Cuando probar experiencias sustituye a tener cosas

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«La era del acceso», de Jeremy Rifkin
El capitalismo comenzó con la comercialización de la tierra y de los recursos materiales. Pero seguirá con la comercialización del tiempo, la cultura y las experiencias de vida. Realidades tan diversas como el leasing, los parques temáticos, el acceso gratis a Internet, la compra del gigante Time Warner por el «virtual» America On Line o las urbanizaciones privadas, son manifestaciones de la transición que se está produciendo de la «era del mercado» a la «era del acceso».

Es un proceso que ya ha empezado en los países desarrollados, donde se están convirtiendo los recursos culturales en experiencias y entretenimientos por los que se cobra una tarifa. De llevarse a cabo indiscriminadamente, este fenómeno supondría la victoria de la economía sobre la cultura.

Esas son algunas de las ideas de fondo del nuevo libro de Jeremy Rifkin (1), el economista que ya había alertado en sus obras anteriores sobre el «fin del trabajo» -a propósito de la automatización- y sobre los riesgos de la bioingeniería (2). Ahora lo que pretende es avisar de que la economía está transformando en mercancía las relaciones culturales y humanas, de modo que, si no se pone remedio, por primera vez en la historia buena parte de la vida humana se convertirá en producto comercial.

Grandes síntesis

Aunque algunos le critican por alarmista, hay que reconocer a Rifkin el mérito de haber popularizado el debate sobre algunos aspectos éticos derivados de los avances científicos y técnicos. En este caso, la cuestión central que plantea es qué tipo de civilización tendremos si el comercio acaba siendo el árbitro principal de todo.

En muchos casos, los argumentos de Rifkin son discutibles y matizables, pero no hay duda de que sabe tratarlos de modo sugestivo y novedoso. Sin quitar valor a sus intuiciones, hay que recordar, de todas formas, que el trabajo todavía no se ha terminado y que no todos los pimientos que comemos están modificados genéticamente. Por esta razón, La era del acceso se leerá mejor si se tiene en cuenta que al autor le atraen las grandes síntesis, que presenta con cierto tono profético, aunque razonado.

Del mercado a las redes

Rifkin identifica algunas tendencias que afectan a la industria y a la sociedad, y que también inciden en la persona. Lo primero que hace es demostrar que se está pasando de una sociedad basada en la propiedad a otra basada en el acceso -en sus diversas formas de alquiler o arriendo-, que permite tener el usufructo de cualquier bien sin que interese ya su propiedad. El mercado deja paso a las redes; los vendedores y compradores, a los proveedores y usuarios.

Entre las razones que explican el declinar de la propiedad material está el hecho de que la evolución tecnológica es tan rápida que en muchos casos no vale la pena poseer. Según las certeras previsiones de Gordon Moore, cofundador de Intel, en el mundo del microchip los cambios se producen cada 18 meses. Por eso, salir antes al mercado supone triunfar, ya que el ciclo vital de los nuevos productos es muy reducido. En algunos sectores, la economía de «velocidad» (quien llega antes fija el precio) está sustituyendo a la economía de escala (menores costes cuanto más amplia es la producción).

Se está consolidando, además, la tendencia hacia una economía sin peso: a no tener propiedades ni almacenes; a confiar en préstamos. De ahí el éxito del outsourcing, que consiste en ceder a empresas especializadas funciones secundarias de la propia empresa. Incluso en el ámbito familiar, se está extendiendo la costumbre de no comprar coches sino de adquirir su uso temporal: el leasing es un modo para estar siempre al día.

Se pasa de un producto que se compra a un servicio al que se accede. Los servicios son inmateriales e intangibles, existen en el momento en que son realizados, no se pueden dejar en herencia. No son una propiedad.

Para toda la vida

Pero también la naturaleza de los servicios está cambiando: se va hacia relaciones a largo plazo entre proveedores y clientes. La clave del éxito será encontrar un mecanismo que permita conservar el cliente durante toda la vida. La empresa se convertirá en una especie de «agente» del cliente, que lo conoce y se adelanta a sus necesidades. Es lo que ya hacen Amazon.com, Nike o Medco: son un puro mecanismo de marketing, libre de los vínculos que se derivan de la posesión de establecimientos productivos y de la necesidad de invertir en investigación.

