La frustración de una juventud de origen inmigrante

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El estallido de violencia urbana en Francia ha suscitado análisis para todos los gustos. Unos insisten más en la marginación laboral y social de los jóvenes de familias inmigrantes. Otros subrayan factores propios del modelo francés, que en teoría quiere tratar a todos por igual, evitando también una discriminación positiva. En lo que todos coinciden es que los barrios gueto y la falta de empleo han creado una frustración que exige un cambio de política.

Como en Francia la ley prohíbe a todo organismo, público o privado, hacer encuestas basadas en criterios «étnicos», excepto la nacionalidad, no es fácil tener datos precisos sobre la población de origen inmigrante. Sin embargo, con motivo de esta crisis la prensa ha echado mano de algunos estudios sociológicos sobre la materia. En un «dossier», «Le Monde» (15-11-2005) se hace eco de un estudio de dos investigadores del Instituto Nacional de Estadística (INSEE) que concluyen: «Los jóvenes franceses de origen magrebí tienen un índice de paro dos veces y media superior al de los jóvenes de origen francés, cualquiera que sea su nivel de estudios».

Los jóvenes que provienen de familias inmigrantes, pero que han nacido en Francia, declaran con insistencia que detestan la palabra «integración», asegura el diario francés. Se consideran hijos de Francia, que simplemente reclaman el derecho a su inserción económica y social.

Como el acceso a la función pública está reservado a los originarios de la Unión Europea, los inmigrantes que no han obtenido la nacionalidad francesa se encuentran, por definición, excluidos de ella.

En el sector privado, los inmigrantes de primera generación habían sido empleados en trabajos de escasa cualificación en las grandes empresas industriales. Las reestructuraciones de estas empresas han empujado a sus hijos hacia empleos de servicios, con contratos precarios cortos, mal remunerados. Este resultado se debe también a que esta segunda generación se encuentra especialmente representada entre los jóvenes sin cualificación o con cualificación escasa.

Otros estudios citados en el «dossier» de «Le Monde» muestran la situación desaventajada de los inmigrantes respecto al conjunto de la población. Según el Instituto Nacional de Estadística, la renta de las familias inmigrantes (de nacionalidad extranjera o francesa por naturalización) es un 20% inferior a la de las familias no inmigrantes, una vez descontados los impuestos directos y sumados los subsidios sociales.

Más del 20% de las familias inmigrantes cuyo jefe de familia es originario del Magreb o de Turquía viven bajo el nivel de pobreza (602 euros por mes), contra un 6,2% para el total de la población. Otro dato significativo es que más de la mitad de los hogares originarios del Magreb viven en viviendas sociales, y el 40% en una situación de exceso de habitantes por casa.

Trabajo y vivienda

«The Economist» (12-11-2005) trata de explicar los disturbios en Francia remitiéndose a un contexto más amplio. «Francia no tiene la exclusiva de guetos aislados con elevadas tasas de paro». También los hay en Gran Bretaña, que hace cuatro años conoció disturbios similares en Bradford y otras ciudades, protagonizados por jóvenes de origen asiático: hijos o nietos de inmigrantes, como los revoltosos franceses de ahora. Por eso, el semanario, al preguntarse qué tiene de peculiar el caso francés con respecto a la deficiente integración de inmigrantes, halla un punto de comparación más útil en Estados Unidos.

«En Estados Unidos, con el paso del tiempo los inmigrantes suben en nivel de instrucción, dominio del inglés y tasas de matrimonios mixtos, así como en renta, vivienda en propiedad y representación política». En cambio, Europa en general -no solo Francia- no ha sabido integrar a las familias inmigrantes de segunda o tercera generación. Por ejemplo, hay pocos norteafricanos en la política francesa o turcos en la alemana. Resulta notable esta coincidencia entre dos países con políticas de inmigración opuestas: Francia siempre ha favorecido la asimilación, mientras que hasta hace cinco años, en Alemania era prácticamente imposible adquirir la nacionalidad. Pero Gran Bretaña, que ha optado por la fórmula multicultural no puede exhibir resultados mucho mejores: así, al igual que Francia, no ha logrado evitar la concentración de inmigrantes en zonas segregadas.

