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El alma en la era de las máquinas

publicado
DURACIÓN LECTURA: 14min.

Foto de Ahmad Odeh en Unsplash

(Actualizado el 5-09-2022)

No es frecuente hoy en los ambientes académicos hablar del alma, a pesar de que es un término que permite integrar todos los estratos de la vida humana en una misma unidad psicofísica. Dos libros recientemente publicados ayudan a entender por qué se ha relegado y las consecuencias que ha tenido en la comprensión de la persona.

Para ver que la cuestión del alma rebasa lo religioso e incluso lo filosófico, bastaría con echar un vistazo rápido a los periódicos. Por ejemplo, hace unas semanas un titular informaba de que Google había despedido a un trabajador supuestamente después de hacer público que uno de los programas de inteligencia artificial de la compañía tenía conciencia. ¿Significa eso que las máquinas se aproximan a los humanos, que tienen alma?

Pero no solo eso: nuestra fascinación por la mente y su relación con la estructura cerebral constituye otro de los temas que suscitan mayor interés en la opinión pública. Pues bien: mente es la palabra empleada en lugar de alma. A ello podríamos añadir la curiosidad por el comportamiento animal, las emociones o la posible capacidad intelectual de otras especies. Finalmente, del significado que demos al alma puede depender la postura que se adopte frente a temas tan polémicos como el aborto o la eutanasia.

Y, a pesar de todo, como hace años afirmó la neuróloga italiana Laura Bossi en su Historia natural del alma, recién reeditada (Antonio Machado, 2022), en el tercer milenio, “el alma es la gran olvidada”. Quizá sea difícil encontrar un solo motivo que explique su relegación, pero también, a tenor del callejón sin salida en que se encuentran muchas investigaciones y la falta de respuestas a nuestras incógnitas, tendríamos que repensar si la obsesión naturalista, junto con la ofuscación por restringir el alma –el alma humana– a expresiones algorítmicas o a la mera capacidad de cálculo, son suficientes para explicar la naturaleza de la inteligencia y de la interioridad humana.

¿Una antigualla religiosa?

A exponer el desarrollo del que se deriva la concepción actual de la mente y la postergación del alma se dedica el psiquiatra norteamericano George Makari en Alma máquina (Sexto Piso, 2021), un grueso volumen, a medio camino entre el relato histórico y la crónica de las ideas, que con pasión conduce por los vericuetos del sensualismo, el dualismo cartesiano y el mecanicismo. Gracias a él podemos rastrear los prejuicios antirreligiosos que más o menos explícitamente suscitan la preferencia por lo intelectual y que, a la postre, han contribuido a devaluar el sentido espiritual que tradicionalmente poseía el alma.

Tal vez se desconozca que, como muchos otros términos, el de alma (psique) es un “invento” griego. Platón y Aristóteles, concretamente, dieron un giro a un vocablo que en la narrativa mitológica –como en Homero– hacía referencia a la sombra del muerto, aquello que abandona el cuerpo y vaga, pálido reflejo de lo vivo, por el Hades. Según el libro clásico de Bruno Snell, El descubrimiento del espíritu –reeditado ya hace más de una década por Acantilado–, de ahí arranca la identificación, elaborada un poco después en la cocina de la filosofía, de alma y vida.

“El alma –explica Bossi en su libro– es la vida, lo que distingue lo vivo, lo animado, del mundo inanimado”. Hay, como se sabe, un alma vegetativa, un alma sensitiva y un alma intelectual. El cristianismo ayuda a conservar esos significados, pero realzando su origen divino porque también, en la literatura bíblica, alma es aquello que designa por qué, precisamente, el hombre existe. Tal vez por esta razón, la ciencia moderna, tan inquieta por desligarse de lo que oliera a religión, se mostrara tan reacia a apropiarse del vocablo.

La neuróloga Laura Bossi conecta el desprestigio del alma con la devaluación de la biología frente a otros saberes

Unidad e inmanencia

Pero, exactamente, ¿qué es el alma? Hablando en términos filosóficos, se suele decir que es la forma del cuerpo. Equivale, pues, como se indicaba, a ese acto radical que supone vivir. Hay, pues, una íntima integración entre alma y cuerpo, hasta el punto de que ambos podrían sintetizarse en una expresión equivalente: la de cuerpo vivo. Al fin y al cabo, está vivo quien tiene capacidad de realizar operaciones desde sí mismo, para sí mismo y por sí mismo, como explica la antropología. Y de esas actividades, tan específicas, se encarga el alma.

