Un país orgulloso de su tradición quiere manifestar su vigor al mundo

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Australia en las Olimpiadas
Sydney. Este mes el mundo entero mira a Australia. 3.500 millones de personas verán las Olimpiadas de Sydney. Unos 10.300 atletas, 5.100 jueces, 15.000 periodistas y cientos de miles de turistas convergen en la ciudad más antigua de Australia. Es la mejor oportunidad para las relaciones públicas que la nación ha tenido nunca. Los Juegos Olímpicos pueden servir para superar los estereotipos difundidos sobre esta desconocida isla-continente de las antípodas.

Los vigentes clichés sobre Australia son obra sobre todo de las películas Cocodrilo Dundee I y II. Las aventuras de un matón del salvaje Territorio del Norte en la decadente Nueva York fueron un éxito mundial. Pero pocos australianos se identifican con este personaje, aunque pueda gustarles como payaso. De hecho, Rodney Ansell, el duro real en quien se inspira la saga, no hace mucho murió en un tiroteo con la policía del Territorio. No es lo que se dice un modelo.

No tan exótico

Esas películas pintan Australia como un país enorme de hombres duros y lacónicos, unos pocos aborígenes y una naturaleza exótica. Ciertamente, Australia es un país muy grande y muy vacío: del tamaño de Estados Unidos sin Alaska, es la sexta nación más extensa del mundo; pero no tiene más que 19 millones de habitantes. Solo en la costa hay agua suficiente para abastecer la agricultura y las ciudades. Tierra adentro, al oeste de la Gran Cordillera Divisoria, está el interminable y vacío Outback, una tierra llana, árida y quemada por el sol, bajo un cielo azul cobalto.

También tiene su parte de verdad lo de la naturaleza salvaje. Las mascotas olímpicas son un ornitorrinco, una equidna -el otro mamífero ovíparo- y un kookaburra -el curioso pájaro cuyo canto suena como una sarcástica carcajada-, animales que no existen en ninguna otra parte del mundo (el proverbial canguro ya figura en los aviones de Qantas, las líneas aéreas australianas). Los cientos de especies de eucaliptos que pueblan el paisaje son típicamente australianos.

Pero ahí termina la Australia exótica. Los habitantes de ciudades y pueblos han hecho todo lo posible por dar un toque europeo a la extraña ecología, así que las poblaciones australianas parecen como si hubieran sido trasplantadas del hemisferio norte. Lejos de ser un territorio de frontera, Australia es uno de los países más urbanizados del mundo. La mayoría de los australianos viven en ciudades diseminadas a lo largo de la costa, y el porcentaje de población rural no hace más que descender. El 1% del territorio contiene el 84% de la población.

Se dijo una vez que Australia «cabalga a lomos de una oveja», por la importancia del comercio lanar. Hasta finales de los años 50, los productos agrícolas suponían más del 80% de las exportaciones australianas. Pero hace mucho que la minería -principal sector exportador-, la industria y los servicios superaron a la agricultura, que hoy representa solo el 3% del PIB y el 5% del empleo.

Años de bonanza económica

Los hombres de negocios europeos que visiten Australia se encontrarán como en casa. Aquí tenemos lo mismo que hay allí: feroz competencia internacional, retroceso del Estado del bienestar, descenso de afiliados a sindicatos, privatización de empresas públicas, paro persistente…

Pero, de momento, Sydney está en auge con las Olimpiadas, que han supuesto un fuerte estímulo al sector turístico y a la construcción. Se han gastado unos 3.600 millones de dólares USA en nuevos edificios en el Distrito Central de Negocios y las zonas residenciales de las afueras. Se han invertido unos 2.000 millones de dólares en instalaciones olímpicas. Las Olimpiadas han sido un regalo del cielo -y de Juan Antonio Samaranch- para la economía australiana.

