Protestas en EE.UU.: por qué esta vez es diferente

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Las protestas y disturbios por la muerte del afroamericano George Floyd, ocurrida en Minneapolis el 25 de mayo a manos de un policía blanco y ante la indiferencia de otros tres agentes, han sido mucho más sonadas que las que desataron casos similares en Baltimore (2015) o Ferguson (2014). Analistas de distintos medios estadounidenses se preguntan qué ha cambiado desde entonces.

Por muy polarizados que estén los medios en Estados Unidos, al menos han coincidido en reconocer una cosa: esta vez ha sido diferente. Lo sugiere la magnitud de las protestas celebradas desde hace dos semanas en todo el país, pero también otros signos que han sorprendido a comentaristas de izquierdas y de derechas: desde la enérgica condena del Departamento de Policía de Minneapolis, que despidió a sus cuatro agentes sin paliativos de ningún tipo, hasta la presentación de cargos de asesinato y homicidio contra el que hincó la rodilla durante casi 9 minutos en el cuello de Floyd, pasando por el despliegue de una gestualidad sin precedentes.

Otra cosa es que esos mismos medios calibren por igual la magnitud de la violencia policial contra los negros o la de la desigualdad racial. O que opinen lo mismo sobre la violencia de no pocas protestas, la retirada de fondos a la policía, o el supuesto racismo estructural de la América blanca.

Perder familiares y empleo

Tras repasar las reflexiones y los datos de varios comentaristas, el periodista del New York Times Spencer Bokat-Lindell atribuye la fuerte sacudida de la calle a una mezcla de tres factores. En primer lugar, este nuevo episodio de violencia policial se ha producido en un ambiente muy caldeado por el coronavirus y la crisis económica que le ha acompañado, dos fenómenos que se han cebado con la población negra. Un dato significativo es que menos de la mitad de los adultos negros de EE.UU. tienen un trabajo en estos momentos. Y dado que un hogar negro medio tiene muchos menos ingresos que uno blanco, su colchón para afrontar la crisis es menor. Las muertes por la pandemia también reflejan desventaja: si las tasas de mortalidad hubieran sido iguales para todos, hoy cerca de 13.000 afroamericanos seguirían vivos.

El segundo factor es el cambio de actitud hacia el racismo, que poco a poco va dejando de verse como un problema exclusivo de los grupos que lo sufren. Según uno de los estudios que cita Bokat-Lindell, hoy el 57% de los estadounidenses cree que es más probable que la policía use la fuerza excesiva con la población negra que con otros grupos, algo que en 2016 afirmaba solo el 34%. En otras palabras: más personas –y, en concreto, más personas blancas– están dispuestas a reconocer que la violencia policial contra los negros es un problema real.

Finalmente, está el boom de la denuncia ciudadana a través de las redes sociales, capaz de viralizar en pocos segundos los incidentes más broncos captados por un smartphone. El problema de esta democratización informativa, apunta Bokat-Lindell citando a un colega, es que las instantáneas de violencia policial acaben sacadas de contexto. Así ocurre cuando se presenta como agresiones racistas el uso proporcional de la fuerza en casos legítimos, lo que todavía crispa más el ambiente.

Relaciones deterioradas

A diferencia de otros episodios de violencia policial en los que no había testimonios gráficos tan contundentes, el dramatismo de la muerte de Floyd –“no puedo respirar”, repetía– ha quedado a la vista de todos. Para Clare Malone, periodista de FiveThirtyEight, estas imágenes han servido para familiarizar a los blancos con la violencia policial contra los negros. Y tras el impacto emocional, opina, han llegado la reflexión y el debate: “Básicamente, estamos viendo una maduración de la conversación, en parte porque más gente ha tomado conciencia del tema”.

Estos días también se ha visto un repunte en el interés por los libros que combaten el racismo. Según un recuento de Elizabeth Harris en The New York Times, casi todos los libros más vendidos en Amazon (7 de cada 10) y en la librería Barnes & Noble (9 de cada 10) tratan este asunto. Y en la lista de libros de no ficción que elabora el propio diario hay 5 de 15. La semana anterior a la muerte de Floyd no había ninguno.

Ahora bien, que se esté hablando y leyendo más sobre el racismo –por influencia probablemente del movimiento Black Live Matters, surgido en 2013– no significa que las relaciones entre negros y blancos vayan a mejor. De hecho, en el histórico de encuestas Gallup, se ve que el porcentaje de afroamericanos que consideran “muy buenas” o “algo buenas” las relaciones con los blancos ha caído del 66% en 2013 al 40% en 2018. Estos días se ha hablado mucho de la retórica de Trump sobre la ley y el orden, pero no hay que olvidar que el deterioro comenzó en la era Obama.

