En las horas más sombrías de la pandemia ya se atisbaba el nacimiento de un subgénero literario, tanto en el ensayo como en la narrativa. Las memorias, los ensayos y las novelas sobre la enfermedad han ido cayendo, primero como una llovizna y luego como un aluvión. En el caso del Premio Nobel turco Orhan Pamuk (Estambul, 1952), hay que agradecer que haya optado por un formato en el que sobresale –el de la novela histórica–, con la creación de la isla de Minguer, una provincia otomana ficticia en la que se declara una epidemia de peste en el año 1901.
Pamuk recrea y se recrea en las ruinas del imperio otomano, que parece ir deshaciéndose, acosado por la modernidad, según se avanza en la lectura. La idílica isla de Minguer surge del molde de Chipre, de las islas del Dodecaneso, de Siria y de muchas otras geografías en las que convivían musulmanes, católicos y ortodoxos. Los equilibrios y disputas entre facciones, la lucha por el poder, las intrigas y crímenes en torno a las sucesiones dinásticas y la habilidad de los dirigentes para no sucumbir en esta amalgama aportan casi toda la trama, que se despliega con facilidad y un tono narrativo adecuado, aunque no muy brillante.
Respaldado por una documentación exhaustiva, el autor va jugando con sus arquetipos para hablarnos de las medidas con las que se combatían las enfermedades infecciosas –la peste, pero también el cólera o la difteria–, la pugna entre farmacéuticos y boticarios, y los métodos brutales de la policía secreta. Hay espacio también para los crímenes sin resolver –así arranca la novela– y, sobre todo, para narrar la ficticia historia del nacimiento de una nación.
Si los guiños a la actualidad son evidentes, Pamuk tampoco desaprovecha su prolija creación para hablar del nacionalismo, de los mitos que rodean al pasado de los pueblos y de la diferencia entre los hechos históricos y su reflejo en el imaginario colectivo.