No solo eso, sino que la empresa acaba creando una comunidad de intereses con sus clientes. Les organiza eventos, reuniones y actividades destinadas a que se conozcan y traten, y sean más conscientes del vínculo que les une a la marca. Se busca la identificación con el producto o con el servicio, como algo que distingue del resto.

El valor está en las ideas

Rifkin subraya que en la nueva economía el valor está en las ideas, en los conceptos, en las imágenes, no en las cosas. El capital intelectual no se vende: al contrario, permanece en posesión del proveedor que lo alquila o autoriza a otros un uso limitado. Es la idea de las franquicias, con las que se producen en masa conceptos, no productos. El caso típico es McDonald’s, marca que se reserva el derecho de inspeccionar cómo se aplica su estilo (que está descrito en un manual operativo de más de 600 páginas).

La nueva era se caracteriza, por tanto, por el control del intercambio de conceptos, no de bienes. Esa es la razón por la que se dan fenómenos como la compra -al menos formal- de un gigante como TimeWarner/CNN por una empresa como America On Line, que tiene un patrimonio material netamente inferior, pero un mayor valor de mercado, ya que se apuesta por su futuro.

Cabría preguntarse qué pasará con las ideas importantes pero no atractivas desde el punto de vista comercial. Es una idea que el autor no desarrolla, pero aquí estaría gran parte de la crisis de la investigación: en buena medida, ya no importa el saber, sino trabajar en aquello que dará dinero. Y al revés: cabría preguntarse también hasta qué punto es lícito ir acotando parcelas que hasta ahora eran de libre circulación.

Un caso paradigmático de esta segunda circunstancia lo ofrecen las autorizaciones para patentar elementos naturales, con lo que se ha abierto la posibilidad de que las empresas hagan dinero con genes y células. Eso supone un cambio radical, pues hasta hace pocos años se distinguía entre procesos, que se patentaban, y sustancias, que se incorporaban al patrimonio de la humanidad. Ahora, como ya está ocurriendo, si las grandes empresas de biotecnología, como Monsanto, DuPont, Novartis o Aventis, se hacen con la producción mundial de grano, lo modifican genéticamente, y lo patentan, podrían llegar a controlar el acceso a los recursos agrícolas de buena parte del mundo.

Comprar experiencias

Se comercializan las ideas, las relaciones y también las experiencias. La «industria de la experiencia», que incluye actividades que van desde el entretenimiento al turismo, dominará la nueva economía. No se trata ya de tener lo que todavía no tengo, sino de probar lo que todavía no he probado.

En Estados Unidos, por ejemplo, un 12% de la población vive en comunidades residenciales privadas. En realidad lo que el inquilino compra no es solo una casa sino un status, unas relaciones, unos vecinos, un nuevo estilo de vida. Se considera la comunidad como un producto que se compra y no como algo en cuya construcción uno deba colaborar.

Otro caso son los viajes y tours organizados, que se parecen cada vez más al teatro, pues se han transformado en entretenimiento de pago, con sus aldeas, sus reconstrucciones «naturales», «históricas» y sus parques temáticos. Lo mismo ocurre con los centros comerciales, especialmente los malls norteamericanos. Se están consolidando como lugares de encuentro y atracción turística (el 85% de los visitantes los sitúan en el primer lugar de las actividades turísticas desarrolladas durante su estancia en Estados Unidos). Se han convertido en centros donde se compra el acceso a experiencias. Los malls imitan a Hollywood.

También aquí surgen algunas preguntas: en la medida en que, a través del acceso, se pierde el sentido de la propiedad, ¿no se disipan también algunas características que le estaban unidas, como el sentido de responsabilidad y de dedicación, la independencia y la autonomía? Está por ver, además, si la integración en redes temporales puede llegar a ser un sucedáneo suficiente de la radicación en lugares, en espacio.