«The Economist» concluye que hay dos factores más decisivos que la política de inmigración: el trabajo y la propiedad de la vivienda, aspectos en que se registran grandes diferencias entre Estados Unidos y Europa. En Estados Unidos, los inmigrantes legales tienen una tasa de paro despreciable y son dueños de negocios en una proporción muy superior a la de Europa. La mitad de los hispanos, la minoría más grande de Estados Unidos, son propietarios de sus viviendas. Con trabajo y casa, los inmigrantes tienen algo que conservar, algo que los vincula a la sociedad de acogida, y más posibilidades de ascenso social.

Esos dos factores de integración son más débiles en Europa, particularmente en Francia. La tasa de paro francesa es de las más altas del continente, y para los inmigrantes y sus descendientes es entre dos y cuatro veces superior a la general. Y en las «banlieues» francesas, donde se concentra la población de origen extranjero, la gran mayoría de las viviendas son de propiedad pública. Todo ello perpetúa la exclusión social y alimenta el descontento que estalló el 27 de octubre en Clichy-sous-Bois.

En un editorial del mismo número, «The Economist» recuerda lo que decía en enero de 1995 el propio Jacques Chirac, entonces candidato a la presidencia francesa: «En los suburbios deprimidos impera una especie de terror blando. Cuando tantos jóvenes, al dejar la escuela, no ven otro futuro que el paro, acaban rebelándose. Por un tiempo, el Estado puede tratar de imponer el orden y confiar en los subsidios sociales para evitar lo peor. Pero ¿cuánto puede durar eso?».

Los musulmanes en EE.UU. y en Francia

La prensa estadounidense no ha desaprovechado la ocasión para sacar los colores a la cara a Francia. «The Wall Street Journal» (11-11-2005) es el más ácido, comparando la distinta situación de los inmigrantes musulmanes en EE.UU. y en Francia. «En EE.UU. hay dos millones y medio de musulmanes. Según el informe 2004 de Zogby International, dos tercios son inmigrantes, el 59% tienen un diploma universitario y la gran mayoría son de clase media, y uno de cada tres tienen ingresos anuales superiores a 75.000 dólares. Su tasa de matrimonios fuera de su comunidad es un 21%, tasa casi igual a la de otros grupos religiosos».

«Es verdad -prosigue- que la población musulmana francesa es mayor -unos cinco millones de un total de 60-. También es cierto que llegaron a Francia mucho más pobres. Pero la diferencia significativa entre los musulmanes americanos y los franceses es que los primeros viven en un país con oportunidades económicas y de ascenso social, lo que generalmente ha llevado a su integración dentro de la vida americana».

En Francia, «la inmigración magrebí comenzó a principios de los años 60, en un periodo de bajo desempleo y escasez de mano de obra. Actualmente, el índice de paro francés es un 10%, el doble que el americano». En las comunidades musulmanas, aisladas en barrios inseguros, el desempleo juvenil ronda el 40%, y el crimen, las drogas y el vandalismo son endémicos. Pero «las patologías de las «banlieues» son similares a las de las zonas urbanas deprimidas de cualquier sitio. Lo que tiene Francia no es fundamentalmente un ‘problema musulmán’ ni un ‘problema inmigrante’. Es el problema de una clase marginada».

El WSJ piensa que este problema es consecuencia de la estructura de la economía francesa, en la cual el Estado representa casi la mitad del PIB y la cuarta parte del empleo. Las generosas condiciones sociales (en pensiones, jubilación temprana, jornada laboral y vacaciones, seguridad en el empleo…) hacen que haya escasa movilidad laboral y poca creación neta de empleo. Para cambiar eso hace falta vencer una resistencia cultural, no la de los airados jóvenes inmigrantes, sino la de los ya empleados que se resisten a abandonar una condición laboral subsidiada.

Modelo republicano en crisis

Otros comentaristas han visto en los desórdenes de las últimas semanas un síntoma de crisis en el modelo republicano francés, que subraya la igualdad entre todos, sin reconocimiento oficial de las particularidades. Alain Touraine, el más famoso sociólogo francés, dice en «Le Monde» (8-11-2005) que en el último decenio Francia atraviesa una fase de desintegración con respecto a los inmigrantes. Esta fase está «marcada por el rechazo a los grupos minoritarios, por el encerramiento de estos en la defensa de su identidad y por el recurso creciente a una violencia que refleja la incapacidad de la sociedad francesa para cambiar de modelo cultural».

