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Hambruna roja

EDITORIAL

TÍTULO ORIGINALRed Famine

CIUDAD Y AÑO DE EDICIÓNBarcelona (2019).

Nº PÁGINAS591 págs.

PRECIO PAPEL26,90 €

PRECIO DIGITAL12,99 €

TRADUCCIÓN

El Holodomor, la hambruna provocada por Stalin en Ucrania a principios de la década de 1930, ha marcado por décadas el subconsciente colectivo de ese pueblo de Europa oriental que, aún hoy, cuando el espíritu del sátrapa vaga por las salones de mando del Kremlin, sufre las consecuencias de estar –parafraseando a Porfirio Díaz–, “tan lejos de Dios y tan cerca de…” Rusia.

En Hambruna roja, la periodista y profesora Anne Applebaum se acerca a un fenómeno histórico sobre el que Kiev y Moscú tienen narrativas distintas: el de aquella escasez innecesaria, artificialmente creada por las autoridades soviéticas para doblegar las ansias emancipadoras de los ucranianos, “culpables” de habitar unas tierras fértiles que hicieron del país un granero abastecedor de Rusia, desde donde, sin embargo, se miraba con desdén a la que consideraban –y probablemente aún consideran– su “provincia del suroeste”, comarca de toscos campesinos que, más que lengua propia, hablan un “dialecto” del ruso.

Vale decir que las decisiones de Stalin entre 1932 y 1933 no fueron el primer atropello contra los ucranianos. Desde el tiempo de los zares el territorio había sido objeto de despojo en interés de Rusia, pero la práctica continuó con el triunfo, en noviembre de 1917, del golpe de Estado de Lenin, a quien la Historia ha tratado con menos dureza que al georgiano.

Sin embargo, una primera crisis de alimentos ya se había vivido bajo el mandato de Lenin, que en 1921 había ordenado la requisa del grano ucraniano para alimentar a las ciudades rusas, sin reparar en métodos: “Llévense de cada aldea entre 15 y 20 rehenes, y si no se cubren las cuotas, llévenlos al paredón”, ordenaba en el otoño de aquel año el “líder del proletariado mundial”.

Stalin, a su hora, siguió la pauta, pero con una diferencia: si la hambruna de los años 20 no se disfrazó, y a regañadientes se aceptó ayuda de EE.UU., en la de 1932-1933 a nadie se le permitió echar una mano. La tragedia tuvo lugar en medio de un frenesí exportador de cereales por parte del régimen, interesado en adquirir maquinaria e industrializar el país a marchas forzadas. Todo valía para tal fin, y las brigadas de confiscadores aterrorizaban a los campesinos ucranianos, a quienes infligían terribles castigos por guardarse siquiera un puñado de granos. El solo hecho de permanecer vivo se convirtió en motivo de sospecha. Y de palizas y registros. El canibalismo no fue infrecuente.

La mezcla de políticas erráticas, como la colectivización forzosa y la saña contra los labradores más productivos, más los factores climatológicos y los caprichos criminales de un dictador que en el momento más crítico se negó a ayudar a Ucrania –“ya hemos entregado más que suficiente a ese territorio”, llegó a decir–, fraguaron en casi cuatro millones de muertos. Cuatro millones de almas que todavía piden reparación, y que, al parecer, seguirán pesando como plomo en las relaciones bilaterales.

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