En realidad, lo que ha acabado por meterse en las redes comerciales es la cultura, entendida como experiencia humana compartida. Una parte cada vez más amplia del patrimonio mundial -natural, artístico, folclórico, etc.- se ha convertido en mercancía. El ámbito económico se apropia no solo de las formas artísticas sino de la experiencia vivida.

Un escenario permanente

Uno de los aspectos más llamativos en la era del acceso es la teatralidad en el modo de ejercer las actividades económicas, desde el marketing relacional hasta los parques temáticos. En la era industrial la naturaleza podía verse como campo de batalla, y la vida como lucha por acumular sus recursos escasos. En una era organizada en torno a la producción cultural, la naturaleza se ve como un escenario, donde uno «recita» según sus intereses.

El mundo de las nuevas generaciones sería, por tanto, más teatral que ideológico, más orientado al ethos del juego que al ethos del trabajo. Lo que cuenta es el ahora, no la tradición ni la historia. El principio del placer ha sustituido el principio de realidad. Entre los jóvenes que crecen delante de la pantalla se observa una «personalidad múltiple», un modo fragmentario de presentarse según la ocasión y las circunstancias, que minaría en su raíz el concepto de ser real y unitario. Para otros, por el contrario, esa personalidad múltiple es un modo de sobrevivir en medio de realidades ambiguas.

Efectos políticos

Lo más curioso de todo, subraya Rifkin, es que el acceso ha penetrado en las relaciones sociales sin provocar la discusión que suscitó en su día la propiedad privada. Por eso, si en la época industrial, las ideologías políticas se preocupaban en buena parte de cuestiones que tenían que ver con la propiedad, en la era del acceso la dialéctica entre derechas e izquierdas se irá sustituyendo por una nueva dinámica social que opone el valor intrínseco de las cosas a su valor-utilidad.

Llegados a este punto, conviene precisar que el autor se refiere a un fenómeno que afecta todavía a una minoría, pues mientras un quinto de la población mundial está «emigrando» hacia el ciberespacio, para el resto la preocupación es tener bienes, luchar por la propia supervivencia. Aunque cueste trabajo creerlo, afirma, el 65% de la población no ha hecho nunca una llamada telefónica y el 40% no dispone de energía eléctrica. Incluso dentro de los países que forman la minoría privilegiada existe una realidad compleja: un botón de muestra es que el Estado de California gasta más en cárceles que en educación superior.

Recuperar el equilibrio

Rifkin está convencido de que la absorción de la esfera cultural en la económica marca un cambio radical y negativo en las relaciones humanas. Hasta ahora, la cultura ha tenido siempre prioridad frente al mercado. Por eso, recuperar el equilibrio entre el campo de la cultura y el de la economía será, posiblemente, una de las cuestiones cruciales de la era del acceso que está comenzando.

El mercado existe solo si existe una sociedad que cree confianza: un lugar en el que la gente cree y pone en práctica los valores compartidos. Una comunidad fuerte es el requisito de una economía sana. La sociedad, para funcionar, necesita compartir las esperanzas y sufrimientos de los demás. La empatía necesita de la cercanía, pues no es lo mismo estar en el lugar que verlo por televisión.

La economía no puede dar esos dos elementos esenciales: la confianza social y la empatía, los valores y los sentimientos que forjan la humanidad y dan forma a la cultura. La relación entre el cliente y el proveedor es instrumental, no empática. Los mercados y las redes no son capaces de mantenerse en pie por sí solos.

Rifkin sostiene que las nuevas redes comerciales deben encontrar un contrapunto en nuevas redes culturales; las nuevas experiencias virtuales, en nuevas experiencias reales; las nuevas diversiones de pago, en nuevos rituales culturales. Se da el hecho de que cuanto más se está conectado en redes globales, menos tiempo se tiene para cultivar las relaciones personales, que necesitan dedicación de tiempo. Es necesaria la radicación en el territorio.

El autor no lo dice explícitamente, pero da la impresión de que aboga por rescatar el gobierno de las manos de los expertos y técnicos, y devolverlo a políticos con proyectos, a personas que sepan no hacia dónde nos estamos arrastrando, sino hacia dónde queremos ir.

