La caverna

TÍTULO ORIGINALA caverna

GÉNERO

Alfaguara. Madrid (2001). 456 págs. 3.200 ptas. Traducción: Pilar del Río.

Con La caverna concluye José Saramago el ciclo iniciado con Ensayo sobre la ceguera (ver servicio 103/96) y continuado en Todos los nombres (ver servicio 41/98). Las tres obras reflexionan sobre la deshumanización contemporánea, insistiendo bien en la ceguera de la inteligencia y la falta de identidad, bien en la crítica al capitalismo. La caverna fue concebida poco antes de que el escritor portugués obtuviera en 1998 el Premio Nobel de Literatura.

El alfarero Cipriano Algor recibe la noticia de que el todopoderoso centro comercial al que vende sus trabajos no va a volver comprarle más, pues los clientes prefieren otro tipo de productos más actuales, aunque menos artesanales. Cipriano, viudo, vive en una anónima aldea cercana al centro comercial con su hija Marta y su yerno Marcial, quien trabaja de guardia de seguridad en el mismo centro. Tanto Marta como su padre no aceptan la idea de abandonar la alfarería, y hacen una última oferta al centro: trabajarán en la elaboración de unos muñecos de arcilla, posibilidad que el centro admite si las encuestas confirman que se van a vender.

Alrededor de este sencillo argumento teje Saramago toda una alegoría sobre el destino del hombre en la sociedad contemporánea que guarda un interesante paralelismo con el pasaje de la caverna que Platón relata en La República, y que Saramago utiliza de una manera casi didáctica para condensar su desolador mensaje filosófico. Para Saramago, las cosas que vemos no son reales, son imágenes falsificadas de la realidad. En este caso, la realidad que se impone es la que genera el centro comercial, espacio alegórico y de resonancias kafkianas, donde se eliminan todas las individualidades y el hombre recibe la felicidad empaquetada.

Vuelve Saramago a utilizar la novela como espacio para la reflexión moral, un «ensayo con personajes», como él mismo ha definido sus últimas narraciones. Detrás de sus alegorías aparece su concepción del mundo, radicalmente pesimista, aunque en esta ocasión la novela contiene un mensaje y personajes bastante más humanos. Por ejemplo, la relación que mantienen padre, hija, yerno, así como el progresivo enamoramiento de Cipriano Algor de su vecina Isaura Estudiosa, están llenos de emotividad. También hay que destacar la presencia del perro Encontrado, que da un toque cálido a la narración. Incluso las ácidas críticas que vierte Saramago contra la omnipresencia del centro comercial contiene ingredientes optimistas.

Pero detrás de esta imagen sociológica -el centro comercial como sustituto del mundo- se esconde el didactismo pesimista de Saramago. Todos sus personajes, diestramente trazados pero determinados, responden a su visión materialista del mundo, que el autor subraya de manera especial en algunos pasajes al señalar, de manera un tanto irónica, la inutilidad de creer en Dios.

La maestría estilística de Saramago se manifiesta en unos diálogos imprevistos que permiten adentrarse en la interioridad de los personajes, y en la hábil utilización de la contención retórica, que deja su texto a mitad de camino entre la narración propiamente dicha y la reflexión filosófica.

Fiel a sus ideales comunistas, que defiende sin fisuras a pesar de los pesares, en sus continuadas citas con la prensa Saramago suele transformar las intenciones estéticas de sus exigentes novelas en explícitas soflamas: «La globalización económica es incompatible con los derechos humanos»; «La lógica de los empresarios pone por encima de todo el lucro, y el lucro es implacable: no se detiene ante consideraciones éticas o sociales». Y mientras dice esto, paradójicamente, pilas y pilas de su última novela (editada en una multinacional) atosigan a los consumidores de las grandes superficies.

Adolfo Torrecilla

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