La desintegración ha venido favorecida por la política de vivienda, que ha provocado una segregación cada vez mayor; por el elevado paro juvenil y la discriminación contra los jóvenes de origen inmigrante; por el fracaso de la escuela, que no ha sabido atender a las necesidades específicas de los chicos que parten con desventaja.

En último término, Francia tiene que replantearse su idea de igualdad. «El republicanismo francés se identifica con el universalismo, lo que a menudo entraña rechazar o considerar inferiores a los que son diferentes». Es verdad, añade Touraine, que el recelo francés hacia las diferencias obedece a «razones positivas: para rechazar el particularismo y defender la ciudadanía. (…) Pero este rechazo del particularismo debe ir acompañado del reconocimiento de las diferencias: es decir, al derecho de cada individuo a vivir en el respeto a su identidad cultural».

De otro modo, Francia corre el riesgo de responder a la falta de integración de las minorías tratándolo solo como un problema de orden público, sin entender las raíces de la crisis. Hace falta un cambio de actitud: «La sociedad francesa puede convertirse en una amenaza para sí misma si no logra combinar integración y diferencias, universalismo y derechos culturales de cada cual, superando la oposición entre un republicanismo cargado de prejuicios y particularismos cargados de agresividad».

Padres desbordados

Desde otro punto de vista, el vandalismo de los jóvenes -muchos de ellos menores de edad- revela también fallos en el interior de las familias, que no han sabido imponer su autoridad sobre los hijos. En estos días, las autoridades francesas han recurrido a un artículo, hasta ahora muy poco usado, del nuevo Código Penal de 1994, que castiga con prisión y multa a los padres que incumplan su obligación de cuidar y vigilar a los hijos, y permite exigirles responsabilidades civiles por los daños que causen los chicos. Pero, según algunas opiniones, recogidas por Katrin Bennhold en «International Herald Tribune» (14-11-2005), muchos padres no son negligentes, sino sencillamente incapaces de dominar a sus hijos.

«Muchos inmigrantes se sienten impotentes frente a lo que describen como un choque de civilizaciones en sus casas, una profunda brecha generacional entre ellos, criados en ambiente norteafricano, y sus hijos nacidos en Francia; brecha que ha socavado su autoridad de padres».

Las condiciones sociales son parte del problema: «En unos casos, el padre -la autoridad tradicional en la familia- trabaja muchas horas y ve poco a sus hijos. En otros casos, el padre ha perdido el respeto de sus hijos porque está en paro». Mourad, un padre de Aubervilliers, ciudad satélite al noreste de París, no puede con su hijo Mohammed, que al salir de la escuela merodea por las calles en vez de volver a casa, insulta a su madre y desobedece a su padre. «Temo por mi hijo -dice Mourad-. Nuestra generación respetaba a los mayores, pero esta generación es distinta».

A veces, los padres inmigrantes se sienten en inferioridad con respecto a sus hijos, que hablan francés mucho mejor, dominan los aparatos modernos y están más familiarizados con la sociedad en que viven. Si los padres quieren meterlos en cintura, quizá los hijos invoquen la ley francesa contra la violencia doméstica, como cuenta Mourad de su hijo Mohammed: «La última vez que quise darle un cachete por ser maleducado, me amenazó con denunciarme a la policía».

Por miedo a que Mohammed sea captado por las bandas juveniles que deambulan por el sector de viviendas sociales donde vive con su familia, Mourad ha solicitado repetidas veces al ayuntamiento de Aubervilliers el traslado a otro barrio; pero no le han hecho caso. «No quiero que acabe como esos chicos del barrio que montan disturbios, pero ¿qué puedo hacer?».

«Los padres están completamente desbordados», dice Abdullah Sultany, mediador entre las familias y el ayuntamiento de Clichy-sous-Bois. Sultany echa la culpa a las autoridades: «La mejor manera de que esos chicos dejen de estar en la calle es conseguir que tengan empleo, y eso es responsabilidad del gobierno».

