La disposición de millones de personas en todo el orbe de donar sus órganos después de morir es un enorme gesto de generosidad que, sin embargo, no logra paliar la escasez de órganos para trasplantes. Sucede que no siempre hay tiempo o no se dan todas las condiciones para recuperar en buen estado esas vísceras, una vez fallecida la persona a causa de un fallo cardíaco o por muerte cerebral.
La existencia de esa necesidad, sin embargo, no debe inducir a pasar por alto los protocolos para determinar el momento de la muerte y, de este modo, intervenir a toda prisa en el futuro donante. Pero algunos ya acarician la idea de hacer retoques conceptuales y legales para que los pacientes en coma irreversible puedan tratarse como fuente expedita de órganos.
Si la consecución de órganos para trasplantes se percibe como un incontestable “bien mayor”, la posibilidad de dañar al donante no supone reparo ético alguno
La han sugerido recientemente tres médicos del hospital neoyorquino Northwell Health en el New York Times. Según ellos, se debería “ampliar la definición de muerte cerebral para incluir a los pacientes en coma irreversible con soporte vital. Con esta definición, tales pacientes estarían legalmente muertos”, dicen, independientemente de que, tras retirarles el soporte vital y dejarlos fallecer, una máquina les restableciera el latido del corazón para que vuelvan a tener flujo sanguíneo y los órganos se mantengan en buen estado.
Los autores desean aclarar, por cierto, que no han sido ellos quienes se han sacado de la chistera esta rara –y macabra– idea. Según explican, ya a finales de los años 60, cuando el Comité de Ética Médica de Harvard publicó un informe en el que definía la muerte cerebral como la pérdida irreversible de la conciencia y de todas las funciones encefálicas (lo que conllevaría la falta de respuesta a estímulos, la ausencia de movimientos, de respiración, de reflejos, y un electroencefalograma plano), la propia instancia habría eliminado del borrador una referencia a la “gran necesidad de tejidos y órganos de personas en coma irremediable para restaurar la salud de quienes aún son salvables”.
“Esta franca evaluación –dicen los firmantes en el Times– fue eliminada del informe final debido a la objeción de un revisor. Sin embargo, es la que debería guiar las políticas sobre muerte y órganos hoy en día”.
Claro que, si la consecución del órgano para el trasplante termina siendo vista como un incontestable “bien mayor”, no hay reparo ético que impida perseguirla, por más que el posible donante en coma irreversible –que no en muerte encefálica– dé señales de incomodidad durante el procedimiento para la extracción.
El caso Hoover
Allí donde prima el “cuanto más, mejor” y se dictamina incorrecta y apresuradamente la muerte, pueden tener lugar, en efecto, escenas muy lamentables.
En octubre de 2021, el estadounidense Anthony T. Hoover, de 33 años y residente en Kentucky, fue llevado de urgencia al hospital local por un colapso cardiovascular tras una sobredosis de drogas. En la unidad de cuidados intensivos se le declaró en muerte cerebral –no mostraba actividad neurológica; no tenía reflejos y sus ojos miraban al vacío–. Cuando se le comunicó la situación a la familia, esta dio autorización para retirarle el soporte vital, pero no fue el personal médico quien lo hizo, sino miembros de la organización de trasplantes Kentucky Organ Donor Affiliates (KODA), quienes comunicaron a su hermana que el paciente figuraba en el registro de donantes.
Según los testimonios, durante la preparación del cuerpo (afeitado y desinfectado con una loción, como paso previo a la cirugía de extracción), Hoover comenzó a reaccionar. Y cuando le realizaron un cateterismo cardíaco, ordenado por KODA para evaluar si el corazón estaba en condiciones de ser donado, el paciente empezó a retorcerse de dolor.
Una trabajadora de KODA, la conservadora de órganos Natasha Miller, aseguró haber visto lágrimas en el rostro del “fallecido”, y que la cirujana del hospital, que debía extraer los órganos, “entró, lo miró y dijo: ‘No, no voy a hacer esto. Tiene demasiadas funciones’”. Miller recuerda que otra activista de la organización llamó a su jefe para informarle lo que estaba sucediendo, pero la respuesta de este, muy molesto, fue decirle que buscara otro médico que certificara la muerte de Hoover, lo que, afortunadamente, no ocurrió.
Hoy, aunque con algunas discapacidades resultantes, el hombre vive, cuidado con dedicación por su hermana, y a cada rato se pregunta con profunda tristeza por qué querían matarlo.
El sistema español, a salvo del modelo utilitarista
Que se actúe atropelladamente y se busque modificar los conceptos para percibir al paciente en coma irreversible como difunto puede generar preocupación en los futuros donantes por la posibilidad de ser troceado en vida.
Los protocolos en la materia deben observar una serie de pasos inviolables y una estricta separación de tareas entre el equipo médico y la organización a cargo de la gestión de trasplantes, para evitar intrusismos dañinos. Sobre esto último, el modelo español, gestionado por la Organización Nacional de Trasplantes (ONT) y calificado como uno de los más avanzados del mundo (se efectúan unas 2.300 donaciones y casi 6.000 trasplantes al año), hace una necesaria delimitación en la norma que regula la materia (RD 1723/2012): los profesionales que diagnostiquen y certifiquen la muerte “deberán ser médicos con la cualificación adecuada para esta finalidad, distintos de aquellos que hayan de intervenir en la extracción o el trasplante, y no estarán sujetos a las instrucciones de estos últimos”.
