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“El modelo de progreso no puede ser la extensión indefinida de derechos”

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El modelo de progreso no puede ser la extensión indefinida de derechos

Foto: Freepik

 

El arzobispo de Reims, Mons. Éric de Moulins-Beaufort, presidente de la Conferencia Episcopal francesa, se ha tomado en serio la petición que hizo Emmanuel Macron a los líderes religiosos para que aporten sus ideas de cara a la reconstrucción del país tras el coronavirus. En una extensa carta, se solidariza con los más afectados por la pandemia, repasa algunos de los frutos que ha traído el confinamiento y presenta grandes líneas de avance.

El Consejo de Estado francés, la más alta instancia jurisdiccional en lo contencioso-administrativo, falló el 18 de mayo contra el gobierno francés, por entender que las restricciones a la libertad de culto eran desproporcionadas. Los obispos no se habían opuesto jurídicamente a las restricciones, pero habían pedido expresamente una mayor amplitud, en términos de igualdad con situaciones sociales semejantes. Pero los dirigentes de algunas asociaciones plantearon por su cuenta la correspondiente acción jurídica y obtuvieron ese fallo favorable.

En modo alguno pretendían los obispos provocar un conflicto con el gobierno. Al contrario, como la mayoría de los católicos, han aportado cuanto está en su mano para prestar el mejor servicio posible a todos y aliviar en lo posible las consecuencias de la pandemia.

En diálogo con el Estado

En la misma línea va la respuesta del arzobispo de Reims a la invitación hecha por el presidente de la República a los líderes de las confesiones religiosas, durante una audioconferencia organizada por el Elíseo el 21 de abril. Algo semejante hizo en su día Macron, cuando comenzó la gran consulta nacional previa a la actualización de la ley bioética, aún pendiente. O en la reunión que mantuvo con los obispos en el marco incomparable de los Bernardinos en abril de 2018, donde expresó que la República espera tres dones de ellos: su sabiduría, su compromiso y su libertad.

La carta de Mons. Moulins-Beaufort, trabajada con el Consejo Permanente de la Conferencia Episcopal Francesa, y publicada el 3 de junio en forma de libro, se titula Le matin, sème ton grain. El diario La Croix publicó amplios extractos la víspera de la aparición del texto, de casi 60 páginas. Muestra que el papel de la Iglesia, dentro de la tremenda crisis, va más allá de la defensa de la libertad respecto de las celebraciones cultuales, y de la amplitud de la acción caritativa de parroquias, instituciones y ONG de inspiración católica. El prelado quiere aportar ideas para pensar, tratando de ser útil al presidente, al país, a todos. Muestra el papel de una jerarquía abierta, en diálogo con el Estado, con la única preocupación social de servir al bien común.

En el preámbulo –redactado sin duda antes de las actuales manifestaciones contra el racismo en Estados Unidos y otros países–, manifiesta de modo positivo la paz y concordia con que las sociedades han afrontado la lucha contra la pandemia, aunque no deja de señalar que quizá se está gestando una guerra comercial y económica. Pero de momento sin violencias: “Es un motivo de alivio y orgullo, y de confianza; para los creyentes, de acción de gracias a Dios que obra en los corazones y los espíritus. En nuestro país, la unidad mantenida es particularmente significativa en un momento en que la fractura social está muy presente y hemos experimentado fuertes tensiones sociales en los últimos años”.

Mons. de Moulins-Beaufort recuerda “a los afectados por la enfermedad, a las familias desconsoladas y a los pacientes demasiado aislados, así como a quienes tuvieron que vivir el confinamiento en condiciones materiales difíciles”. En concreto, confía en que el “memorial de la epidemia” lleve a “inversiones indispensables para que todos puedan tener una vivienda digna, que pueda ser su hogar”.

Superar el problema por elevación

No pocos han evocado el bien común, una idea desarrollada desde siempre por el pensamiento cristiano. Dice la carta: “No es la suma de bienes comunes (sistema escolar, organización hospitalaria, red de carreteras, distribución de agua o electricidad, etc.), sino el bien dentro del cual todos pueden vivir en comunión. La epidemia se añade a la presión ecológica para alentar a la humanidad, a cada hombre, a los estados, a toda estructura política, a no limitar el bien común a los intereses humanos inmediatos, sino a incluir en su horizonte a todos los seres del cosmos. Ampliar el foco es sin duda la única manera de superar el trauma causado por la epidemia y el confinamiento impuesto a los cuerpos sociales”.

“Avanzar en esa dirección facilitará salir del actual curso de las sociedades occidentales hacia la acumulación de medios técnicos que transforman cualquier frustración en un derecho que deba ser reconocido por la sociedad. El cuerpo social no tiene que satisfacer los deseos de todos, solo debe ayudar a cada uno a creer en su propio papel, a pesar de sus defectos y dolencias”.

El arzobispo repasa algunas experiencias vividas durante la pandemia: ha pasado a primer plano la tarea de los cuidadores, y “trabajos poco apreciados pero indispensables”; se ha extendido un silencio en las ciudades que ha permitido “volver a oír el canto de los pájaros y observar la llegada de la primavera”; ha mejorado la atmósfera y se ha regenerado el ambiente; se ha parado el tiempo, frente a la “constante aceleración” de la cultura contemporánea. Se puede entender mejor el significado del “descanso dominical”. Y el prelado se atreve incluso a manifestar una especie de soñar despierto: que “una vez al mes, el domingo esté ‘confinado’ en cualquier lugar del país”.

La hospitalidad, en el centro

Con Mons. de Moulins-Beaufort, resulta inevitable recordar a los afectados, a los enfermos solitarios, al duelo a distancia de las familias, a las condiciones de vida sin hogar, a los pobres y vulnerables.

Ante tantos efectos no deseados de los sistemas vigentes, “el modelo de las relaciones entre los seres humanos no debe ser el conflicto o la competitividad, ni siquiera el comercio. Debería ser la hospitalidad. Para esto, es importante que cada persona habite en su propia casa y viva dentro de sí misma. A escala individual y colectiva, el modelo de progreso humano no puede ser la extensión indefinida de los derechos. Debe ser el crecimiento en la entrega de uno mismo y el servicio a los demás, hecho posible por la hospitalidad mutua entre los humanos y la casa común. Esto no es una utopía, un sueño irrealizable, sino una esperanza que pasa a través del camino interior de cada uno. La experiencia del confinamiento nos ha dado quizás algunas claves para progresar colectivamente en esta dirección”.

Más allá de evitar la propagación de la enfermedad y la muerte, la crisis ha potenciado la solidaridad. El miedo “se ha transmutado en deseo de ser útil a los demás o de manifestar amabilidad y cuidado más allá del propio círculo habitual”.

En el último capítulo del libro, el arzobispo sitúa ese espíritu de hospitalidad en el centro del mundo por venir. Tras el confinamiento, se ha reforzado el deseo y la vitalidad de las relaciones sociales. Ahora debemos preguntarnos por las consecuencias de nuestra forma de vida en los demás: “¿Cómo nos comportamos concretamente en la ‘casa común’ que es nuestro planeta?”, una pregunta que afecta también al modo de situarnos ante las migraciones.

La carta termina con una invitación a recuperar la confianza en cada ser humano, en la capacidad de todos y cada uno “para dar libremente hospitalidad y para degustar el sabor del tiempo en el que se da ya la eternidad”.

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