Estadio olímpico de Sydney

El PIB australiano crece a casi un 4,5% anual. Aunque los empresarios se quejan de que la industria australiana no es bastante competitiva o innovadora para mantenerse a flote frente a la competencia extranjera, la OCDE afirma que la economía del país se ha mostrado «notablemente sólida». De hecho, la economía lleva nueve años de crecimiento: la bonanza más prolongada desde los años 60.

Mayores desigualdades

Por supuesto, no todos están felices con los cambios económicos. En 1998, siguiendo el ejemplo de Estados Unidos y Gran Bretaña, el gobierno de John Howard, conservador, emprendió una reforma de la política social basada en el principio de la «obligación mutua». Es justo y razonable, alega el gobierno, que los parados tengan una actividad que les ayude a ponerse en condiciones de encontrar empleo y a la vez haga una contribución a la sociedad a cambio del subsidio.

La teoría cuenta con el apoyo de todos los partidos, pero mucha gente ve con preocupación cómo aumentan las desigualdades sociales. En las zonas que rodean el puerto de Sydney, con magníficas vistas el mar, playas de arena dorada y suntuosos yates, prospera la cultura yuppie. Pero en barrios extremos como Campbelltown o Blacktown, hay elevadas tasas de paro juvenil y de delincuencia. En los Estados de Tasmania y Australia del Sur, la economía está estancada.

Según un estudio del National Center for Social and Economic Modelling, de la Universidad de Canberra, el segmento de población con ingresos medios ha bajado del 45% al 37%. «La brecha entre los ricos y el resto de la sociedad se ha hecho más patente que nunca desde la Gran Depresión», dice el diario The Australian. Aunque muchos afirman tener más dinero que hace diez años, el 91% declara que siente más estrés y preocupaciones.Se necesitan inmigrantes

Junto con la economía, también está cambiando la población del país. En todas las grandes ciudades abundan los inmigrantes. No es raro que una escuela tenga alumnos de 40 lenguas maternas distintas. En Sydney hay zonas comerciales donde se oye hablar cantonés, vietnamita, turco o árabe antes que inglés.

Desde 1945 han llegado a Australia casi 5,7 millones de inmigrantes. Uno de cada cuatro australianos actuales nació en otro país. La mayoría sigue siendo de ascendencia europea, pero cerca del 5% es ya de origen asiático. La política «Australia Blanca», que vetó la entrada a los no europeos durante medio siglo, es cosa del pasado.

Actualmente, el gobierno mantiene un cupo de 80.000 inmigrantes por año. Por ejemplo, entre junio de 1998 y el mismo mes del año siguiente fueron admitidos 84.000 inmigrantes procedentes de 150 países. La mayor parte vinieron de Nueva Zelanda (22%) y Gran Bretaña (10%), pero también llegaron muchos de China, Sudáfrica, Filipinas y la antigua Yugoslavia.

La integración pacífica de estos emigrantes es un gran éxito, pero no han faltado algunas tensiones. El gobierno se muestra reacio a abrir más las puertas a los inmigrantes, por temor a un posible revés electoral.

Sin embargo, Australia, con 19 millones de habitantes, necesita inmigrantes. Como la mayoría de los países de la OCDE, su tasa de fecundidad (1,7 hijos por mujer) está por debajo del nivel mínimo para el relevo de generaciones. Si se mantiene el actual cupo de inmigrantes, la población de Australia crecerá lentamente hasta alcanzar un máximo de 23 millones a mediados del siglo XXI.

La opinión pública se va dando cuenta poco a poco de que Australia afronta una crisis demográfica. Por desgracia, no hay unanimidad en cuanto a los remedios. Por un lado, la patronal clama «multiplicarnos o morir», y aboga por llegar a 50 millones de habitantes. «La tasa de dependencia -advierte- se doblará: pasaremos de 6 activos por jubilado en 1990 a 3 en 2028». Por el otro lado, los verdes sostienen que la frágil ecología de Australia no puede absorber una población numerosa, pese al gran tamaño del país.

