Las terapias de “reasignación de sexo” a menores de edad con disforia de género (DG) están recibiendo cada vez más contestación desde ámbitos como la medicina pediátrica, la psicología, la política… Incluso en la prensa tradicionalmente liberal algunos que habían puesto la mano del fuego por la “ciencia” que respaldaba esas intervenciones ya la van retirando. Como el New York Times.
Si un medio ha brindado tribuna a los partidarios más entusiastas de la intervención temprana ha sido este. Los ejemplos, decenas y decenas. En 2017 –ayer como quien dice– un investigador de Yale contaba en sus páginas cómo un adolescente de 14 años (renombrado Hannah) había empezado ya su tratamiento con bloqueadores hormonales para “transitar” al sexo femenino. “Hace diez años, la mayoría de los médicos lo habrían calificado de mala praxis. Ahora, nuevos datos lo han convertido en el protocolo para miles de niños estadounidenses”. Añadía que las conferencias sobre el tratamiento de los jóvenes trans ya eran obligatorias en los estudios de Medicina en su institución, así como un verdadero reclamo para una multitud de estudiantes “que quieren dedicar su carrera a ayudar a estos niños”.
Otra firma, con aun mayor autoridad, ha sido la de la cirujana Marci Bowers, presidenta de la World Professional Association for Transgender Health (WPATH), una suerte de oráculo de Delfos del mundo trans, que en 2023 deploraba en sus páginas las medidas tomadas en estados republicanos de EE.UU. para impedir las terapias afirmativas a menores con DG. Bowers insistía: “Dejemos que las cuestiones científicas pendientes sean respondidas por investigadores expertos, sin la influencia de la política y la ideología. Dejemos las delicadas decisiones médicas a las que se enfrentan los pacientes con diversidad de género en manos de quienes de verdad se preocupan por sus vidas: los pacientes, sus familias y sus proveedores” sanitarios.
En los últimos tiempos, sin embargo, al diario han estado llegando también noticias del pequeño pero creciente rastro de vidas severamente afectadas por la práctica de la intervención temprana, y les está poniendo el micrófono delante. El 2 de febrero, en su artículo “De niños, creían que eran trans. Ya no”, Pamela Powers ofrece los testimonios de personas que han trabajado en clínicas de género o que se han tratado en ellas, y a la luz de lo que cuentan, la columnista no duda en hablar del “extremismo ideológico” que guía la actuación de los activistas trans.
Voz a la disidencia
Powers constata que el activismo trans continúa siendo bastante “ortodoxo” en su exigencia de que a los menores con signos de hipotética DG se les aplique sin dilación el denominado “protocolo holandés”, tratamiento que, en líneas generales, implica la aplicación de bloqueadores de la pubertad a los 12 años, a lo que sigue, a los 16, la hormonación con testosterona a las chicas que deseen “transitar” al sexo masculino, y con estrógenos a los varones que quieran hacer el camino contrario. Luego, a los 18, el bisturí se encarga de la “reasignación” a nivel genital.
El protocolo depende, en síntesis, de que el psicoterapeuta que valora al menor o al adolescente con DG asuma una postura afirmativa respecto a la autopercepción de este y le despeje el camino de “obstáculos”. Entre estos estaría, por ejemplo, la necesaria valoración multidisciplinar de los casos de presunta DG. Precisamente por los efectos que ha causado la ausencia de este examen previo, el tratamiento ha sido cuestionado, y modificada su aplicación en países como el Reino Unido, Finlandia, Francia, Noruega y Suecia.
Pero por atreverse a pedir esa exploración, el lobby trans ha ido contra varios especialistas y antiguos pacientes en EE.UU. y Canadá. Como Sasha Evans, psicóloga escolar en Arizona y quien en 2014 fundó un club gay en un centro educativo. Los niños y jóvenes, explica al Times, “a menudo expresan una gran seguridad y una gran urgencia sobre quienes creen ser en ese momento, y sobre las cosas que les gustaría hacer para mostrar ese sentido de identidad”, pero “siempre hemos sabido que los adolescentes son particularmente maleables en sus relaciones con sus pares y su contexto social”. Dos veces han pugnado por retirarle la licencia y dos veces los jueces le han dado la razón.
“Te hacen creer que es ‘un tratamiento que salva vidas’, ‘seguro y efectivo’, ‘médicamente necesario’, pero no está basado en pruebas”
También han ido contra Aaron Kimberly, que fue enfermero en una clínica de género canadiense y no es nada sospechoso de ser “antitrans”: él mismo se sometió a “reasignación” a los 33 años. “Cuando en la clínica se introdujo el modelo de afirmación de género –cuenta Powers–, le dijeron que debía apoyar activamente el inicio de tratamientos hormonales a los nuevos pacientes sin tener en cuenta si padecían problemas mentales complejos, experiencias traumáticas o enfermedades severas”. Pero él empezó a remitir a los pacientes a cuidados de salud mental en lugar de aplicarles inmediatamente las terapias hormonales, y fue acusado de actuar indebidamente, de fungir como un filtro en la atención, por lo que tuvo que cambiar de trabajo. “Me di cuenta de que algo se había salido totalmente de la carretera”, dijo al Times. Y se salió del juego.
