Civiles y militares siguen llevando la guerra a cuestas cuando acaba. No hay ilesos entre los supervivientes. Walter, el padre de Ralf Rothmann (1953), era un granjero de diecisiete años cuando lo enrolaron “voluntario” en las Waffen-SS. La guerra estaba perdida y, en el frente, miles de muchachos como él solo deseaban escapar con vida de ese infierno. Tras una formación muy escasa, las tropas eran despachadas al este, hasta que los rusos las fueron cercando en las fronteras de Alemania.
Morir en primavera recrea, con enorme verosimilitud y cierto grado de indulgencia, los últimos meses de la Segunda Guerra Mundial a través de las vivencias de Walter, que sirve en ella como conductor de vehículos de abastecimiento. Consciente de que su padre “había visto muchas cosas”, Rothmann se propone bosquejar los paisajes y discurrir las palabras que aquel nunca le dijo: “El escritor eres tú”, le advierte en el prólogo. Y, gracias a esa restitución de la figura paterna, comprendemos los sentimientos de toda una generación, los cachorros que se vieron envueltos en una lucha sin esperanza y sin sentido.
La búsqueda del padre que acomete Rothmann en estas páginas tropieza con un motivo paralelo: el propio Walter solicita un permiso para buscar al suyo, un vigilante del campo de concentración de Dachau que ha sido trasladado al frente tras regalar unos cigarrillos a unos prisioneros. No lo encuentra, pero el viaje lo lleva a ahondar en la catástrofe del Tercer Reich, convertido en un gigantesco cementerio de frío, hambre y cenizas. Tampoco el reencuentro con su madre, al final ya de la odisea, resulta satisfactorio, como si la guerra hubiera desbaratado todos los lazos humanos y se resumiera en un perpetuo adiós.
La novela reproduce muy bien los sueños y expectativas de los soldados –en particular de Walter y su amigo Fiete–, la incertidumbre de la retaguardia, el terror de los bombardeos y la crueldad de los oficiales. Su autor ha encontrado las palabras justas para narrar, en una serie de escenas que prescinden de la división en capítulos y adoptan la neutralidad de la tercera persona, el caos moral de un mundo que ha perdido su luz y en el que los valores más sagrados se han diluido en el remolino de la mera supervivencia. “Yo lo que quería era resistir. Aguantar hasta que se terminara aquella locura”, confiesa Walter a su novia. Después de 1945 hubo que seguir adelante, con una impedimenta, eso sí, cargada de secuelas.
Todo “suena” real en este trabajado libro antibelicista: las palabras y los silencios, las cartas de Walter a su novia y su hermana, el aguante de unos y la flaqueza de otros, la generosidad y el egoísmo… Ralf Rothmann ha escrito una novela emotiva, respetuosa con la memoria y la dignidad de sus mayores, en la que la culpa colectiva cede su sitio a la experiencia individual de quienes “una noche de pura felicidad” fueron alistados como carne de cañón, como prematuros inquilinos de una fosa.