El irlandés John Banville reincide bajo seudónimo en una novela negra. Igual que en El secreto de Christine (ver Aceprensa 99/07), el forense Quirke es incapaz de hacer su trabajo y parar. Además de rajar el cadáver de Laura, quiere saber qué pasó, pues está claro que ya estaba muerta cuando la arrojaron al agua. Los hechos le conducen a una sórdida y desagradable historia de drogas y pornografía.
En cuanto a contenidos, Banville ha escogido el camino más fácil para sus novelas de misterio. El mal es representado sin sutilezas ni matices a través de personajes primarios, sin frenos a la hora de satisfacer sus instintos. Todos sus intentos de plantear otras cuestiones al margen del enigma, como hace toda buena novela negra, se ven arrinconados por lo asfixiante y obsceno de la trama principal. Así ocurre cuando se intenta reflexionar sobre la ley y la justicia, sobre las relaciones matrimoniales o paterno-filiales, o sobre el peso del ambiente en la educación.
Para colmo, no acierta con el ritmo. Es lento y denso y hay que ir abriéndose paso a machetazos para seguir el camino del argumento, y todo para ir descubriendo las andanzas de unos lamentables viciosos. Banville tiene fama de buen estilista, y es cierto que sus maneras son de más calidad de las habituales en el género. Por desgracia, este ingrediente es insuficiente en el conjunto.