Y un caso más: el de Paul Garcia-Ryan, psicoterapeuta en Nueva York. Tampoco hace el cuento de oídas, pues él mismo se identificó como mujer entre los 15 y los 30 años: no más visitar la clínica por primera vez con 15 años, el médico lo confirmó como tal, y una vez en la universidad, empezó el tratamiento hormonal y quirúrgico.
Las serias complicaciones de salud derivadas de ambos procesos lo llevaron a dar marcha atrás y a intentar retomar sus características físicas masculinas. “Te hacen creer esos eslóganes de que es ‘un tratamiento con base en las evidencias y que salva vidas’, ‘seguro y efectivo’, ‘médicamente necesario’ y ‘respaldado por la ciencia’, pero nada de eso está basado en pruebas”.
Nueva guía de salud trans, pero… sin mentar a los menores
En puridad de verdad, el cuchillo editorial del Times se había atrevido alguna otra vez con el melón de la intervención temprana, más específicamente con el tema de la aplicación de los bloqueadores hormonales. En noviembre de 2022, M. Twohey y C. Jewett firmaron un artículo sobre el efecto de esos fármacos: “Ponen en pausa la pubertad, pero ¿a qué costo?”.
En el texto citaban una investigación publicada ya en 2020 por una veintena de expertos en endocrinología, neurodesarrollo, género, etc., que alertaban de que los efectos de tales medicamentos en la estructura cerebral podían no manifestarse hasta pasados unos años, lo cual no implicaba que no los hubiera. Precisamente una de las firmantes del estudio, Sheri Berenbaum, dijo entonces al periódico: “Si el cerebro espera recibir esas hormonas en un momento determinado y no lo hace, ¿qué ocurre? No lo sabemos”.
Un par de años después, no es que se tengan muchas certezas positivas sobre los efectos del procedimiento, y además de algunas firmas del Times, ya están tomando nota instituciones como la Organización Mundial de la Salud, que en enero, anunció la próxima publicación de una guía para el tratamiento de personas trans y notificó dos cuestiones interesantes.
La clínica londinense Tavistock cerrará definitivamente sus puertas en marzo, luego de las graves irregularidades detectadas en la atención a menores con disforia de género
Primeramente, que del comité de 21 médicos, abogados, psicólogos, activistas, etc., que redactarían la guía se decidió excluir a una –o uno– que ya estaba en el listado: Florence Ashley, activista trans canadiense y ferviente defensora de aplicarles “por defecto” los bloqueadores de la pubertad a menores de edad con síntomas de DG, y de descartar cualquier evaluación psicológica previa. Se han alegado problemas de agenda para no incluirla, pero algunos medios sostienen que no es algo de lo que Ashley se hubiera privado voluntariamente.
Además de esto, el pasado 15 de enero la OMS señaló que la guía en preparación se centraría “específicamente en los adultos” y no abordaría cuestiones relacionadas con niños y adolescentes. Acerca de la razón para no incluirlos, explicaba que “la base de pruebas para niños y adolescentes es limitada y variable en lo que se refiere a los resultados a largo plazo de la atención afirmativa de género” en este segmento poblacional.
En esta actitud cautelosa están pesando, sin duda, episodios como los de la clínica londinense Tavistock, que debe cerrar sus puertas en primavera, debido a las graves irregularidades cometidas en la atención a menores con presunta DG, constatadas por expertos externos, por psiquiatras que han sido presionados para adoptar un invariable enfoque afirmativo, y por pacientes que han sufrido amputaciones o alteraciones de órganos sanos por no haber sido examinado cada caso en profundidad y multidisciplinarmente. Muestra del furibundo celo trans que imperaba en la clínica era que no exigían un mínimo de edad de los niños que llegaban para ser valorados por DG: solo en la pasada década –reportaba en diciembre el Daily Mail– atendieron a 382 menores de seis años. De ellos, más de 70 tenían apenas… tres años.
Y pesan, por supuesto, los testimonios que han dado en el Times y dondequiera que se les procura personas como Garcia-Ryan o Kimberly –arriba mencionados–, que han fundado organizaciones como Therapy First, LGBT Courage Coalition, Gender Dysphoria Alliance… para ayudar a visibilizar la realidad de los que detransicionan, normalmente condenados al ostracismo por el lobby trans, cuando no acosados, por denunciar los atropellos farmacológicos y quirúrgicos operados en ellos bajo el mantra de que “es mejor un hijo vivo que una hija muerta” y viceversa.
Que un diario con tanto predicamento entre los sectores liberales esté reconociendo de facto que hay que hablar sobre esto, que hay que escuchar a los “disidentes” y que las terapias hormonales a menores no parecen estar funcionando como la poción de Panorámix, puede ser una señal de que el sentido común está volviendo finalmente de su destierro.