Jonathan Franzen (Illinois, 1959) vuelve a centrarse en las peripecias de una familia norteamericana para intentar atrapar el ritmo y el ambiente de su tiempo. En esta ocasión, la elegida es la familia Hildebrant, que vive en Chicago y está formada por el matrimonio Russ y Marion y sus cuatro hijos. La novela transcurre en 1971, en los meses finales de la guerra de Vietnam. Es la primera de una trilogía sobre la vida en Estados Unidos a finales del siglo XX.
Como en sus novelas anteriores más celebradas –Las correcciones, Libertad y Pureza–, Franzen aborda con un realismo que él define como trágico las vidas de cada uno de los miembros de esta familia. Lo hace de manera obsesiva y meticulosa, penetrando de manera avasalladora en su psicología y mostrando unas vidas con las que quiere radiografiar el espíritu de su tiempo, los años setenta, cuando penetran en la sociedad las ideas que venían fraguándose desde hacía años en relación con la libertad sexual, las drogas y la crisis de valores, que también contaminan el hecho religioso. De hecho, la religión ocupa un lugar destacado en la novela.
Russ, el padre, procede de una familia menonita y ahora es pastor en una iglesia protestante. Aunque tiene unos sólidos valores religiosos, volcados en la justicia social y el pacifismo, sufre una aguda crisis matrimonial. Hace ya tiempo que no siente nada por Marion, su mujer, y su corazón se ha desplazado a una feligresa viuda, Frances, con la que flirtea de manera un tanto patética. La crisis no pasa inadvertida para sus hijos, y la relación que mantienen con su padre es distante y tensa, agravada además por las crisis que vive cada uno de ellos. Clem, ya en la universidad, absorbido por un noviazgo obsesionado por el sexo, abandona los estudios y vive lejos del ambiente familiar; Perry, de una inteligencia precoz, coquetea con las drogas; Becky vive con extremada pasión un primer amor que descoloca su mundo interior. Por último, Marion, la madre, asume el distanciamiento de su marido y busca en las traumáticas experiencias vividas en el pasado, con el sexo y también con la religión, la solución a un presente lleno de agujeros negros.
Franzen convierte a estos personajes en metáforas de un tiempo concreto en un país concreto. Como en sus otras novelas, el planteamiento sociológico resulta muy ambicioso, también desde el punto de vista estilístico. La novela abarca no solo el tiempo presente de la novela, sino el pasado familiar y social de Russ y Marion, que se describe de manera detallista. Estas digresiones se apoderan frecuentemente de la narración y desplazan quizás en exceso la atención a los conflictos actuales de sus protagonistas.
De manera calculada, Franzen mezcla el relato de sus vidas con unas crisis alambicadas en las que en algunos personajes el sexo es un ingrediente desmesurado, como sucede con Clem. Por otra parte, la religiosidad que viven resulta exagerada y excéntrica, especialmente en el caso de Marion, que coqueteó en su juventud con el catolicismo, aunque no parece que entendiera mucho (ni tampoco el autor). La religión aporta densidad a sus vidas y un cierto sentido trascendente y social, aunque siempre aparece como subsidiaria de los deseos del corazón, y del sexo, que son los que mueven a los personajes.
Franzen concentra demasiada sociología y psicología en una única familia. Cada miembro vive una pasión distinta, con una crisis especial y particularísima. Aunque la novela busca de manera persistente un realismo verídico y constatable, los Hildebrant, por sus excesos, no parecen una familia real sino un producto de laboratorio.