En los debates actuales sobre la inteligencia artificial, sobre la posibilidad de replicar en robots rasgos humanos o sobre los desafíos transhumanistas, se presta poca atención a la conexión entre inteligencia y vida, y entre vida, inteligencia e inmanencia. A este respecto, hay un hecho decisivo, como pone de manifiesto Laura Bossi, y que revela hasta qué punto máquina y hombre son inconmensurables: una máquina podrá hacer cálculos, previsiones y superar al hombre en potencia intelectual. Pero no puede nacer. Ni morir.

Bossi, que es neuróloga, conecta en su libro el desprestigio del alma con la devaluación de la biología frente a otros saberes, como la cibernética. En su opinión, el principal problema es que la metáfora de la máquina tiene muchas limitaciones. Así, un aparato no es un organismo, de modo que la unidad entre sus partes es extrínseca. Tampoco tiene inmanencia, interioridad, ese sí mismo u hondura que apunta a la capacidad de que sus operaciones permanezcan en quien las realiza. El grado de inmanencia es distinto, según la escala de la vida, en efecto, y transita desde la posibilidad de alimentarse, en el caso de las plantas, hasta la de asimilar lo inmaterial, el conocimiento, como en el del animal racional.

Repárese en otro hecho: es el cuerpo vivo el que, hablando en propiedad, actúa, se realiza. En eso consiste vivir. Una máquina no puede realizarse y, siendo rigurosos, no puede ser buena o mala porque no es un yo.

Al relacionar el alma con la vida y diferenciar sus grados, se realza la rica complejidad de lo orgánico. Pese a los avances, la vida sigue siendo un misterio para la ciencia. De hecho, se ha llegado a crear vida en el laboratorio, pero nunca a partir de restos no biológicos. La frontera entre lo vivo y lo inorgánico no se ha traspasado. Si partimos de la conexión intrínseca entre inteligencia y vida, tal vez no consigamos replicar la inteligencia humana hasta que no seamos capaces de crear un organismo de la materia inerte.

Mente en lugar de alma

A tenor de la importancia que tiene la comprensión cabal del alma, es oportuno acompañar tanto a Bossi como a Makari por el recorrido que proponen para detectar, además de la causa de la constricción semántica del término, sus repercusiones. Ambos coinciden en señalar como culpable de la desviación a Descartes: es él quien, distinguiendo la sustancia pensante e intelectual de la extensión pasiva e inmóvil, propicia el cambio.

Descartes, explica Makari, “desechó el alma sensorial y vegetativa, y el alma que da vida, y dejó solo una: el alma que piensa”, la mente. Se opuso, en definitiva, a esa visión continuista y unitaria de la biología clásica, que estimaba la existencia de una escala u orden biológico y diferenciaba tres rangos jerárquicos.

Las consecuencias de este movimiento son importantes y variadas. Por ejemplo, al privar al mundo físico de su sentido espiritual, al “desanimarlo” –desacralizarlo–, la modernidad filosófica dejó expedito el camino para la explotación codiciosa de la naturaleza. Es sabido que, para todo cartesiano, un animal, que está privado de entendimiento, es un simple artificio, un mero autómata. Por decirlo con palabras de Bossi: “El alma del animal se mecaniza cada vez más, mientras que el alma pensante se diferencia cada vez más del alma como principio vital”.

Como Descartes echó por tierra la unidad de alma y cuerpo, desarraigando lo espiritual y demoliendo la idea de cuerpo vivo, se le planteó un problema que ni él ni quienes se subieron a su ola pudieron resolver. Se trata de un interrogante que sigue hoy dando quebraderos de cabeza a todo dualista. Bien: aceptemos que la mente y el cuerpo tienen esa polaridad parecida a la que impide que aceite y agua se mezcle. ¿Cómo, pues, puede accionar la voluntad los músculos? Descartes encontró una glándula minúscula como puerta de comunicación; otros pensaron que Dios era el que coordinaba ambos mundos o que existía una armonía prestablecida.

