El secreto de Christine

Alfaguara. Madrid (2007). 386 págs. 19,50 . Traducción: Miguel Martínez-Lage.

TÍTULO ORIGINALChristine Falls

GÉNERO

Quirke no es un héroe, es un patólogo más bien egoísta que sólo se ha complicado en su vida lo imprescindible. Una casualidad le pone en la pista de anomalías en la muerte de una joven. Estamos en Dublín, años 50. Las cosas se van complicando pues está implicada en el asunto no sólo parte de su familia política sino también gente importante. La misma policía es apartada del suceso pero Quirke, contra su propio modo de ser, quiere llegar hasta el final. Esta trama de investigación se entrecruza con otra de los asuntos familiares de Quirke, con muertes, separaciones, revelaciones y rencillas incluidas.

A pesar de la propaganda que acompaña a la novela, la trama está alejada del negro policial en concepción y estilo. No bastan un pseudónimo (Black es el escritor John Banville), que la portada del libro sea negra, un cadáver, algún personaje bañado en alcohol permanentemente y un par de matones que dan palizas sin despeinarse. Aquí el pastel se adivina demasiado pronto, sólo a la espera de algún detalle no esencial. Los malos son aristócratas de salón que recuerdan más a Conan Doyle y a Chesterton que a Hammett y, mucho menos, a Ellroy. Banville juega más bien la carta del estilo y de la habilidad para las descripciones.

El meollo de la novela es ver que cuanto más invita todo a Quirke a alejarse de un asunto que apesta, el personaje evoluciona y se implica, empujado por el recuerdo de su mujer muerta postparto, o por su deseo de hacer algo bueno de verdad en su vida, y, en cualquier caso, en contra de sus propios instintos (incluido el de conservación).

El irlandés Banville se engancha oportunísimamente al carro de los asuntos morbosos relacionados con la religión, pero su producto no puede resultar más inverosímil. No cabe confundir la parte con el todo, pues queda clara la confusión mental de los cerebros de la cuestión, pero la mera posibilidad de gente que juega a ser Dios no deja de ser perturbadora. Un libro discreto, por tanto, aunque nunca tedioso, que sigue sin elevar a Banville, de hecho, al lugar donde lo han aupado ya los críticos.

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