Bajo el debate en torno a la población subyace un problema: la inestabilidad de las familias australianas. Australia registra la tercera tasa de divorcios más alta del mundo (40% de los matrimonios), uno de cada cuatro niños nacen de padres no casados y la proporción de familias monoparentales está alrededor del 15%.

Debate sobre la identidad

Los cambios que experimenta el país han provocado un vivo debate sobre la identidad australiana. Aunque, en su origen, Australia fue una colonia penitenciaria de la Gran Bretaña del siglo XVIII, muchos australianos se sienten unidos por estrechos lazos afectivos a la antigua metrópoli. Para asombro de no pocos extranjeros, Isabel II sigue siendo reina de Australia, y su retrato adorna la mayoría de los establecimientos oficiales. En Australia siempre ha habido una importante corriente republicana, que se ha reforzado con el aumento de la inmigración y de las relaciones comerciales con Estados Unidos y Asia.

El año pasado, los australianos decidieron en referéndum mantener la monarquía, pues las alternativas al actual marco constitucional les convencían menos aún. «Si no se ha roto, no lo arregles», pensaron muchos.

Algunos observadores extranjeros pueden creer que los australianos siguen sintiéndose «europeos de segunda clase», como con ironía dijo el poeta A.D. Hope. Nada más lejos de la realidad. Los australianos se muestran sumamente orgullosos de su tradición. Los periódicos traen encendidas polémicas sobre las relaciones con Gran Bretaña o el trato a los aborígenes. Historiadores como Geoffrey Blainey o Henry Reynolds han llegado a ser destacados personajes populares. El Día de Anzac, la conmemoración anual del desembarco de las tropas australianas en Galípoli, durante la I Guerra Mundial, se celebra con gran solemnidad religiosa en este país que, en general, no toma muy en serio la religión.

También se ha desarrollado una literatura peculiarmente australiana. Escritores como Morris West o Thomas Keneally -autor de la novela en que se inspira la película La lista de Schindler- se han convertido en bestsellers mundiales. Pero estos dos no son la cima del talento nacional. Las novelas, densas y melancólicas, de Patrick White sobre el alma australiana le dieron el premio Nobel en 1973. Hay también una sólida tradición poética. Les Murray, católico converso, es uno de los mejores poetas en lengua inglesa y probablemente la más firme esperanza que tiene Australia de lograr otro premio Nobel.

Tampoco la serie de Cocodrilo Dundee es el pináculo del cine australiano. Directores como Scott Hicks (Shine, Mientras nieva sobre los cedros) y Peter Weir (El Club de los Poetas Muertos, El Show de Truman) han tenido éxito en Hollywood. La gran estrella Mel Gibson comenzó su carrera como actor con Mad Max y Galípoli. Russell Crowe (Gladiator), Cate Blanchett (Elizabeth) y Geoffrey Rush (Shine) han sido candidatos a los Oscars.

Mirando a Asia

Una cuestión importante y aún por resolver respecto a la identidad australiana es las relaciones con Asia. Hasta hace poco, Australia miraba a Gran Bretaña, y después a Estados Unidos. Pero durante el mandato del primer ministro Paul Keating (1991-1996), el gobierno trató de presentar al país como parte de Asia.

Aquello no carecía de sentido. Aunque Estados Unidos y la Unión Europea son importantes socios comerciales, Japón es el primero. Seis de los diez principales socios comerciales de Australia y siete de los mayores mercados para sus exportaciones están en Asia oriental. En Australia hay más de cien mil estudiantes asiáticos; desde los años 50 se ha educado aquí buena parte de la elite intelectual de Asia.

De todos modos, las relaciones de Australia con Asia han sufrido tres importantes percances en los cuatro últimos años. El primero, en 1996, cuando Australia hizo una vigorosa campaña para ser admitida por parte asiática en la histórica cumbre de mandatarios de Asia y Europa celebrada en Bangkok. Pero el intento fue mal recibido por el primer ministro de Malasia, Mahatir Mohamad, que logró que Australia fuera excluida.

