive los dramas como quien los ve en un televisor. Más bien, noto la frialdad de quienes tienen miedo, o de quienes se quieren imponer. En La hija de la española reina la absoluta falta de compasión, porque quienes muestran piedad, lo pagan caro. Allí predomina el miedo a que no te denuncien en un país totalitario, y en El Tercer País predomina el miedo que salpica en una frontera donde la ley la impone el más fuerte. Angustias Romero y Visitación Salazar son unas antígonas que violan una ley para poder ejercer la compasión. Eso no quiere decir que ellas estén exentas de buscar su parcela de autoridad. En mis novelas no hay pasividad por aburrimiento ni sociedades con bienestar. En ellas no se retratan ambientes pudientes, sino entornos asolados y arrasados.

— ¿Y se encuentra con lectores aburguesados?

— ¡No! ¿Quién nos da permiso a nosotros para sermonear a los lectores? Me lo pregunto mucho. Me molestan los libros con moraleja, los escritores vulgarmente militantes… Una de las cosas que más me atrae de Doris Lessing es que ella defendió cuestiones con la literatura por delante: no juzgaba machaconamente, ni andaba precedida por sus dogmas. Ella solo nos ponía ante una realidad. Estoy convencida de que el lector posee la capacidad de que las historias resuenen, siempre y cuando sus experiencias se lo permitan.

— ¿Cómo ve al periodismo en este contexto de montaña rusa global?

— El periodismo de verdad, el de la vieja escuela –ir, ver, contar– es más necesario que nunca. Tenemos que volver a salir a la calle. Los bulos existen desde que el mundo es mundo, pero ahora se aceleran por el efecto masivo y vertiginoso de las redes sociales e incluso hay medios que replican esas mentiras… Urge un periodismo con criterio.

— ¿El periodismo internacional está siendo contundente para explicar lo que sucede en Venezuela?

— ¿La prensa internacional es capaz de explicar lo que ha sucedido en Marruecos? ¿Conoce de verdad los mimbres? ¿Entendemos mejor el conflicto árabe-israelí leyendo los medios? En cada circunstancia y en cada contexto intervienen elementos muy complejos. La capacidad informativa depende mucho de la facultad para contextualizar, y por eso creo que cualquier episodio que sea contado en remoto y con un solo punto de vista, está cojo y, por tanto, se tambalea.

“En la literatura y el periodismo me molestan los catecismos, los monaguillos y los que dictan cátedra, porque me parecen fanáticos”

Al caso de Venezuela se le añade un matiz de inverosimilitud, porque nadie intuía un proceso autoritario de esta naturaleza en un país que se creía o parecía la Suiza de América Latina. Nadie imaginaba que acabarían arrasando con un proyecto de país joven y vigoroso que tuvo en el petróleo una ventana al futuro. Obviamente, el régimen bolivariano que instaló Hugo Chávez está formado por sátrapas, asesinos y ladrones, pero eso no excluye que la democracia venezolana tuviera signos de decrepitud y síntomas de una enfermedad que, o nadie quiso ver, o nadie pudo ver. Contar todo eso adecuadamente es muy complejo periodísticamente hablando, pero hay muchos periodistas que lo consiguen.

— Periodismo: hace unas semanas se enterraron los cuerpos de David Beriain y de Roberto Fraile, que trabajaban buscando verdades en los bosques oscuros de Burkina Faso. Sus muertes ejerciendo este oficio conviven con un periodismo frívolo en prime time.

— Es cierto que desde los años 80 hasta hoy se ha impuesto una ruta periodística tremenda que gira en torno al modelo Berlusconi y que está muy enraizada, pero los medios son empresas y deben asegurar su viabilidad financiera. Los productos simples y de entretenimiento se consumen masivamente y garantizan determinadas cuentas de resultados. ¿Te imaginas el peligro que supondría sacar una ley para hacer televisión de calidad? ¿Qué es la calidad? ¿Quién dice dónde está el baremo? Vivimos en una sociedad libre en la que se puede elegir. Creo que un entorno cultural ciudadano, político, ideológico, se nutre de la capacidad de elegir teniendo una noción clara de cuáles son mis deberes y cuáles son mis derechos.

— ¿La literatura ayuda a ser mejor periodista?

— Tengo grabada a fuego la obligación de que no puedo distraer al lector. No puedo darle margen para que se vaya. Tengo el síndrome del tiempo de lectura: yo sé que me la juego en los primeros dos párrafos, y por eso intento no desperdiciar su atención con ejercicios estilísticos personales. Lo mismo procuro hacer en las novelas. Empecé a ejercer el periodismo cuando se medían los textos en centímetros, porque se pensaba en papel y no en caracteres. Quizás por eso me traumatiza más la posibilidad del abandono. Se puede ser directo sin renunciar a la belleza. Se pueden escribir cosas hermosas con recursos muy magros.

— ¿Qué relación hay entre la cultura y una democracia aseada?

— Se necesitan mutuamente, porque forman parte del mismo proceso. En estos días me he dado cuenta de que las grandes clases medias de países como Argentina o Chile son clases medias tremendamente ilustradas. Desprenden una educación sólida. Hubo un sistema democrático que permitía que una educación plural y amplia llegara a la mayor cantidad de gente posible de manera gratuita. Eso no ocurrió en la sociedad en la que yo nací, porque ya había un problema entre cultura y democracia. Todo proyecto cultural entraña un proyecto político. Cultura y democracia forman parte de un mismo magma.