En España, el 48% de los procesos de explante se producen a partir de casos de muerte encefálica, y el 52%, por muerte cardiorrespiratoria
Igualmente, señala que solo se podrán obtener los órganos de la persona fallecida “previo diagnóstico y certificación de la muerte realizados con arreglo a lo establecido” en el mencionado decreto. Ello implica, en un diagnóstico de muerte por criterios circulatorios y respiratorios, la constatación, “de forma inequívoca” y durante no menos de cinco minutos, de la ausencia de circulación y de respiración espontánea.
En el caso de otro diagnóstico: el de muerte por criterios neurológicos (muerte encefálica), debe verificarse la existencia de un coma de causa conocida y de carácter irreversible, pero asimismo tiene que haber “evidencia clínica o por neuroimagen de lesión destructiva en el sistema nervioso central compatible con la situación de muerte encefálica” (en España, el 48% de los procesos de explante se producen a partir de casos de este tipo, y el 52%, tras el cese de la función cardiorrespiratoria).
La cuestión, en síntesis, es atenerse a la “regla del donante cadáver” (RDD), que conlleva asegurarse totalmente de que el donante ha muerto, lo que evitaría que el proceso de preparación para la extirpación de sus órganos o la propia extirpación vengan a ser la causa del fallecimiento, que es lo que por poco le ocurre al Sr. Hoover y lo que sucedería en caso de prosperar la idea de los médicos del Northwell Health respecto a los pacientes en coma irreversible. Sería esta, por cierto, una perspectiva avalada actualmente por muchos bioeticistas que, con un enfoque profundamente utilitarista plantean hipotéticas formas de consecución de órganos que no velan en primer lugar por el bien del donante, y las van insertando en revistas de impacto para intentar que calen.
Pero no lo han hecho. Según explica a Aceprensa el Dr. José M. Álvarez Avello, especialista en Anestesia y Reanimación en la Clínica Universidad de Navarra, “la extracción de órganos de pacientes que están en coma profundo, irreversible, ahora mismo no es aceptada por la comunidad científica y no está valorada por ninguno de los grandes países que tienen programas de trasplante”.
“¡Que me quiten de la lista!”
En EE.UU., el caso Hoover ha tenido al menos dos consecuencias. Una, que muchas personas se han borrado de los registros de donantes porque no se sienten seguras con el sistema. La otra, que llevó al Departamento de Salud a ordenar una investigación, la cual arrojó que el equipo de KODA no había hecho una evaluación correcta ni reconocido en el paciente funciones neurológicas que hacían inviable la operación.
Halló además que los “procuradores de órganos” no habían colaborado con el personal médico primario y que de alguna manera habían asumido un papel que no les correspondía, pues, cuando el equipo del hospital insistió en que el paciente estaba vivo y que, de seguir, estarían ejecutando “una eutanasia”, los de KODA dijeron que no sería tal cosa en absoluto.
La pesquisa gubernamental fue más allá y constató irregularidades en otros casos gestionados por la organización: de 351 situaciones que se examinaron, se determinó que 103 tenían “características preocupantes”, como que se habían suscitado problemas con los familiares para obtener el consentimiento para la donación, y que se había evidenciado inflexibilidad en la toma de decisiones al interactuar con los equipos médicos y dificultad para reconocer funciones neurológicas de los pacientes.
El problema, sin embargo, traspasa los límites de Kentucky, por lo que la Casa Blanca ha ordenado una reforma del sistema de trasplantes a nivel nacional. Precisamente otra investigación, realizada por el New York Times en varios estados, acopió testimonios sobre las presiones que ejercen las organizaciones de procuración de órganos (OPO), que tienen contratos federales para coordinar trasplantes y que, por tanto, buscan activamente donantes en fase de muerte circulatoria.
“Algunos (hospitales) permiten que las OPO influyan en las decisiones sobre el tratamiento”, dice el diario, al que 53 profesionales médicos de 19 estados confesaron haber presenciado “al menos un caso perturbador de donación después de una muerte circulatoria”. Los entrevistados dijeron haber visto “a coordinadores persuadiendo a los médicos del hospital para que administraran morfina, propofol y otros medicamentos para acelerar la muerte de posibles donantes”.
En fin, una mejorable delimitación de funciones, una caótica aplicación de los protocolos y un trastoque de las prioridades que en otros sitios, como España, es impensable… mientras no se imponga un enfoque utilitarista. Conque ya puede usted vivir en Cádiz, en Vitoria, en Sabadell o en cualquier punto de la geografía española, que nadie lo va a molestar mientras le quede un mínimo hilo de vida.
Tras la eutanasia, ¿donación?En España, una nueva variante de donación, la que se efectúa tras la muerte de la persona por un procedimiento de eutanasia (PAM, “prestación de ayuda para morir”), ha venido a integrarse en el sistema que regula el explante y trasplante de órganos. Para estos casos, la ONT cuenta con un protocolo de actuaciones al que la Comisión Deontológica del Colegio Oficial de Médicos de Madrid ha puesto varios reparos, entre ellos, la cuestión de si una persona cuya salud está gravemente comprometida está en condiciones de convertirse en donante. “Se trata de pacientes que están atravesando una fase crónica o terminal de su enfermedad, lo que implica una considerable carga de problemas y sufrimiento en su entorno. Por lo tanto, la pregunta subyacente es si este momento es apropiado para considerar la posibilidad de una donación eutanásica”, advierte uno de los miembros de la Comisión. El protocolo de la ONT niega, además, la posibilidad de objeción de conciencia a los profesionales a cargo de la extracción de órganos y la coordinación de los trasplantes en casos de personas eutanasiadas, dado que, según la organización, no estarían “directamente implicados” en la PAM. Al respecto, la Comisión reclama que “no se discrimine a los profesionales de la salud que tomen esta decisión y que sigan teniendo la oportunidad de trabajar y colaborar” a distintos niveles en el sistema nacional de trasplantes. |