El segundo vino a causa de Pauline Hanson. Hace dos años, Hanson, hasta entonces una desconocida, saltó a la política con el partido Una Nación, muy hostil hacia los asiáticos y la creciente inmigración (ver servicio 110/98). Su repentina popularidad consiguió alarmar a los dirigentes políticos y económicos de Asia, por más que el gobierno se apresurase a tranquilizarles. Aunque hoy el movimiento de Hanson casi ha desaparecido, permanece el mal gusto de su xenofobia.

El tercero fue el apoyo de Australia a la independencia de Timor Oriental. Indonesia acusó profundamente la intervención australiana y suspendió el tratado bilateral de seguridad. Harán falta años para restaurar la amistad, que había sido trabajosamente forjada, entre ambos gobiernos.

Además, los responsables de defensa y asuntos exteriores están alarmados por las crecientes tensiones en la región, que podrían arrastrar a Australia. Muestras de ello son las luchas sectarias en algunas provincias de Indonesia, la inestabilidad en Papúa-Nueva Guinea, el reciente golpe de Estado en Fiyi y los enfrentamientos en las Islas Salomón, que tomaron a Australia desprevenida.

Aborígenes: el punto oscuro

El punto oscuro de la historia australiana, y el que más ha atraído la atención internacional, es la triste situación de los aborígenes. Esta cuestión provoca encendidos debates en el país, aunque pocos australianos conocen personalmente a algún aborigen.

Cuando los europeos llegaron a Australia, había entre 300.000 y 500.000 aborígenes. Conflictos y enfermedades los dejaron reducidos a menos de 100.000 hacia 1900. Las comunidades aborígenes sobrevivieron en las partes más remotas del continente, pero en las zonas próximas a las poblaciones blancas, los aborígenes y sus descendientes mestizos perdieron sus tierras, su idioma y su cultura. Hoy, los aborígenes solo constituyen el 2% de la población y son el grupo más desfavorecido de Australia. Su situación es quizás peor que tercermundista, porque sufren una grave decadencia moral, que se manifiesta, entre otras cosas, en el alcoholismo y las drogas.

Esto no significa que todos los aborígenes vivan en tan lamentables condiciones. Una aborigen, la velocista Cathy Freeman, una de las más firmes esperanzas de Australia para las Olimpiadas, se ha convertido en uno de los rostros más conocidos del país. Otro aborigen, Aden Ridgeway, flamante senador, es un gran político.

Sin embargo, varios gobiernos sucesivos han invertido miles de millones de dólares en sanidad, vivienda y educación para los aborígenes, con escasos resultados. La esperanza de vida de los aborígenes es 20 años menos que la media nacional; su tasa de paro es más del triple; la proporción de presos es 16 veces la de los demás australianos; la de nacimientos de hijos extramatrimoniales (casi 80%) es muy superior a la general (28%). La institución del matrimonio prácticamente ha desaparecido entre los aborígenes.

Los problemas políticos son más fáciles. En la pasada década, los aborígenes lograron que la Justicia les reconociera derechos de propiedad sobre grandes extensiones de terreno, si bien no están claras aún las consecuencias de esta decisión.

Ha habido un gran debate en torno a la «reconciliación» entre los aborígenes y los demás australianos. El principal punto de fricción es la «generación robada»: durante los primeros 60 años del siglo XX, la ley permitía separar a los niños aborígenes de sus familias para educarlos en instituciones estatales o eclesiásticas. Un informe oficial reveló la magnitud de las injusticias y abusos cometidos con esas personas, lo que provocó un examen de conciencia a escala nacional (ver servicio 96/97).

Por temor a dar lugar a una oleada de reclamaciones de indemnización, el primer ministro John Howard ha rehusado presentar una petición formal de perdón, en nombre del país, por las muertes, expolios y discriminaciones sufridas por los aborígenes. Sin embargo, él personalmente ha expresado su dolor, y se han celebrado actos públicos de reconciliación en los que han participado millares de ciudadanos. Por fortuna, el racismo ya no tiene apenas lugar en la política australiana.

Margaret-Maria Dudley

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