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Las redes del terror

TÍTULO ORIGINALLas policías secretas comunistas y su legado

CIUDAD Y AÑO DE EDICIÓNBarcelona (2018)

Nº PÁGINAS337 págs.

PRECIO PAPEL22,50 €

PRECIO DIGITAL13,99 €

Allí donde gobierna un partido comunista, una policía política es vital para controlar a los que cuestionan su poder. Así ocurrió en la extinta Unión Soviética y en los países del este europeo. El investigador José M. Faraldo lo cuenta con bastantes detalles en Las redes del terror, un repaso a la historia de la actuación de la seguridad del Estado en sitios donde el ciudadano aprendió a mirar en derredor antes de abrir la boca para hacer un chiste sobre el gobierno o esbozar siquiera una ligera crítica.

Faraldo nos coloca de espectadores en el turbulento proceso de creación de los órganos represivos soviéticos, encargados no solo de someter a la disidencia política real, sino a los fantasmas, a los posibles, a los supuestos. El método: la violencia directa, según se ufanaba un Lev Trotsky que, con el tiempo, ganó un falso halo de mártir únicamente por haber sido víctima de una hiena más feroz.

“Te indignas –decía en diciembre de 1917– con el terror desnudo que estamos aplicando contra nuestros enemigos de clase; pero déjame decirte que dentro de un mes como máximo asumirá formas mucho más espantosas, modeladas sobre el terror de los grandes revolucionarios franceses. No la prisión, sino la guillotina esperará a nuestros enemigos”.

Primero la Cheká; luego el NKVD; con el tiempo, el KGB… La policía política fue brazo ejecutor de la voluntad despótica de los dirigentes soviéticos, con una atención especial a las brutalidades de Stalin, pero sin dejar de lado al idealizado Lenin, bajo cuyo mandato cientos de miles de personas fueron encerradas en campos de concentración entre 1918 y 1921.

Faraldo apunta incluso algunos pasajes no demasiado recordados, como la colaboración de la policía secreta soviética con la Gestapo nazi en la represión a los comunistas alemanes y a los miembros de la resistencia polaca. Justo la incursión militar de la URSS en Polonia y en los países bálticos durante la guerra, sirvió de ensayo a Moscú para, ya desde el final de la contienda, extender su férreo control sobre los países del Este y atar en corto a los que se oponían a su influencia a través de unos partidos comunistas títeres del Kremlin.

El brutal asesinato del P. Popiełuszko en Polonia; los temidos métodos de la Securitate rumana, durante un tiempo dirigida por un oficial ruso que “rumanizó” su nombre para disfrazar la burda injerencia; la cultura de la delación del vecino o de los familiares, tan inherente a todos –la Stasi germanooriental guardaba kilómetros y kilómetros de papeles comprometedores, que no pudo destruir totalmente cuando cayó el Muro de Berlín–… llevan en sí el sello de un sistema represor consciente de su fragilidad y convencido de que solo intentando controlarlo todo y a todos, incluidas sus mentes, podía extender su vida unos meses, unos años. Para indefectiblemente, como se vio, terminar cayendo.

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