La batalla de “empoderamientos” muestra que el feminismo necesita un cambio de aires

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Un artículo reciente se preguntaba si la cruzada feminista por los “cuerpos reales” podría sobrevivir al éxito de los “medicamentos milagro” para adelgazar. En el fondo, la cuestión suscita otros debates de mayor calado: ¿Son todos los modelos de empoderamiento femenino igual de válidos? ¿Cómo evitar la cosificación de la mujer si las reivindicaciones están centradas en “la carne”? ¿Es el propio concepto de “lucha de poder” lo que necesita el feminismo para avanzar?

Me van a perdonar que empiece así, sin anestesia: “Soy aquella chica de la escuela, / la que no te gustaba, ¿me recuerdas? / Ahora que estoy buena, paso y dices / ¡Oh, nena! ¡Oh, nena!” Este prodigio de la poesía es el estribillo de una famosa canción de Lola Índigo, una intérprete española de música pop. El mensaje, por si no queda claro, es este: “estar buena” empodera; tanto como para que la protagonista de la canción pueda desdeñar a un antiguo crush que la menospreciaba en su época menos boyante, y que ahora la pretende. (Una pena, porque nos perdemos una relación que prometía rivalizar en profundidad y lirismo con la del cancionero de Petrarca.)

¿Y qué es, para Lola Índigo, “estar buena”? ¿Cuál es el canon que sirve para medirlo? Si ven el videoclip lo descubrirán. No hace falta que lo vean, ya se lo digo yo: muchas curvas, poca grasa, poca ropa.

Pero si a Lola le preguntáramos cómo debe ser el cuerpo de una mujer en general –no el suyo– para sentirse empoderada, probablemente contestaría que de cualquier forma y tamaño, y quizás –esto no es tan seguro– con cualquier vestido.

De hecho, junto a la reivindicación de las “tías buenas” ha surgido también la contraria: el llamado fat positivity, o, al menos (nótese el matiz), fat acceptance. La gordura es otra forma de empoderamiento femenino, precisamente en la medida en que se rebela contra el canon de belleza impuesto “desde fuera” (quién se esconde tras este sintagma, hombres heteropatriarcales o mujeres que compran ropa promocionada por modelos delgadas, no queda claro).

Pero hay más: una reciente película nos ha recordado que una mujer también puede empoderarse desarrollando un cuerpo hipermusculado y con apariencia masculina. Es el empoderamiento en modo “apropiación cultural” del varón. El empoderamiento transgénero.

Sé positiva. Es una orden

Se podría pensar que no hay contradicción en todo esto: lo que empodera es, en realidad, empoderarse. Reivindicar el propio aspecto: sea este el producto de perder el resuello entre burpees y pesas rusas, de operaciones estéticas y estrechamientos de ropa, o de dejarse llevar por el helado y otras dulces calorías. Empodera ser como eres, siempre que lo vivas de forma positiva. Ahí está el adjetivo que lo cambia y lo valida todo.

Sin embargo, también la “positividad corporal” puede convertirse en un arma para la opresión de la mujer. Al menos así lo creen algunas que, en nombre del verdadero empoderamiento feminista, critican lo que llaman “positividad tóxica”: la de “mujer, debes sentirte satisfecha en todo momento con tu aspecto; si no, nos estás desempoderando a todas”. ¿Por qué –se preguntan– no va a tener una mujer el mismo derecho que un hombre a no verse bien?

Así pues, al empoderamiento buenorro de Índigo y compañía, el anti-buenorro del fat positivity y el musculoso-transgénero, habría que sumar un cuarto tipo, que de alguna manera supone una impugnación de los otros tres: el empoderamiento que reivindica la libertad de la mujer para no verse obligada a empoderarse a través de su cuerpo.

Este último es especialmente interesante, porque señala certeramente la mentalidad materialista que subyace a los otros tres, según la cual el ser humano, pero especialmente la mujer, es su cuerpo, y por tanto esta debe ser su principal herramienta de empoderamiento.

Lucha de poder a poder

El discurso “antipositivo”, que rehúye este materialismo, no escapa a otro tic frecuente en muchos feminismos: el de entender la valía de la mujer en términos de poder, de reivindicación o conflicto contra alguien de fuera. Las que critican la “positividad tóxica” consideran que el origen de esta es, indiscutiblemente, el heteropatriarcado, que, gracias a su mefistofélica capacidad para adoptar una apariencia bella (la del feminismo), ha seducido y poseído a otras mujeres, convencidas las pobres de estar sirviendo a la causa de la emancipación femenina, cuando en realidad están trabajando para los machirulos.