Explosión de gestos

La conflictividad en las relaciones interraciales no ha impedido la explosión de muestras de apoyo a la comunidad negra. Tan abrumador ha sido el celo de los blancos que se inculpan del racismo sistémico de Estados Unidos, que no han faltado respuestas irónicas por parte de algunos afroamericanos. La periodista del Washington Post Karen Attiah, ghanesa de origen, se queja de haber tenido que lidiar con mensajes de amigos blancos que “se sentían abrumados por la culpa y la ansiedad”.

“Muchos de nosotros somos conscientes de que se nos pedirá que dediquemos ingentes cantidades de trabajo emocional a guiar, enseñar y calmar a los blancos en estos momentos”. El mordaz dardo de Attiah va dirigido contra quienes se conforman con la solidaridad de postín en las redes sociales. Pero su columna también deja entrever la inseguridad de los blancos al hablar de la raza: “Muchas personas blancas expresaron [durante la protesta #BlackOutTuesday] que simplemente no sabían qué hacer; estaban petrificadas por [temor a] publicar algo incorrecto”. No hay que descartar que el miedo a meter la pata en este asunto esté detrás de la venta de libros a que aludía Harris.

Sobre el recién estrenado apoyo en masa al movimiento Black Live Matters se muestra muy crítico Casey Chalk, columnista en varios medios conservadores. Para él, quien ha trabajado como mentor de niños y jóvenes en barrios desfavorecidos, la solidaridad que no sale de las redes sociales puede llegar a ser contraproducente para la democracia, en la medida en que crea la apariencia de haber hecho algo.

“‘No soy racista ni parte del problema, mira lo que hice en Facebook’, afirma el guerrero de las redes sociales. En su espectáculo performativo (…), promueve una dinámica política que permite a la persona que publica [comentarios de apoyo] dejar sin examinar ni emprender sus verdaderos deberes cívicos”, entre los que el columnista incluye la lucha con acciones concretas por la igualdad racial.

Tolerancia con la violencia

Otra novedad de las protestas por la muerte de Floyd ha sido la condescendencia de algunos medios con la violencia en las calles, llevada a cabo por grupos radicales como el movimiento anarquista Antifa. Varios de estos medios se han llevado las manos a la cabeza al ver que Trump quería considerar a Antifa como una organización terrorista. Pero han quitado hierro a los altercados violentos (incendios, saqueos, agresiones a policías…), alegando que se trataba de hechos aislados.

No lo ve así la mayoría de los estadounidenses que participaron en un sondeo de Yahoo News y YouGov, realizado el 30-31 de mayo: el 51% describe la respuesta en las calles de Minneapolis como “disturbios mayormente violentos”, frente al 10% que los ve como “protestas mayormente pacíficas” y un 25% que considera que hubo de ambas “casi por igual”.

Damon Linker, columnista en The Week, advierte a los medios que se han erigido en “la resistencia” contra Trump del riesgo de hacer la vista gorda con la violencia. El propio Linker es muy crítico con el presidente, pero no le niega la legitimidad democrática. Por eso, lamenta que la tendencia a presentar su gobierno “como un ‘régimen’ que debe ser derrocado por medios extraconstitucionales se esté convirtiendo en un lugar común, especialmente entre las principales publicaciones de la resistencia”. Algo que, en su opinión, puede hacer más daño a la salud cívica del país que los divisivos comentarios de Trump.

En la misma línea, Nathan Blake apunta en The Federalist la paradoja de cómo el clamor surgido estos días –que tenía el potencial de unir al país en la denuncia de problemas como la mala praxis policial o la injusticia racial– ha derivado en una revolución antisistema. “Esto ya no trata de Floyd”. Y duda que esa violencia sirva para hacer justicia. Más bien, expresa el “abandono de cualquier esperanza real en remediar la injusticia”.

Si es verdad que esta vez la reacción ante la muerte de un afroamericano a manos de la policía ha sido diferente, también parece cierto que el éxito de este nuevo momento va a depender de que consiga traducir la indignación en un orden social más justo. De ahí el consejo de Ijeoma Oluo, autora de uno de los libros antirracistas que más se están vendiendo ahora en EE.UU.: “Guárdate de las cosas que sean puramente simbólicas (…). En este país, no morimos por falta de simbolismo”.

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