La sombra del cartesianismo es alargada y llega hasta nosotros –como ha explicado Charles Taylor– tanto para dar razón de nuestra forma de conocer, como para explicar la manera en que funciona la inteligencia. Incluso arranca en Descartes toda una corriente materialista que, estando de acuerdo en lo que supone la inteligencia, la explica como una propiedad que emerge del cerebro. La filosofía anglosajona, empirista, influyó también con su analogía que asemejaba la mente a una pizarra en blanco, donde se reflejan las sensaciones.

Inteligencia y “software”

Pero ¿son tan relevantes los términos? ¿No es igual hablar de “alma” que de “alma pensante”, “inteligencia” o “mente”? Esta última palabra tiene el inconveniente de que obvia la incardinación biológica de la inteligencia y, por tanto, posibilita la funcionalización de esta última. Además, convierte al ser humano en una máquina cuya identidad dependería de su posibilidad de cálculo. Qué duda cabe de que esa manera de concebir a la persona es sumamente deficiente, no solo porque olvida otros factores importantes, como las emociones, sino porque pasa por alto la unidad psicofísica.

El hecho de que la mayoría de las investigaciones sobre inteligencia artificial empleen la metáfora del ordenador es ya sumamente elocuente. Pero a medida que aumenta nuestro interés por los secretos de la mente humana, crecen también las incógnitas. No todo es tan sencillo como parece aventurar el ingeniero de Google. El cerebro es el sustrato material de la inteligencia, pero ¿cuál es su causa?

Cada vez tenemos máquinas más potentes, pero el futuro es insospechado porque la inteligencia humana es algo más que un conjunto de operaciones y su origen un arcano, del que parece dar mejor razón la teología que la plétora de ciencias cognitivas más recientes.

En un artículo para Spiked, Andrew Orloswky comenta que, aunque “la creencia en el poder transformador y las posibilidades que nos brinda la inteligencia artificial domina en los círculos más mediáticos”, en realidad su impacto ha sido menos espectacular de lo que esperábamos. Sí, ha sido sumamente importante para el desarrollo de las nuevas tecnologías, pero estamos lejos de determinar cómo demonios funciona la inteligencia humana. Y esa, al parecer, es la meta.

Desde este punto de vista, lo que nos inclina a aceptar de un modo acrítico los sueños transhumanistas es asumir la simpleza del dualismo mente/materia. ¿No sería todo mucho más fácil, se dice, si la relación entre el cuerpo y la inteligencia fuera como la que vincula el hardware al software? Si nuestra inteligencia es una mera función independiente del cuerpo, ¿por qué negar, como suponen muchos tecnófilos, la inmortalidad, esto es, la posibilidad de descargar nuestra mente en otro cuerpo, con la facilidad con que lo hacemos desde un disco duro externo?

El cuerpo, una cosa entre otras

La contraparte de la funcionalización de la inteligencia es la cosificación del cuerpo, que –según el pronóstico pesimista de Bossi– resulta imparable. “La biología y la medicina actuales han suscitado situaciones en las cuales la frontera entre persona y cosa se difumina, introduciendo contradicciones manifiestas en la legislación y en la jurisprudencia: otros seres animados, las partes del cuerpo humano o un cadáver humano tienen ahora un estatuto ambiguo”.

En el caso de los animales, el olvido del alma los sitúa ante la disyuntiva de ser tratados como cosas o como personas –según exige el animalismo–, pero impide reconocer su especificidad. La posibilidad de patentar secuencias genéticas, la donación (en muchos casos compraventa) de gametos o la maternidad subrogada son fenómenos en los que el cuerpo humano se transforma en un conjunto más o menos armonioso de piezas, como si fuera un objeto o marioneta propiedad de la mente inteligente que se encarga de manejar los hilos. Hay otros ejemplos menos espectaculares, pero que se sustentan en esa misma concepción, como la pornografía o la prostitución.