— ¿Compartir literatura y periodismo ayuda a conocer mejor a las personas y a la sociedad de las que hablamos?

— Yo no quiero ser socióloga, ni mucho menos. La Sociología usa un método y entiende las realidades con datos científicos. Un periodista está obligado a compartir el mayor número posible de puntos de vista, pero tiene el suyo propio. A los escritores les pasa lo mismo. Un escritor y un periodista pueden aportar retratos que son puntos de vista. Yo, lo admito: a mí no me gusta Hemingway ni como periodista, ni como novelista. Su periodismo incluye una ficción tremenda. Y lo mismo me pasa con Kapuściński, al que nos obligaban a leer en la facultad. Siempre me pareció que engrandecía las historias que contaba. Soy libre de leer a Kapuściński y decir que no me gusta, y punto. El conjunto de las lecturas nos ayuda a entretejer una idea del mundo que vivimos. A mí leer literatura centroeuropea al llegar a España me sirvió para entender mejor los conflictos, porque me cambió todo el punto de vista. Me siento muy formada en esa escuela, aunque después me salga lo que me sale…

— ¿Percibe ramalazos de Nuevo Periodismo en los géneros del siglo XXI?

— El Nuevo Periodismo es siglo XX… Por entonces todavía existía el muro de Berlín, el teléfono, la televisión, pero no existían las redes sociales… Sinceramente, siempre he pensado que el Nuevo Periodismo ya lo hacían Chaves Nogales –que está demasiado sobado últimamente– y García Márquez. Soy muy escéptica. Dios tenga en su gloria a Tom Wolfe… Los norteamericanos tienen una manera muy particular de concebir las historias periodísticas, pero no fueron ni los primeros, ni los únicos. La más elemental disposición para contar se basa en el relato de las historias, pero hay momentos y plataformas que lo permiten, y otros que no. Ese tipo de periodismo necesita tiempo y cuenta con numerosos representantes en Iberoamérica y en España, como Nacho Carretero, que posee la maravillosa capacidad de construir relatos largos.

— ¿Cómo ve el columnismo español?

— Siempre lo he leído con una curiosidad tremenda, porque en el entorno en el que crecí, muy influido por el mundo anglosajón, la columna es como una vitrina de información. Cuando llegué a España, encontré un ejercicio de estilismo y literatura impresionante. El escritor Jorge Fernández Díaz me dijo una vez que, en España, apenas hay tradición del relato breve, porque parecía que la literatura española moderna estaba fundada sobre la columna, y creo que tenía razón. El columnismo en España goza de una excelente salud. Me gusta. Tiene retranca y belleza, y un uso del lenguaje maravilloso. Me atrae y me divierte esa posibilidad de comentar la realidad de otra manera.

— ¿Qué inquietudes intelectuales le rondan?

— ¿En qué sentido?

— Nuevas dudas y nuevos mediterráneos.

— Tengo la cabeza muy metida en la novela del XIX, en la literatura de sagas familiares, porque me gustan los relatos crepusculares y creo que ahí hay respuestas para mis narraciones.

— Más allá de la ficción, en 2019 salió de sus manos Crónicas barbitúricas. Sus años en España al baño María. ¿Cómo ve la sociedad civil española con la que convive desde 2006? ¿Somos una sociedad pujante, una democracia fuerte?

— Existe una conciencia de que la democracia española fue una labor de ingeniería política, ética y moral invalorable. Por eso contemplo con preocupación la irrupción de discursos que viven de hacer ruinas. Una democracia puede tener fisuras y problemas, pero eso se corrige, se reforma y se negocia. No hace falta volar en pedazos el edificio entero, porque de ahí no sale nada bueno. Tengo la sensación de que la clase política más joven no es consciente de la importancia de la herencia que tiene en sus manos. ¿Se ha firmado algún consenso político en los últimos cinco años en España? ¡Nada! A mí eso me preocupa y me duele, porque mi familia es española y yo la españolidad me la he ganado a pulso. La democracia hay que cuidarla. No se puede dar por sentada. Una democracia débil se defiende mucho peor. Mira Estados Unidos, que suponíamos que era una democracia canónica, y acabamos de ser testigos en directo de un asalto al Capitolio…

— Desde 2006 hasta el éxito de La hija de la española pasarían muchas cosas. Y desde que colapsó todos los titulares culturales hasta El Tercer País, seguramente también. Nadie regala un éxito.

— Nadie regala nada. Nadie se merece los reconocimientos por ser parte de una minoría o de un grupo periférico. Hay una sólida historia de la cultura occidental que demuestra que solo la persistencia, el trabajo, el interés y la curiosidad por lo que te rodea dan sentido a lo que escribes y a lo que haces. No soporto a la gente que se queja, que se encara al mundo porque piensa que merece su atención… ¿Por qué?

— ¿Ha conseguido no ser una persona cínica?

— Me considero una persona que hace esfuerzos tremendos por tener sentido común. Por respetar, pero no por asentir. Me gusta defender mi punto de vista. Ni me compensa ni me apetece formar parte de ningún rebaño. No va con mi naturaleza. Desconfío mucho de los discursos gregarios. Me parece saludable discrepar, porque, como dijo alguien alguna vez, el problema no es no haber leído, sino haber leído solo un libro.

— ¿Qué enterraría en El Tercer País para siempre?

— Lo que ya está enterrado al otro lado del mar…

Álvaro Sánchez León
@asanleo

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