Ciudades donde la integración social ha funcionado

La exclusión social de los jóvenes de origen inmigrante y su concentración en barrios gueto han sido invocados como el caldo de cultivo de la violencia que ha sufrido Francia en estos días. En contraposición, la atención se ha vuelto también hacia otras ciudades donde la integración de los inmigrantes ha funcionado.

Una de ellas es Francfort, según el corresponsal de «Le Monde» (10-11-2005), la más cosmopolita de las grandes ciudades alemanas. El 27,4% de sus 650.000 habitantes son extranjeros, originarios de 169 países, y el 32,5% de los alumnos de sus escuelas no son alemanes. Uno de cada veinte es turco.

A diferencia de Francia, las 35.000 viviendas sociales no se distinguen como tales y están diseminadas por toda la ciudad. La reglamentación para distribuirlas prevé un reparto del 30% para extranjeros y de un 70% para alemanes, con objeto de favorecer la mezcla entre ambos. «En los barrios donde la vivienda es más barata viven más extranjeros y hay más comercios extranjeros, pero no hay gueto», explica Akli Kebaili, encargado de asuntos multiculturales de la alcaldía.

Este servicio favorece una política activa de integración. Por ejemplo, un programa que promueve el encuentro cada año entre representantes de asociaciones culturales y religiosas extranjeras y 120 policías, y que comprende un seminario y diálogos informales entre jóvenes inmigrantes y policías. Según Kebaili, «lo que funciona en Alemania es que hay muchos proyectos muy eficaces en el ámbito local». En cambio, a nivel federal, hay un retraso respecto a Francia, ya que no hay personas de origen extranjero en el gobierno o en la televisión, y es más difícil conseguir la nacionalidad. Sin embargo, otros señalan que el paro es elevado entre los jóvenes de origen extranjero.

Más llamativo ha sido el caso de Marsella, la segunda ciudad de Francia, en la que apenas se han notado los desórdenes, aunque cuenta con una amplia población inmigrante. Según datos del municipio, entre sus 800.000 habitantes hay 200.000 de cultura musulmana, venidos sobre todo de Argelia y Túnez, 80.000 armenios, 80.000 judíos y 13.000 libaneses. Marsella tiene una tasa de paro y un índice de delincuencia superior a la media nacional, pero no ha habido allí ese estallido de violencia.

Los responsables municipales lo atribuyen a que «los inmigrantes, pese a sus múltiples problemas, se sienten representados en las administraciones, y no solo mediante cargos electos, sino también por el funcionariado», declara a «El País» (16-11-2005) Noëlle Mivielle, asesora del alcalde para cuestiones de inmigración.

El 20% de los empleados públicos de Marsella tienen sus orígenes fuera del país. Mivielle asegura que casi el 25% de los 16.000 trabajadores de los hospitales y ambulatorios de Marsella tienen el padre o la madre nacidos fuera de Francia, porcentaje que también se repite entre los 12.000 funcionarios del Ayuntamiento. Con las minorías bien representadas en el sector público, los políticos no quieren saber nada del debate que se ha abierto en París para implantar una política de cuotas. «En Marsella se ha impuesto la realidad, no nos hacen falta cuotas», asegura el alcalde Jean-Claude Gaudin.

A diferencia de otras ciudades francesas, su población inmigrante no está concentrada en viviendas sociales de barrios de la periferia, sino en el corazón del puerto, y con un vecindario variado. «Hemos aprendido a no tener miedo unos de otros», declara al «International Herald Tribune» (15-11-2005) Richard Martin, director de teatro. «Por el momento, el diálogo y la relación entre las comunidades son buenos», asegura Salah Bariki, consejero del alcalde para las relaciones con los musulmanes. Pero un error podría cambiar esto». Próximamente se inaugurará una mezquita de 700 plazas en el centro de Marsella, con sus minaretes.

Esto no quiere decir que todo funcione bien en Marsella. El reportero del «International Herald Tribune» observa que las calles no brillan por su limpieza, muchos edificios están deteriorados, hay una evidente falta de respeto a las reglas de tráfico y el departamento donde está Marsella registra la segunda tasa más alta de robos. Pero el paro ha descendido a un 13% y, como prueba de dinamismo económico, se han creado 7.200 empresas desde 2000.

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