De llevar hasta el extremo esa lógica en la que subyace el dualismo –y que sirve, entre otras cosas, para argumentar en defensa del aborto– no hay mucha justificación para seguir prohibiendo la enajenación de determinadas partes del cuerpo. “No resulta de hecho concebible que se pueda negar lógicamente el estatuto de cosa a simples órganos, cuando la ley ha relegado al embrión a ‘fragmento de carne’, de cosa propiedad de la madre que puede suprimir sin cometer un crimen, e incluso ‘donar’”.

Sin embargo, hay que recordar que la integración del alma –en todos sus niveles– con el cuerpo es tan profunda que la persona, hablando con propiedad, no posee ni es dueña de su envoltura carnal. No tenemos cuerpo: somos nuestro cuerpo. Porque entre el cuerpo y el yo no existe esa distancia o posibilidad de separación que sí se da entre el ser humano y los objetos del entorno. Esta es la razón por la que se puede considerar que atenta a la dignidad de la persona –a su ser, a su entidad como cuerpo vivo– suponer que tiene “propiedad” sobre este último. No puede objetivarlo sin objetivarse (cosificarse) a sí misma.

Cuerpo y alma están integrados, unidos. El cómo es una incógnita

Razón y locura

El enigma del alma ayuda a revelar los límites del pensamiento científico y la urgencia por integrar el saber filosófico y humanístico en las investigaciones sobre la inteligencia y el cerebro. No cabe duda de que deja también abierta la puerta de la trascendencia.

La dificultad por hallar el secreto de nuestra racionalidad es tan evidente que hasta las corrientes de pensamiento de corte más empírico están convencidas de que hay un secreto impenetrable y de que, por ello, las piezas no encajan. Es algo que se colige fácilmente de la evolución de la psicología moderna y la constatación de que existen partes de la psique remisas a la racionalización.

En este sentido, Makari se sirve de las distintas formas de concebir la locura a lo largo de la edad moderna para evidenciar esas profundidades abisales que se esconden en las entrañas de la razón y que el dualismo racionalista tuvo necesariamente que pasar por alto, hasta que la psiquiatría se aventuró a conjurarlas.

Menos filosófico, el palpitante periplo al que invita Makari termina en el siglo XIX, exponiendo la insalvable pugna entre quienes se empeñan por mantener aislada la razón del cuerpo y quienes ansían la síntesis de ambos elementos. A juicio del psiquiatra norteamericano, seguimos viviendo en ese mundo dividido porque en el fondo, como seres humanos, somos una “entidad híbrida entre alma y máquina”.

El misterio que somos

Sin restarnos un ápice de misterio, la lectura más espiritual de Laura Bossi tiene la intención de imprimir mayor luminosidad a nuestra autocomprensión. La prevalencia de lo mental e intelectual, así como la profusión de las metáforas cibernéticas, dejan de lado aspectos del alma humana igual de determinantes para nuestra idiosincrasia.

De acuerdo con Bossi, ha sido el pensamiento cristiano, desarrollando las intuiciones filosóficas de los griegos en el campo más amplio de la teología, el que mejor ha penetrado en la unidad del cuerpo vivo, en lo que los especialistas llaman “unidad psicosomática”. En el dogma de la resurrección de los cuerpos resplandece, de hecho, la verdad de que no estamos condenados a vivir en el cuerpo y de que nuestra identidad arraiga en parte en nuestras vísceras.

Somos animales racionales, pero porque nos situamos en una escala de la vida en la que, como seres vivos, integramos funciones vegetales y sensoriales. Esta es la causa de que podamos entrever en el embrión un individuo nuevo e irrepetible –ya, pues, un cuerpo vivo– y en quien empieza a desfallecer la llama de la razón otra vida igual de sagrada e insustituible, algo imposible bajo una mirada dualista o suscribiendo una interpretación funcional de la persona. Las reflexiones que realiza Bossi sobre el final de la vida y la legalización del suicidio asistido evidencian que con el olvido del alma nos jugamos más de lo que a primera vista puede parecer.

Cuerpo y alma están integrados, unidos. El cómo es una incógnita. La pluralidad y riqueza de nuestra biología, la manera en que el chispazo de la inteligencia radica en la corporalidad, es lo que convierte nuestra especie en algo único, en ese misterio, en fin, que no somos capaces de descifrar.

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