La hija del sepulturero

Alfaguara. Madrid (2008). 681 págs. 24,50 . Traducción: José Luis López Muñoz.

TÍTULO ORIGINALThe Gravedigger’s Daugther

GÉNERO

La ingente y apabullante producción de la escritora estadounidense (1938), eterna candidata al Nobel, no deja de crecer. A sus más de cincuenta voluminosos libros se suma ahora esta una nueva y triste historia. Rebecca es hija de unos judíos alemanes que huyen a Nueva York en 1936. El padre es un perturbado violento y bebedor lleno de odio a causa de su situación, de lo que deja atrás y de los prejuicios con que se encuentra en su nueva tierra. Su mujer e hijos viven aterrorizados por sus estallidos sin control. La segunda etapa de Rebecca es un matrimonio infeliz y, la tercera, su vida junto a un hombre al que quiere, pero con el que no se casa. Por medio hay otra historia de un asesino múltiple y de una joven a la que Rebecca roba su nombre, en un intento obsesivo de romper con el pasado.

El asunto de fondo es la (supuesta) debilidad femenina, la importancia de resistir en que fue educada, que los depredadores no huelan el miedo. Rebecca tiene malos ejemplos y pocos estudios, pero posee una obstinada dignidad que la lleva a luchar. Su padre sí leyó y estudió, y hay un trasfondo pesimista que recorre toda la novela en forma de frases de Hegel, Schopenhauer o Feuerbach, que son como fogonazos que confunden más aún la desorientada conciencia de Rebecca.

La autora ha repetido en entrevistas que concibe el mundo real de un modo que podría calificarse de cruel y darwinista y que lo considera más violento y oscuro aún que sus libros. Es una escritora con solvencia, pero torrencial e incontinente. Ganaría mucho tirando del freno en sus historias para hacerlas más asequibles y consistentes. Tiende a alargarse en episodios que aportan poco y a repetir ambientes y caracterizaciones que ya aclarado antes. Como poco elige contar vidas enteras, cuando no la de toda una saga familiar. Esta prolijidad y minuciosidad hacen que el interés por la historia sea intermitente.

El estilo es en general cuidado aunque, como esta vez, no ahorra términos malsonantes. Maneja un amplio abanico de modalidades de violencia, incluida la sexual, aunque no suele ser morbosa ni descriptiva. Se ha especializado en declives morales y procesos de victimización, en denunciar la opresión de la mujer y en la crítica social a hipocresías y prejuicios. Se interesa por la religión pero no termina de comprenderla, como se ve al narrar la etapa de interés espiritual que atraviesa Rebecca en determinado momento.

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