Ciertamente, puede ser que algunas mentes heteropatriarcales y malévolas –encarnadas en cuerpos masculinos o femeninos– estén aprovechándose del “porque mi cuerpo lo vale” para sus propósitos misóginos. Pero cabe también otra explicación, más simple: ¿No será que los conflictos entre distintos tipos de empoderamiento tienen su origen en el carácter ambiguo o incluso contradictorio de algunos postulados del propio feminismo hegemónico?

Vale la pena, para explorar esta hipótesis, volver la vista a la llamada “revolución sexual” de los años 60 y 70. En ella se trató de aunar el materialismo cultural previo (el ser humano es su cuerpo), con algunas notas freudianas (el cuerpo es su sexo) y posmarxistas (el sexo es poder, y este poder empieza ganando la batalla lingüística, la del “relato”). La canción “Zorra”, que ha representado a España en Eurovisión, es, en este sentido, un producto netamente sesentayochista: me empodero aplicándome con orgullo un adjetivo que designa la sexualización y comercialización –dinero es poder– de mi cuerpo.

Sin embargo, como se ha visto con el debate surgido por esta canción (que es un reflejo del que existe en torno a la prostitución), el equilibrio entre reivindicar una especie de libertarianismo sexual y, a la vez, denunciar la sexualización de la mujer por parte del heteropatriarcado es bastante inestable. Apelar a la “positividad” o el consentimiento no resuelve los conflictos.

Toca examinar los cimientos

Es indiscutible que el feminismo nunca ha tenido tanta presencia en la discusión pública como ahora. Quizás sea también cierto que se encuentre en su momento de mayor aceptación social. No obstante, no puede obviarse que los conflictos internos son cada vez más fuertes, y que se está generando una corriente contraria al movimiento, especialmente entre los hombres jóvenes. A lo mejor son todos reaccionarios irredentos, pero puede que no.

Quizás sea el momento de un examen de conciencia. Quizás la división que se ha visto en temas como la prostitución, lo trans, o la que apuntábamos en torno al papel del cuerpo como arma de empoderamiento no sean muestras de que el movimiento está vivo –como se dice a veces para minimizar daños y mostrar una imagen de unidad–, sino grietas que indican una erosión profunda de los cimientos.

Esos cimientos son las teorías sesentayochistas, una mezcla de materiales bastante diversos que probablemente ha servido como altavoz para llevar el feminismo hasta el primer lugar de la discusión pública, pero cuya poca consistencia intelectual se percibe ahora de forma cada vez más clara en las fracturas internas del movimiento.

Atreverse a dar nuevos pasos

El feminismo necesita una antropología sólida que pueda responder de manera profunda y positiva a la pregunta de qué es una mujer. La revolución sexual, lastrada por su materialismo y su fijación por el sexo y el poder, ofrece respuestas parciales y negativas.

El feminismo verdaderamente progresista, el que la sociedad necesita para avanzar, no puede estar centrado en el cuerpo de la mujer (tenga el tamaño y la forma que tenga), sino en su genio; ni plantear su presencia en la sociedad en términos de lucha, sino de cooperación; no puede ser individualista ni tribal, sino comunitario. Esto supondría, a la postre, abandonar la revolución sexual como fuente de principios.

En el ámbito anglosajón ya lo están reclamando algunas voces feministas, como las autoras británicas Louise Perry y Mary Harrington. En el español, por el momento, cuestionar la revolución sexual es arriesgar demasiado. Pero es cuestión de tiempo que alguien abra esa puerta. Y entonces es probable que dejemos de hablar de Lola Índigo y de la positividad tóxica, y que la conversación se torne más interesante.

Comentando precisamente el libro de Perry Contra la revolución sexual, el psiquiatra y divulgador español Pablo Malo señala en su blog que, aunque no está de acuerdo con algunos de los planteamientos de la autora, todas las feministas deberían leerlo: “El feminismo que tiene el micrófono no creo que esté dispuesto a perder protagonismo, aunque opino que incorporar algunas de las cosas que reivindica Perry podría refrescar un discurso que lleva tiempo anquilosado. El feminismo está ya lo bastante asentado como para atreverse a dar nuevos pasos”.

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