1974. Año conflictivo en Irlanda del Norte. La película comienza con un atentado en Belfast. Cuatro terroristas se ocultan en el tranquilo condado de Donegal. En estos idílicos parajes vive Finbar Murphy, asesino a sueldo, que acaba de renunciar a la violencia y anhela una tranquila jubilación que le permita redimirse. Las circunstancias no se lo pondrán fácil.
Ambientación cuidada, pubs que respiran verdad, paisajes bellísimos, sin una nube (raro) y Liam Neeson, a quien habíamos visto recientemente en películas de medio pelo, que vuelve a ser grande. Junto a él hay un puñado de secundarios de lujo. El director rueda con elegancia y evita los excesos en pantalla.
La cinta tiene más de drama que de thriller, al centrarse en los conflictos morales de Finbar –que todavía tiene conciencia y sabe que hacer el mal lleva su propio castigo– y los de otros asesinos. Hacia la mitad de la cinta se produce una pérdida de tensión. Sin duda habría venido bien profundizar en el tema central –el bien y el pecado–, como dice el título.