Un nuevo arquetipo humano

Jeremy Rifkin ve así el arquetipo humano que está surgiendo en esta nueva fase del capitalismo:

Está naciendo un nuevo arquetipo humano: parte de su vida la vive cómodamente en los mundos virtuales del ciberespacio; conoce bien el funcionamiento de una economía-red; está más interesado en tener experiencias excitantes y entretenidas que en acumular cosas; es capaz de interaccionar simultáneamente en mundos paralelos, y de cambiar rápidamente de personalidad para adecuarse a cualquier nueva realidad -real o simulada- que se le presente. Los nuevos hombres y mujeres del siglo XXI no son de la misma naturaleza que sus padres y abuelos, los burgueses de la era industrial.

Para el psicólogo Robert J. Lifton, los miembros de esta nueva generación son seres humanos «proteicos». Han crecido en urbanizaciones de interés común; su atención sanitaria corre a cargo de seguros médicos privados; tienen sus coches en leasing; compran cosas on-line; esperan recibir software gratuito, aunque están dispuestos a pagar por servicios complementarios y actualizaciones. Viven en un mundo de cuñas sonoras de siete segundos; acostumbran a acceder a la información y recuperarla rápidamente; sólo prestan atención unos instantes; son menos reflexivos y más espontáneos. Piensan en sí mismos como intérpretes más que como trabajadores, y quieren que se les considere antes su creatividad que su laboriosidad.

Han crecido en un mundo de empleo flexible (just-in-time) y están acostumbrados al trabajo temporal. De hecho, sus vidas son mucho más provisionales y mudables, y están menos asentadas que las de sus padres. Son más terapéuticos que ideológicos, y piensan más con imágenes que con palabras. Aunque su capacidad de construir frases escritas es menor, es mayor la de procesar datos electrónicos. Son menos racionales y más emotivos. Para ellos, la realidad es Disneylandia y el Club Med, consideran el centro comercial su plaza pública, e igualan soberanía del consumidor con democracia. Pasan tanto tiempo con personajes de ficción (televisivos, cinematográficos o del ciberespacio), como con sus semejantes, e incluso incorporan a su conversación los personajes de ficción y su experiencia con ellos, convirtiéndolos en parte de su propia biografía.

Sus mundos tienen menos límites, son más fluidos. Han crecido con el hipertexto, los vínculos de las páginas web, y los bucles de retroalimentación, tienen una percepción de la realidad más sistémica y participativa que lineal y objetiva. Son capaces de enviar mensajes a la dirección de correo electrónico de alguien, incluso sin conocer su ubicación geográfica, ni preocuparse por ello. Ven el mundo como un escenario y viven sus propias vidas como una serie de representaciones. En cada etapa de su vida, a medida que van probando nuevos estilos de vida, se van reconstruyendo. Estos hombres y mujeres proteicos tienen poco interés por la historia, pero están obsesionados con el estilo y la moda. Son experimentales y buscan la innovación. Las costumbres, las convenciones, y las tradiciones apenas existen en su entorno, siempre acelerado y cambiante.

Estos nuevos hombres y mujeres están empezando a dejar atrás la propiedad. El suyo es el mundo de la hiperrealidad y la experiencia momentánea: un mundo de redes, portales y conectividad. Para ellos, lo que cuenta es el acceso; estar desconectado es morir.

Diego Contreras_________________________(1) Jeremy Rifkin, La era del accesso. La revolución de la nueva economía, Paidós, Barcelona (2000), 366 págs. 2.900 ptas. T. o.: The Age of Access, Jeremy Tarcher/Putnam, Nueva York (2000).(2) Jeremy Rifkin, El fin del trabajo. El declive de la fuerza de trabajo global y el nacimiento de la era posmercado, Paidós, Barcelona (1996), 399 págs. T.o.: The End of Work. The Decline of Global Labor Force and the Dawn of the Post-Market Era, Jeremy Tarcher, Nueva York (1994). Cfr. servicio 148/96.

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