Entre las sombras del mañana

Península. Barcelona (2007). 219 págs. 17 €. Traducción: María de Meyere y María Rossich.

TÍTULO ORIGINALIn de schaduw van morgen

Ve ahora la luz en castellano este brillante ensayo de J. Huizinga (1872-1945), historiador holandés, autor de obras inolvidables –El otoño de la Edad Media, Homo ludens– y filósofo de la cultura. Escrito en 1935, Huizinga realiza en estas páginas un análisis intemporal de las crisis culturales y un pormenorizado examen de la situación tras la I Guerra Mundial y bajo la amenaza de la Segunda.

Como otros pensadores de su tiempo -O. Splengler, K. Mannheim, Ortega o, unas décadas antes, Max Weber-, la mirada de Huizinga es sombría y melancólica, pero sin perder la esperanza en la capacidad de superación del ser humano. En muchos detalles reconoce Huizinga esa situación de desequilibro que se produjo después de los “felices años veinte”. Pero lo que distingue a esta crisis histórica de otras anteriores es que no se vislumbra una salida.

El mundo romano pereció pero dio lugar a la Edad Media cristiana; ésta cedió ante el humanismo renacentista. Ahora bien al hombre del siglo XX no se le anuncia nada nuevo y, por tanto, camina desesperado y perdido entre las ruinas de su propia cultura. Se generalizó entonces una visión nihilista, con el recurso reiterado a Nietzsche y el predominio de una filosofía de corte existencial. Políticamente se exaltó la idea de poder y se reinventó el estatismo.

Para el autor, toda cultura se sustenta en el equilibrio de los factores espirituales y materiales y aspira al logro de un ideal colectivo. No desprecia los avances tecnológicos y científicos, pero certifica un retroceso de los valores espirituales. Entre otras cosas, se ha perdido la base moral que requiere toda cultura. Lo irónico es que, pese a tantos adelantos de la racionalidad científica y al auge del positivismo, los individuos y la sociedad se hayan decantado por el irracionalismo, por la reivindicación de la vida, de lo instintivo y natural, sobre las exigencias del espíritu. Huizinga recuerda el significado clásico de cultura y aprovecha para subrayar que el hombre, precisamente, es un animal que puede elevarse a través de las creaciones culturales sobre las contingencias de su naturaleza.

El debilitamiento de la cultura, de la moral, ha afectado a la sociedad; los individuos han terminado por buscar exclusivamente su propio interés y desatienden sus funciones políticas. La sociedad de masas que se consolida a principios de los años veinte es una sociedad apática, pasiva, inundada de puerilidad.

Asimismo, como ha descuidado las exigencias espirituales -el sentido del deber, la piedad, las enseñanzas del pasado- los individuos se encuentran al albur de las estrategias propagandísticas, ya sean comerciales o políticas. Huizinga no menciona el régimen nazi y sólo hace referencia al comunismo estalinista de pasada, pero el lector actual no deja de concluir la relación que existe entre la situación social y la instauración de regímenes totalitarios.

Algunas de las ideas presentes en este ensayo las desarrolla el autor en su famosa obra posterior, Homo ludens (1938). Y aunque el diagnóstico sea similar al de otros pensadores, Huizinga anima a los individuos a responsabilizarse del futuro de la humanidad. Responsabilidad que no es otra cosa, a fin de cuentas, que la toma de conciencia de sus deberes y el cumplimiento de los mismos en libertad. Para salir de la crisis de su tiempo, Huizinga proponía “un nuevo ascetismo”, basado en “el dominio de sí mismo y una estimación moderada del poder y del goce”. Sin embargo, no deja la labor para las elites, como proponían Weber, Ortega o Pareto; para él, la tarea es competencia de todos.

Tiene bastante sentido la lectura de este libro porque, aunque las circunstancias históricas difieren, vivimos hoy también una época de crisis cultural. Huizinga no sólo es acertado en sus juicios y observaciones; es también un maestro de la reflexión limpia y pulida. Si hacemos caso de las consignas de este pensador holandés, un remedio muy eficaz para evitar desastres mayores es frecuentar a los clásicos. Y Huizinga, por derecho propio, se ha convertido en uno de ellos.

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